LA VIDA AMOROSA

 

JUSTOS REPROCHES

 

–¡Me muero! –suspiró Colette.

–¡Siempre exageras! – dijo Lila. Te he escuchado, en más de una tierna circunstancia, proferir esa frase no sin alguna apariencia de fallecimiento; y eso no te impedía mostrarte dos o tres minutos después, más viva que un saltamontes que ¡salta de brizna de hierba en brizna de hierba!

–Por desgracia, querida, esta vez no se trata de una muerte dulce, fecunda en amables resurrecciones. Te equivocas al concebir ideas tan frívolas. Voy a morir, me muero, ¡completamente! Y no me explico tu indiferencia anta la sinceridad de mi agonía. ¿Acaso no ves el desorden de mis ropas, y que no tengo polvo de arroz, no, mira, y que, en mi prisa en acudir a contarte mi desgracia, he puesto por despiste un sombrero del año pasado?

Ante semejante prueba de emoción, Lila no pudo impedir conmoverse también; realmente tenía que haberle acontecido una aventura terrible, como si un imprevisto buitre se abatiese sobre la pobre Colette para no esmerarse, hasta tal punto, en los cuidados a los que están obligadas, por la aceptación tácita de no importa qué beso pueda sobrevenir, las jóvenes muchachas decididas a divertir a la humanidad viril. Pero ¿cuál era esta aventura? ¿dicha o desgracia? ¿alegría o tristeza? ¿Colmar los ojos de lágrimas de delicia, o llantos de desolación?

–No intentes buscar,– murmuró Colette. – Por imaginativa que seas , –y lo eres en muchas ocasiones, jamás te he dicho lo contrario,– no conseguirás adivinar la enormidad de la confesión que debo hacerte. ¡Ah!, querida, en el momento de hablar, vacilo, desfallezco, tengo miedo. Ya escucho las imprecaciones que no dejarás de lanzarme a la cara. ¡Piedad! ¡Perdón! ¡Soy abominable!

–Pero, ¡por el amor de Dios! ¿Qué has hecho?

–¡Debes saber todo! Hace tres semanas que no me has visto…

–Así es.

–Sin duda, pensabas que…

–Que habías partido para el país donde en pleno invierno florecen las rosas bajo la sombra polvorienta de los olivos y donde se gastan luises a manos llenas.

–¡No! No había abandonada Paris, y, desde que no me ves, me he…

–¿Te has?...

–¿Qué pensarás de mí?

–¡Acaba! Tú te has…

–Me he… No, no me atreveré nunca.

–¡Habla! ¡es preciso!

–Pues bien, me he… es algo tan espantoso… me he…

–¿Hablarás finalmente?

–¡Me he… casado!

-¿Cómo?

–¡Casada!

–¡No!

–¡Si!

–¿Con un hombre?

–Sí.

–¡Oh!

 

***

Mas ruborizada que una amapola (pues todo sentimiento de pudor no había muerto en ella) Colette continuó:

–Es cierto, ¡me he casado! ¡Seriamente! ¡En una alcaldía! Un caballero muy serio, condecorado con una insignia tricolor, me ha preguntado si prometía obediencia y fidelidad a otro caballero que estaba allí, en chaleco; y no he respondido no; incliné la cabeza con un movimiento de consentimiento, que por otra parte resultaba completamente encantador y que te hubiera gustado, – el movimiento, no el consentimiento, – y hete aquí que, desde ayer estoy unida para siempre a un joven muy decente, vendedor de sedas en la calle del Sentier; he puesto esta mañana mi ramo de flores de azahar bajo un globo de vidrio, entre el reloj de péndulo y el candelabro. ¿Cómo han podido producirse tales acontecimientos en mi vida? ¿Por qué lenta pendiente de entregas que, en mi pensamiento, no me comprometían a nada, he rodado hasta el fondo de este legítimo abismo? Sería demasiado largo de explicar, y además, no estoy segura de saberlo. Pero el asunto está consumado, espantoso. ¡Oh!, querida, vengo desfalleciente de tristeza a despedirme de ti; ya es un hecho: ¡soy una burguesa!

–Vos habríais podido, señora, – dijo Lila, con tono muy digno, tras un sollozo reprimido, ahorraros y ahorrarme la amargura de esta suprema visita.

Y añadió, severamente:

–Adiós.

 

***

Sin embargo Colette, golpeada en el corazón por esta dura palabra, no se resignó a alejarse. Por culpable que se considerase, fuesen cuales fuesen los remordimientos por los que estaba desgarrada, no quería creer que mereciese semejante castigo. En cuanto a Lila, a quien tan tiernos lazos la habían unido tanto tiempo, ¿no tendría para su vieja amiga, – Lila, veintitrés años, Colette, veinticuatro, – una palabra de piedad, sino de perdón? Separarse de ese modo para siempre le parecía a la recién casada como una expiación realmente desproporcionada a la falta cometida, por grave que fuese esta; y ella exclamó, sollozante:

–¡Realmente eres demasiado cruel!

Pero Lila fue implacable.

–Me sorprende – dijo – que os atrevieseis aún a imponerme la pena de vuestra presencia. Vuestra conciencia está muda, y ¿deberé explicaros, al detalle, el crimen con el que os habéis deshonrado? Vos y yo éramos en verdad las últimas locuelas de un mundo práctico y duro. Nada de lo que es útil, conveniente, decente, nos interesaba; nos tronchábamos de risa en las narices de todas las virtudes, es decir de todas las hipocresías. Con nuestros ojos de inmediato iluminados y nuestros labios pronto ofrecidos, con nuestros senos que salían de los corsés a cada respiración, – estábamos a menudo sofocadas  por varias razones, – nos divertíamos con un poco de extravagancia de la banalidad de las cenas donde una no se embriaga demasiado; nuestros prontos amores y nuestros prontos olvidos daban el mal ejemplo, tan adorable, de los besos que no tardan; y, gracias a un poeta que había querido hacerse historiógrafo, verídico, de nuestra frivolidad, podíamos esperar que nuestros nombres, unidos como dos bocas que se besan, viviesen tres o cuatro semanas en la memoria agradecida de los hombres. ¡Lila y Colette! Eso sonaba, entre el tedio somnoliento de la vida, como un breve despertar. ¡Éramos encantadoras y famosas! Fue gracias a nuestra iniciativa como los pantalones, incluso de batista transparente, habían dejado de deshonrar el rubor níveo de los abandonos supremos; habíamos inventado, por casualidad, en julio, almuerzos sobre la hierba, cuando el viento juega con las faldas, el corto calcetín de seda negra, que deja ver de inmediato lo que importa dar a ver; y, finalmente, triunfadoras, un día tuvimos el honor de demostrar la culpable inutilidad de las medias de color que se obstinaban en conservar aún, durante el minuto supremo, las jóvenes mujeres irreprochables. ¡Sí, éramos exquisitas! Sí, nos habíamos aceptado y llenábamos con todo el celo posible la función de ser la risa, el encanto, la locura y la inconstancia dispersa; éramos, en un deslumbramiento de fantasías, las últimas bohemias del amor. Pero hete aquí que, tú, tú Colette, tú (antes más loca incluso que yo), repudias de pronto los deberes que te impone una dulce providencia. ¡Te casas! ¡Te casas! Reservas tus labios para una sola boca, tus labios acostumbrados y destinados a tantos y diversos besos. Conceder la felicidad a un solo hombre, eso es el provenir que tú has elegido. Mi asombro iguala mi cólera. Te pareces a una golondrina que, llena de vida y volando, se hiciese disecar sin que nada la obligase a ello. Tu corazón no quiere tener alas. ¡Ve, ve, continua, acaba! Vive en la calle del Sentier, en el segundo piso (las tiendas están debajo), se virtuosa (¡Oh! ¡es horrible!) dedícate a la correspondencia del negocio, lleva manguitos de lustrina, estudia el libro de tu cocinera, ya no vayas más al teatro excepto los domingos, a las butacas del gallinero (¿entiendes? No al palco!) Merece la estima de tus vecinos, y la de tus criados, que tu ama de llaves, si tienes una, diga de ti, injuria suprema, «¡Oh! no hay que reprochar nada a la Señora!» y, finalmente, que se te pueda ver en el parque de Monceau, con tres pequeñas hijas, – ¡pues tendrás hijos! – ¡emperifolladas como muñecas de provincias, y que se parecerán a tu marido! Pero, cuando todos esos desastres se produzcan, cuando la justa expiación caiga sobre ti, no vengas arrepentida a lamentarte ante aquella que habrá preservado noblemente en la buena vía; no escucharé tus lamentos, y diré, dándote la espalda: «¿Qué hace aquí esta mujer que compra sus sombreros en el paso del Salmón?[1]»

Colette se precipitó a los pies de su amiga.

–¡No me tortures de ese modo!

–Mereces todos los ultrajes.

–¡Ten clemencia!

–Nunca.

–Tengo un marido, es cierto…

–¡Aún te atreves a repetirlo!

–Pero, escucha, ¡te  juro que no tengo la intención de serle fiel!

–¡No importa! ¡Débil excusa!

–Ya he elegido, entre sus amigos, dos o tres jóvenes con los que próximamente procederé a cumplir mis nuevos deberes.

–¡Tratas en vano de enternecerme! Las circunstancias atenuantes no sirven para un juez como yo. Lo que es evidente, es que has entrado en la vida regular, y no sé por qué razón te retrasas en este saloncito que nos fue común, en este saloncito donde la vista de todos los muebles, diván, sofás, incluso los pufs (¡pues tú eras rápida!) debe exasperar la amargura de tus remordimientos!

 

***

Colette no encontraba nada que responder. La cabeza baja, más humillada que una enamorada de melodrama maldita en el cuarto acto por un noble anciano bretón, ella se echaba las manos a la frente. Sentía que su falta era irremisible, que  jamás recobraría la estima de su amiga.

Iba a salir cuando, de repente, dando saltitos y palmas, exclamó:

–No, no, no he entrado en la vida regular, ¡no soy una burguesa!

–¿Qué quieres decir? – preguntó Lila.

–Al contrario, soy digna del desprecio de todas las personas decentes.

–¡Tú te vanaglorias!

–¡Ni mucho menos! Recuerda, antaño… en Rouen, cuando yo era jovencita, dieciséis años, …¡se me casó!

–¿Y bien?

–¿Y bien! Comprendes; mi marido no está muerto, mi primer marido, (condenación, no pensaba ya en él), de modo que soy… bígama! ¡Ah! Ya está, espero que esto no sea regular del todo!

–¡Colette!–exclamó Lila.

Y saltó apasionadamente, con lágrimas de placer, al cuello de su amiga; pues no hay alegría comparable a la de encontrar inocente a una persona que os es querida y se la acusa injustamente.

 

Publicado en Gil Blas 14 de diciembre de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

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[1] El paso del Salmón era un lugar en el que se encontraba una sala de baile, llamada la Atenas Central, donde todo Paris se daba cita. En 1833 fue transformado en el teatro Molière. Luego se convirtió en un café concert. El edificio fue demolido en 1899. (Nota del T.)