JUSTICIA
DESPUÉS DE JUSTICIA
I
Cierto día que
el Emperador, cubierto con su coraza plateada bajo una capa púrpura, cazaba en
la montaña con sus pares y sus escuderos, aconteció que un hombre muy anciano,
vestido con pieles de animales, los cabellos alborotados y barbudo hasta el
estómago, desembocó en el sendero de entre unas rocas desperdigadas; tenía un
aspecto tan rudamente salvaje que más de un caballo se encabritó y los jinetes
se asustaron al principio creyendo que era un oso. El anciano habló en los
siguientes términos:
–Señor, tú no me conoces; no sabes ni mi nombre ni lo que he valido, pues hace
poco tiempo que el papa puso sobre tu frente la corona de hierro de Henri el
Pajarero; todavía eras un niño cuando yo era joven. Pero si tu tío, que reinó
antes que tú y que ahora está muerto, pudiese romper la piedra del sepulcro,
diría al verme: «¡Abracémonos compañero!» porque yo luché cabalgando a su
izquierda en todas las grandes guerras – mientras tú eras amamantado por tu
nodriza; él y yo, codo con codo, hemos expulsado en nombre de Jesús a los moros
que invocan a Mahoma, y, en nombre de la reina María, a los paganos que adoran a
Tervagant; hundimos juntos, con nuestras fraternales mazas, escudos y cascos;
parecíamos dos forjadores golpeando el mismo yunque. Y si él era el más augusto,
yo no era menos valiente. Luego, cargado de años, no teniendo ya sobre el cuerpo
ningún lugar donde el hierro no hubiese mordido, – quién me viese desnudo,
peludo y atravesado de cicatrices, creería ver la piel de uno de esos asnos
rayados que se encuentran en los montes de Libia, – con gota, bebedor,
deplorable, renuncié a las batallas, y al morir tu tío me exilié a la montaña.
–Maestro – dijo el Emperador – sé muy bien quién eres. Aunque nunca haya visto
tu rostro, tu gloria no ignoraba tu gloria. Te llamas Gérard le Béarnois; tu
nombre se recuerda de tal modo, más alla de los Pirineos, que las madres
moriscas para hacer callar a sus hijos cuando alborotan, acostumbran a decirles:
«¡Si no os callais llamaré a Gérard, que os comerá!»
–Eso está bien– dijo el anciano – Me gusta saber que los jóvenes no desdeñan a
los ancianos. Puesto que me conoces, escucha mi queja, señor, y una vez
escuchada, haz justicia según tu deber y tu poder.
–¿Quién se atrevió a causarte aflicción, padre mío? Yo juro por el Globo y la
Cruz que se te dará satisfacción. Pero habla, y cuéntame la ofensa.
II
El anciano
comenzó:
– Yo vivía apaciblemente en mi torre sobre el montículo. Para quién fue ilustre
es duro ser ignorado y sentirse débil cuando se fue tan robusto; sobre todo me
resultaba muy humillante encontrar pesada el hacha que ves colgada de mi
cintura, cuando la cogía en mis manos; ¡para abatir un joven roble o para romper
un cráneo, necesitaría juntar todas mis fuerzas! Sin embargo me regocijaba en mi
reposo teniendo una buena conciencia. Me animaba vivir mi últimos días el no
haber cometido una mala acción, ni entablado una afrenta sin vengarla, cuando
era joven. Mi valor, mi renombre no eran más que ruinas; mi honor estaba
incólume. Yo pensaba: «Todo está bien». Luego, en mi vejez, tenía una flor, una
flor tan fresca, tan pura y tan bonita, que por el mero hecho de tenerla lloraba
de placer. Quiero hablar de mi sobrina, más querida que una hija, de mi sobrina
Eglantina, cuya custodia me dejó mi hermana al morir. Cuando ella llegó a mi
lado, en la habitación donde yo meditaba, creí, incluso por la noche y en pleno
invierno, que el sol y los perfumes del prado entraban por alguna ventana
abierta; su voz era tan dulce que seria muy agradable pasearse por el bosque en
primavera si los pájaros cantasen tan deliciosamente como ella hablaba; y tanto
al verla, como al escucharla, ya no me sentía viejo de lo joven que era ella. De
modo que me encontraba feliz en mi melancólico habitáculo, a causa de Eglantina
que sonreía; y ella nunca se aburría, sentada a mi lado, con el mentón en su
mano, escuchándome contar como en una sola mañana, con la ayuda de Dios, di
muerte cerca de Figueres, a catorce idólatras que por pares me ofrecían combate,
y cómo en un festín hice volar hasta la pared, con una estocada, la cabeza de un
caballero que me había ofendido diciendo que yo estaba borracho. ¡Por desgracia!
mis alegrías no iban a durar mucho tiempo: ¡Próximo estaba el día en que
perdería a la vez la felicidad y el honor! «¿Qué te sucede, Eglantina?» le
pregunté una noche viendo que ella lloraba. Al principio no respondió, pero
continuaba llorando. Finalmente, entre sollozos, me confesó que un joven,
nuestro huésped hacía tres días, habiéndose encontrado con ella en el vergel, la
había tomado, transportado y arrojado sobre el brocal del pozo donde había
abusado de ella, mientras la niña gritaba y se resistía; luego él había huido
riendo mientras ella gemía. ¡Leales milicias del cielo! ¡tales son pues los
caballeros de este tiempo! Respetan tanto el pudor de las vírgenes y el honor de
las viejos como la hierba del camino a la que se puede pisotear, y cuando
regresan contentos de una aventura no es que hayan dado muerte a algún gigante o
algún malvado hechicero, sino es que han violado a una muchacha y mancillado la
casa de un padre o un abuelo. ¡Ah! si tuviese aún en mis venas la sangre de mi
juventud, Dios es testigo de que no perdería el tiempo implorándote, señor;
¡desafiaría a pie o a caballo al profanador de mi linaje y triunfaría sobre él!
Pero a causa de mi avanzada edad te confío mi causa, demasiado pesada para mi
debilidad. Ya conoces el crimen, ahora juzga.
El emperador preguntó:
–¿Cómo se llama el que te ultrajó?
–Floreston de Flandre.
Entonces un estremecimiento se produjo entre el grupo de pares y escuderos;
todos los ojos se volvieron hacia un joven de bellas facciones, que, confuso,
con la cabeza baja, trataba de esconderse detrás de sus compañeros. Algunos se
apartaron. ¡Gérard lo reconoció! e inclinado hacia adelante, con sus ojos
inyectados en sangre e iluminados como llamas, le señalaba con su puño cerrado,
con un terrible temblor.
Sin embargo el Emperador dijo:
–Gérard, tu honor será restablecido a su pureza primigenia. Florestan de Flandre,
aunque hijo de duque coronado, se casará queriéndolo yo con la damisela
Eglantina; no sin haberle hecho primero donación de todos sus bienes, llegado el
caso que muera antes que ella. Quién causó el daño debe repararlo.
Mientras tanto el culpable, bajando la cabeza, consentía al no poder hacer otra
cosa. El Emperador prosiguió, dirigiéndose al anciano:
–¿Estás de acuerdo, Gérard?
Gérard cerró los ojos y dejó caer sus puños, soñador. Luego, tras un largo
silencio dijo:
–Sea. Estoy de acuerdo.
III
Se celebraron
hermosos festejos en honor a las bodas de la damisela Eglantina y Florestan de
Flandre, corriendo todos los gastos por cuenta del Emperador, pues le gustaba
dar todo el esplendor posible a una ceremonia que realzaba su propia gloria;
celebrando este matrimonio, celebraba su justicia. En cuanto a la esposada,
estaba tan bonita con su hermoso vestido color de lis y nieve, tenía en las
mejillas un matiz sonrosado tan delicioso y bajaba los ojos tan llenos de
ternura, – no habiendo guardado tal vez un mal recuerdo del episodio en el
brocal del pozo, – que el esposo no podía impedir considerarla con placer, no
experimentando ningún contratiempo al haberse visto obligado a reparar su falta.
De modo que la dicha estaba presente por doquier en ese glorioso día de himeneo,
tanto en los corazones de los recién casados como en la música de la iglesia
decorada con flores y en los repiques de campanas que arrojaban hacia el cielo
el ruido de la alegría.
Tras la bendición nupcial, cuando el cortejo salía del lugar santo:
– Y bien, dulce Eglantina, – dijo el Emperador,– ya estáis bien provista y
vuestro honor está a salvo. ¿Estáis satisfecha?
Ella sonrío, enrojeciendo.
– Y tú también, viejo Maestro,– continuó hablando a Gérard le Béarnois – tienes
motivos para regocijarte; dado que tu sobrina ha obtenido el apellido, el título
y las riquezas de aquél que la ultrajó, creo que has recibido plena
satisfacción.
–¿Plena? no.
–¿Que te falta pues ahora?
–¡Esto! –masculló el viejo Gérard.
Y tomando su hacha, la hundió de un solo golpe en el cráneo de Florestan; trozos
de seso y sangre salpicaron el bonito vestido blanco de Eglantina, cayendo sobre
el suelo alfombrado de pétalos de rosa, mientras que en el aire todavía sonaba
el alegre repique de las campanas.
Traducción de
José M. Ramos
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