JULIETTE EN LA VENTANA Hace ya dos largas horas – en una noche de primavera, clara, con alguna brisa – que Juliette espera a su buen amigo, entre la vegetación de la ventana, dejando caer sus mechas hacia las hojas, con el cuello inclinado, con la mirada escrutadora, y la nariz respingona como una enredadera. Ha oído dos
coches subir por la calle con un crepitar de ruedas que le hacía latir el
corazón; no se han detenido ante su puerta. Un solo coche, por una cruel piedad
del azar, ha hecho alto. «¡Él, es él, desde luego!» No, es el inquilino del
tercero; un señor gordo cuya enorme nariz es tan roja que agujera las tinieblas
como una brasa. Julietee también ha escuchado, febrilmente, el ruido de pasos
sobre la calzada del bulevar, en el silencio del barrio desierto. Más de una vez
ha creído reconocer... no, aquel que doblaba la esquina de la calle era un
cochero de la Urbana, con sombrero de tela encerada blanca, a pie, con el látigo
en la mano, o algún borracho golpeando la pared. ¡Finalmente se irrita! da un
taconazo y golpea el cristal que suena a golpes de pequeñas uñas enrabietadas.
¡Precisamente había tenido toda la velada el corazón tan lleno de ternuras
lánguidas, y la primavera daba a su amor tan bonitos consejos! La abandonada a
punto está de llorar, pero las lágrimas que nadie ve hacen enrojecer inútilmente
los ojos. ¡Cierra la ventana con violencia! ¡No importa! Puede venir o no; por
lo que a ella respecta, no lo espera más. Traducción de
José M. Ramos |