JUSTICIA DEL AMOR
Esa noche dos
mujeres lloraban.
Vivian bastante lejos la una de la otra; una en el peor barrio de la ciudad de
Santa Margarita, la otra en el más hermoso palacete de la Avenida del Bosque.
¡Ah! que poco se parecían. Además la miserable era horrorosamente pobre y la
mundana era extraordinariamente rica, ésta tenía la belleza de las flores
radiantes que florecen en los jarrones de Japón sobre las repisas de las
chimeneas principescas, aquella mostraba la fealdad de un ramo de dos centavos
marchito y sucio tirado en una esquina de cualquier calle entre un montón de
basura; y todavía se daba entre ellas la diferencia de que Margotte mendigaba
por los bulevares exteriores desde que comenzaba a anochecer para poder pagar
las cañas a su hombre, delincuente y rufián, en los bailes de la Chapelle,
mientras que la baronesa Hélène iba en compañía de algunos bailarines del último
baile de la embajada rusa a entregar limosnas en menuda moneda blanca (en una
bolsa de oro) a las buhardillas que los periódicos caritativos consignaban en
sus hechos diversos.
Lamentablemente, las irónicas providencias se regocijan en estos romanticismos:
por una parte todo el esplendor posible, la belleza, las sonrisas, con el
orgullo de complacer elegantemente; por la otra, toda la fea miseria, y los
puños en los dientes, con la horrible humillación y el rencor de implorar.
Ahora bien, esa noche allí, Margotte y Hélène, en vecindarios tan alejados, una
en el peor barrio de la ciudad de Santa Margarita, la otra en el más hermoso
palacete de la avenida del Bosque, lloraban ambas.
¿Por qué lloraba Margotte? porque el delincuente, con las manos a veces llenas
de sangre a las que ella le gustaba besar, incluso sangrientas, no regresaba,
habiendo pasado ya tres horas, al tugurio donde ella lo esperaba, sentada, con
la vela a punto de acabarse, sobre el jergón sin sábanas; sin duda acabaría su
noche con alguna prostituta, más lozana o mejor vestida, en un hotel elegante
con cortinas en las ventanas donde una habitación cuesta treinta centavos la
hora! ¡Ah! ¡el miserable!
¿Por qué lloraba la baronesa Hélène? porque el amable y delicado caballero a
quién, después de tres meses, ya no pudo rechazar, no hacía uso esa noche de la
licencia que ella le había concedido para penetrar en su domicilio por medio de
una pequeña llave con la que se abría la puerta del jardín. ¿Quién sabe? Tal vez
se había demorado en casa de alguna casquivana bebiendo champán en misteriosas
copas parecidas a flores de Lis doradas o de ébano, completamente generosas del
vino rosado; ¿o tal vez se había prendado, – ¡pues los hombres son tan tontos!–
de una muchacha de la compañía del ballet de los Folies-Bergère, demasiado
gruesa, con los muslos enormes,
embutida en un maillot demasiado estrecho, quién, con la falda al aire y como
hinchada por el luminoso viento de la rampa, le había enviado a su olfato, desde
la escena a las primeras butacas, en el giro de la danza, el almizcle un poco
rancio y sudoroso de sobrecalentadas intimidades? ¡Ah! ¡el ingrato!
Y el delicado caballero no abandonaría a las casquivanas o a la bailarina
almizclada, aunque Hélène sollozase entre sus cabellos alborotados, entre los
encajes de su camisón en vano deseoso de arrugamientos y ardientes desgarros.
Pero, en el sórdido cuchitril, el delincuente, ¡el canalla apareció finalmente!
Con el sombrero cayéndole, los cabellos llenos de lodo, hablando ronco, con el
aliento a alcoholes ingeridos y vómitos expulsados, estaba horrible, habiendo
cometido algún crimen o alguna fechoría más vil. ¡Pero estaba allí! Él tomó en
sus brazos de gran mono, besándola con sus rudos labios donde permanecían restos
del olor de las alcantarillas, a la fea muchacha enamorada que se extasió con la
fuerza del abrazo; y Margotte se echó a reír, a reír más todavía, a reír un buen
rato, sofocándose, feliz de sofocarse, bajo el triunfante peso de su hombre.
Pues el Amor, el muy justo Amor, vencedor de los destinos, es el dispensador
nocturno de las tiernas compensaciones; por la caricia, infame o no, –¡qué
importa si es dulce! – concede y reserva a la más vil de las pobres ser motivo
de celos para la más exquisita de entre todas las mundanas; y es el la que da la
limosna la que podría pedir caridad a la mendiga.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |