JULIETTE VICTORIOSA

Juliette le había dicho:
– ¡De acuerdo! Mañana iré a su casa. A su casa. ¡A su casa, yo! ¿Verdad que soy adorablemente buena? Le aconsejo que se postre de rodillas de inmediato y me lo agradezca con lágrimas de alegría. Y a la hora del almuerzo entraré en su detestable domicilio donde todavía debe sobrevivir el perfume de antiguos amores. ¿El menú? No como otra cosa que no sea crujiente, para dar a mis dientes de gata la ilusión de pequeños huesos de pajarillo siendo devorado completamente vivo; y nunca he comprendido que se beba otra cosa que no sea un vino espumoso de Asti. Pero si le concedo a usted el insigne favor de mi presencia, es bajo una condición, caballero.
–¿Cuál? – había preguntado Valentin.
–Por mis ojos que son todo el cielo, por mis labios donde están todas las rosas, por mis cabellos donde están todos los perfumes, y también por su honor de hombre galante, va usted a jurarme que no abusará de ningún modo de nuestra entrevista, no, ni incluso para besar el extremo del dedo meñique de mi guante dejado sobre la mesa, ni para tratar de saber si tengo, más arriba del codo, un bonito lunar rosado.
Inquebrantablemente resuelto a no mantener ninguna de sus promesas, Valentin había consentido a todos los juramentos; y es porque al día siguiente, en el fumadero de cuero con ornamentos dorados donde la mesa estaba puesta, cerca de llameantes leños que palidecían el sol de la ventana abierta, Juliette picoteaba unos cangrejos, y en las comisuras de sus labios, más rojos que nunca, había un poco de espuma de vino de Asti, como una espuma de savia.

Al principio, la conducta de Valentin fue en verdad digna de todo elogio. Ni una palabra demasiado ardiente, ni una mirada demasiada intensa. Perfecto. ¡No trató de confundirse de vaso! Y hubiese tenido un corazón de mármol – así como ella tiene el pecho – si hubiese mostrado una mayor irreprochable reserva. Pero, de pronto, sin transición, como si fuese el instante preciso de proceder a la ejecución de algo largo tiempo premeditado, exclamó: «¡Te adoro!» y la tomó en sus brazos. Ella, espantada, y tan bella con sus cabellos desordenados, luchó desesperadamente, agarrándose a las cortinas de la habitación, para no caer sobre las mullidas pieles de la alfombra, que son lecho de espuma blanca. Con palabras de odio y gritos de rabia o miedo, le reprochaba el juramento traicionado. «¡Perjuro! ¡miserable! ¡infame!» ¡Ah! ¡qué dulce es usted, qué palabras tan terribles! Él se embriagaba con los insultos, a causa del timbre de su voz, y estrechaba cada vez con más fuerza a Juliette, cuyas fuerzas finalmente cedieron, al igual que la cólera. Una dulzura, poco a poco, y a su pesar, se fue adueñando de ella, la embargaba, sus ojos desfallecían en una tierna humedad. Su resistencia ya no era amenazante, pedía clemencia. «¡Sí, te amo!, es cierto, ¡te amo! he sido presumida, te he hecho sufrir, me he equivocado y me arrepiento, ¡te amo!» Ella ya no se resistiría más, se sometería. Solamente le pedía que no la tomase de ese modo, que esperase algunos días, ni siquiera algunos días, hasta mañana. Mañana volvería, dócil y muy obediente. Podía creer que regresaría. Pero él todavía la aferraba, carente de toda confianza: «¡De acuerdo!, murmuró ella finalmente, desfalleciente bajo el arrebato de los besos. De acuerdo, me rindo, te pertenezco, hoy y siempre. Pero, un momento, ¡oh!, tan sólo un momento, te lo suplico, déjame...» Esta vez el se sintió invadido por una alegría infinita. ¡Ella cedía, lo deseaba! A la vez, siendo un hombre práctico, concebía la razón del corto respiro solicitado. Incluso el abandono, – sobre todo el abandono – debe tener también su protocolo de coquetería; intuyó la necesidad que ella tendría de empolvarse la nariz. Enternecido de agradecimiento, transportado por las dichas tan inmediatas, aflojó su abrazo, y, lentamente, caminando hacia atrás, mientras ella le enviaba con turbación unos besos, él abandonó la habitación, casi nupcial ya, a donde pronto regresaría. ¡Pues por fin ya era suya! Después de tantos crueles flirteos, de tantas negativas y tantas amargas esperas, ella se había dulcificado y ya no decía no, su adorada decía sí. Unos arrebatos de alegría y orgullo emanaron de su corazón triunfante, le subían a la garganta. ¡Poseería a la exquisita y deliciosa criatura, tan blanca, completamente luminosa, en flor!... Una carcajada sonó al mismo tiempo que el ruido de una puerta cerrándose. ¡Oh! ¡Horrible sospecha! Se precipitó, atravesó el comedor, la antesala, llegó al rellano de la escalera justo a tiempo para ver desaparecer, lejos de la rampa que gira, el sombrero de Juliette, y la carcajada que todavía ascendía por el hueco de la escalera, como un pájaro loco que se golpea contra las paredes.

Traducción de José M. Ramos
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