EL JARDÍN DE LAS JÓVENES ALMAS

I

Cuando las jovencitas duermen en sus pequeñas habitaciones blancas y azules, bajo las muselinas de las cortinas que tanto se asemejan a alas de ángeles custodios, sus almas no permanecen en sus cuerpos adormecidos, sino que se evaden, no sin cierta pena por abandonar tan bonitas prisiones. ¿Y a dónde van cada noche? A un jardín en el cielo, a orillas del río de luces al que nosotros denominamos Vía Láctea; un sendero conduce allí, un sendero de estrellas que sube, tuerce y vuelve a subir a mano derecha del Paraíso. Que ese jardín es la mayor perfección de las delicias, es algo de lo que no cabe la menor duda; pero presenta una particularidad: que se aparece de un modo distinto a cada una de las almas que se pasean por él. Una ve céspedes de esmeraldas, donde se puede bailar con elegantes jóvenes bajo unas ramas de gladiolos altos que penden y son luminosos como farolas. Otra admiran, desplegadas sobre la hierba o colgadas de los rosales, unas prendas tan hermosas que ningún costurero habría podido superarlas, unos sombreros que jamás inventarían los más sutiles modistas; unas manos invisibles, ligeras como un roce de alas, la visten y la peinan; y el agua estancada de un pequeño lago se convierte en un halagador espejo. Para ésta, en todas las ramas del jardín se posan ruiseñores que cantan romances, mirlos que silban canciones. Para aquella, florecen jacintos incluso apetecibles para comer, tulipanes llenos de confituras, flores de lis que tocadas con la punta de la lengua, se tiene la sensación de degustar un vino rosado más dulce que miel. Pero la mayoría, desde el mismo momento en que han iniciado la ascensión por el sendero de estrellas, que sube, tuerce y vuelve a subir a mano derecha del Paraíso, creen entrar en la infinitud de los amores puros y se sienten transformadas en millares de gavanzas donde se posa, para no levantar el vuelo jamás, la mariposa del beso nupcial. Pues la corte de las jóvenes almas está formado de la realización de sus propios deseos; realizaciones no turbadoras ni decepcionantes, por desgracia, como las de la tierra, sino perfectas y fecundas en incomparable estados de embriaguez, ¡porque pertenecen al cielo! También no es sin pesar como las prisioneras, evadidas del jardín de las delicias un poco antes del amanecer, se lamentan; pues dudan en regresar a los cuerpos dormidos y efectúan el descenso llorando mientras las estrellas del sendero se apagan. Y de todas esas lágrimas de las almas es con lo que se forma el rocío de la mañana.

II

Ahora bien, había, hace no sé cuanto tiempo en un país cuyo nombre no se me ha dicho, un joven y apuesto príncipe que era desgraciado como nadie pese a ser el primogénito de un rey muy rico y poderoso. Nada podía mitigar su tristeza; ni las sonrisas de las damas de la Corte, ni los placeres de la caza, ni la gloria de matar muchas enemigos en las batallas. No hablaba demasiado, siempre permanecía en su habitación, o bien se iba a pasear solo por los campos o por el bosque y allí suspiraba profundamente como alguien que ya no tuviese esperanzas.
Una vez, encontrándose llorando, sentado en un claro sobre el tronco de un árbol, con la cabeza entre las manos y hallando algún consuelo en las lágrimas, una leñadora que recogía leña seca a algunos pasos de allí se acercó y le preguntó por qué se lamentaba de esa manera. Era una mujer excelente, piadosa aunque anciana, y cuya experiencia respecto de la ingratitud no la había disuadido de ser bondadosa.
– Desgraciadamente, mi buena anciana, – respondió el joven – ¿para qué decir lo que motiva mi sufrimiento? No lo quiero compartir, ya que sólo una persona podría poner remedio a mi mal.
– No importa. Contadme vuestra historia. Por muy ignorante que os parezca, he aprendido muchas cosas, habiendo vivido mucho tiempo; conozco las hierbas que curan las enfermedades del cuerpo y también los bálsamos para las heridas de las almas.
Hablaba con tanta dulzura que él se enterneció y no pudo sustraerse a confesar el motivo de su pena.
Resulta que amaba con locura a la hija de un pobre aldeano, que había encontrado en el camino seis meses atrás, una mañana en la que ella venía de lavar la ropa en la fuente; pero por mucho príncipe que fuese, ella no quiso aceptarlo como amigo ni incluso admitirlo por esposo. En vano le suplicó; ella permaneció inexorable. En vano el rey, temiendo ver a su hijo hundirse en la melancolía, había hecho venir a la corte a la cruel criatura y le había rogado – casi una mendiga– convertirse en su nuera; una proposición tan honorable no la había afectado. Y, ahora, toda esperanza de ablandarla se había perdido. Sin duda, ciertas noches, durante el crepúsculo, cuando el príncipe le manifestaba su cariño, ella parecía perder su indiferencia acostumbrada; pero a la mañana siguiente, si la volvía a ver, ella se mostraba más fría y más insensible que nunca. El desdichado amante no le quedaba más remedio que dejarse morir de dolor poco a poco, como en realidad estaba ocurriendo.
La vieja leñadora, después de ese relato, reflexionó.
– ¿Decís que por la noche sucede a menudo que os deja entrever alguna dulzura?
– Sí, buena anciana.
– ¿Pero por las mañanas os rechaza sin misericordia?
–Así es, anciana.
La vieja pensó un rato más. Luego emitió una risilla donde castañearon sus viejos dientes con un ruido de castañuelas resquebrajadas, y preguntó sin dejar de reír:
– ¿Hay en la Corte de vuestro padre músicos que tocan el laúd y el rabel?
– Por supuesto. Pero a partir de ahora ya no me producen ningún placer ni las canciones ni los bailes.
–¿No poseéis vos también, siendo cazador como todo los de vuestra alcurnia, unas jaurías bulliciosas que hacen un gran ruido cuando vuestros criados las azuzan?
–Tengo muchos perros, en efecto. Pero la caza no tiene ya nada que pueda divertirme.
–En fin, ¿no es vuestra costumbre, si estáis ocioso, atacar a las naciones vecinas de vuestro reino y saquear, en gran tumulto, pueblos y las ciudades?
– Antaño me complacía en las campañas de guerra; pero ahora ya no tengo afición por las batallas.
La leñadora continuaba riendo.
–¡Príncipe! – exclamó– todo irá bien, y yo me comprometo a que seréis amado si no os contraría seguir los consejos de una pobre anciana que recoge leña seca en el bosque.

III

La noche de ese día, acostada sobre un pobre jergón de paja en un rincón de su cabaña, la hija del aldeano que no quería ser princesa esperaba que el sueño la invadiese cerrando los párpados. Sabia que su alma se escaparía de su cuerpo dormido para ir al jardín de los sueños, ¡a orillas de la Vía Láctea! Era a causa de las goces con los que cada noche se extasiaba, por lo que no experimentaba más que desdén y desprecio por las alegrías y glorias de este mundo. Algunas veces, tiempo después de despertar, teniendo menos presente en el corazón la perfecta embriaguez nocturna, – pues las jóvenes muchachas olvidan pronto, – le acuciaba la idea de que podría resignarse a las felicidades terrenas. Idea rápidamente desvanecida. El hijo del rey no le disgustaba, y la posibilidad de ser reina algún día no tenía nada que le fuese insoportable; pero allá en lo alto, en la realización de sus quimeras, era la esposa de un príncipe más apuesto que todos los príncipes, y reina de un reino tan magnífico que jamás lo hubiese cambiado por el de Golconde o el de Sirinagor.
Esa noche pues ella esperaba el sueño, esa liberación de las almas – cuando el ojo se cierra y el cielo se abre, – ya sus párpados se dejaban caer pesadamente bajo el beso de la oscuridad, cuando ante su puerta ¡sonó una furiosa música de rabeles y laúdes! Todos los lugareños, echando pestes contra ese ruido que turbaba su descanso, se acercaron a las ventanas con intención evidente de echar de allí a las personas que les daban tal serenata; pero reconocieron a los músicos reales y no tuvieron más remedio que aguantar. Y como el armonioso recital duró toda la noche, el alma de la joven muchacha no partió para el celeste jardín. Al día siguiente por la noche, fue peor todavía: doscientos perros aullaron del crepúsculo al amanecer, despiadadamente golpeados por los criados de caza; y cundo llegó la noche del día siguiente, un ejército de hombres armados, con gritos y toques de clarines, libró batalla en la llanura vecina contra un ejército del que se oían los ruidosos golpes en las corazas y los cascos. Enumerar todos los medios que el príncipe usó, siguiendo los consejos de la leñadora, para impedir que su amiga se quedase dormida, llevaría demasiado tiempo. Os bastará saber que cuatro semanas pasaron sin que la muchacha pudiese cerrar los ojos por las noches. Es cierto que dormitaba después de que el amanecer se levantase o durante el calor del mediodía; pero su alma, porque las estrellas del sendero, en pleno día no lucían, no podía encontrar la ruta del querido jardín; y poco a poco fue perdiendo el divino recuerdo. De modo que una vez, cuando el sol descendía en el horizonte, ella no rechazó al príncipe, que, habiéndola tomado por la mano, la codujo, encantada y sin resistencia al bosque misterioso donde el día se apagaba...

IV

Bajo los grandes árboles sombríos, una noche de castos noviazgos tuvo lugar. Se habían sentado en las altas hierbas, y se hablaban entre susurros, con un rumor de nidos. Nada sería más dulce que amarse. Ellos se lo repetían a todas horas y las horas transcurrían deliciosas. Finalmente la bien amada se calló para escuchar mejor al bien amado sin duda; y él, manteniéndola abrazada contra su corazón, radiante por el perfume que ella tenía en los labios y en los cabellos, no dejaba de murmurar las más tiernos frases, manifestándole la felicidad de la que pronto disfrutarían cuando estuviesen casados, cuando ya nada pudiese separarlos y cuando sus existencias se fundiesen en una sola felicidad como dos gotas de rocío, que tocándose no forman más que una única perla. Él continuaba hablando, dulcemente prendado, cuando la aurora tiñó de rosa la cima de las ramas removidas... ¡de pronto emitió un grito! Su amiga estaba pálida en sus brazos como una muerta; y en efecto era una muerta. El imprudente la había dejado dormirse; el alma de la niña, habiendo vuelto a encontrar el sendero de estrellas, a mano derecha del Paraíso, habría regresado al celeste jardín; y, por temor a que se le impidiese regresar, se había quedado allí para siempre.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes