MONSTRUOS PARISINOS

 

LÉOCADIE TRIPIER

 

Un salón grande y decorado con mal gusto, blanco y dorados por todas partes, dónde las veinte bujías de una lámpara se multiplican al reflejarse en unos colgantes de cristal; los sillones están forrados con un estampado de palmas y medallones; entre las dos ventanas hay un baúl, lógicamente fabricado en el barrio Saint-Antoine, con una tapa de mármol gris.

Con los labios lánguidos y los ojos siempre húmedos con una lágrima que es como una gota de marfil fundido, el bueno del Sr. Repluma, antaño crupier en Nauheim, triste, en traje negro, merodea alrededor de una mesa verde, espaciando a intervalos iguales las sillas, alineando sobre el tapete los naipes todavía empaquetados. Allí, bajo sus intactas cubiertas, donde se puede ver el logotipo de la compañía de tabacos, duermen las futuras fortunas, las desesperaciones, las alegrías, y tal vez la caída, sobre una mesa, de un cadáver con la frente atravesada por una bala

En ocasiones, de una habitación contigua, provienen unos ruidos de tenedores que entrechocan, risas y frufrus de telas – un tumulto alegre que bebe champán, pellizca brazos desnudos, cuenta cien historias – y de repente se escuchan estas palabras emitidas por una voz aguda: «¿Jeanne-Rose? No tiene más pecho que el que cabe en mi mano; lo sé bien, puesto que ambas tenemos el mismo peluquero».

Se encuentran ustedes en Bougival, en el domicilio de la señora Léocadie Tripier.

 

***

 

La señora Léocadie Tripier no puede ver una de esas básculas que funcionan con una moneda de dos centavos que se introduce en una rendija de hucha. Antes debe asegurarse de que ha adelgazado. Pesa más de cien kilos. Afirma que a finales del reinado de Luis-Felipe, era una verdadera sílfide. Treinta y cinco centímetros de cintura, ni una línea de más; una liga habría podido servirle de cinturón. Esa época ya pasó. Por un extraño efecto de la ley de selección, la sílfide se ha convertido en elefante; ahora dos cinturones no le servirían de liga. Una masa obesa y siempre sudorosa, tal es la señora Tripier. Cara blanquecina y gruesa, con unas mejillas pesadas y un mentón de viejo militar, donde encanece el pelo. Resopla incesantemente, y, cuando se sienta en un muy largo sillón diciendo: «¡Uf! Ya no me puedo encontrar», fuera de los brazos del sillón,  se produce un desbordamiento de gruesas redondeces flácidas que desciende y cuelga.

Moralmente es algo similar a un monstruo.

En el regimiento de la prostitución, donde las viejas ven con placer enrolarse a las jóvenes, la señora Léocadie Tripier es el sargento reclutador.

Lo que tiene de espantoso es su inconsciencia en la ignominia. Para algunas viejas alcahuetas, que antaño fueron unas muchachitas seducidas o vendidas, el daño que hacen es tal vez una revancha tardía del daño que en su día se les hizo. A la satisfacción del rencor se añade el sucio gozo del lucro. Pero la Sra. Léocadie Tripier no tiene en absoluto tanta malicia. Es una buena mujer. Ella no quiere hacer mal a nadie, no arrancaría las alas ni a una mosca, le da dos centavos a los organilleros, alimento con huesos de pichones a tres perros, y cuatro gatos vienen a sacar sus lenguas rosadas en su plato cuando ella come esos quesos a la crema, en forma de corazón, a la que es tan aficionada. Realmente, una excelente criatura, llorando todas las lágrimas de su cuerpo por los infortunios de una heroína de melodrama, y, cuando lee en un periódico la historia de alguien que ha agredido a un niño, no puede comprender que haya personas «así.»  Pero venderse, a no importa a quién, entregarse en los momentos de elegir, ser en definitiva una puta, eso siempre le ha parecido algo natural, normal, basado en las costumbres; un hábito que no se discute. ¿Hay mujeres decentes? Es posible. Sí, tal vez, – ella no dice ni sí ni no, – en otros barrios, donde se es muy rico. Y además, para estar segura de las cosas debería estar oculta bajo la cama. En el fondo está convencida de que la virtud es una cuestión de dinero; que hay mujeres más o menos deseadas, como hay categorías de carnes a las que hay que «poner precio», eso es todo. Y, tras un tercer vaso de curaçao[1] Fockink, dice: «Fíjense, había un princesa, no sé dónde, – la historia no es mi fuerte– a la que se le ofrecieron caballos, coches, diamantes, en definitiva el oro y el moro, y ella respondió: ¡Ah! señora, ¡vos me daréis tanto!» Por lo que a ella respecta, nació en la infamia, y vivió, e hizo vivir a las demás apaciblemente, con la conciencia de una especie de honorabilidad, con una especie de innoble candor. Lamenta sinceramente no tener una hija, porque le daría buenos consejos.

A la hora en la que en los barrios de trabajadores de repente se abren las puertas y salen las muchachas en vestidos de orleans negro, se la ve, pesada, resoplando y sudorosa, merodear por las aceras, observando, estudiando, evaluando esas «juventudes». Una cinta alrededor del cuello es un indicio de que no rechazará ni un collar Esos cabellos negros, tal vez demasiada espesos y grasientos, serán muy agradable cuando sean pelirrojos. Se disimulan los pequeños lunares que tiene  sobre la piel con lociones de leche antefélica. Esa blusa la hace muy plana, pero ¡bah! Se engorda al cabo de algún tiempo, las harinas y el arsénico dan pecho. Además, ella piensa: «Lo que hago, no es por amor hacia mí, es por el bien de esas pobres pequeñas para que no caigan en las manos de algún obrero brutal, que regrese borracho, haga hijos, golpee a la madre y a los pequeños» Pegar a una mujer, pegar a unos chiquillos, ¡qué indignidad! De ese modo es inmunda con intenciones caritativas; e incluso se comentan de ella rasgos de desinterés. «Bien, bien, querida, guárdate todo esta vez, estás comenzando, tienes necesidad de vestirte; ya me devolverás eso más tarde.» De modo que no es rica. Durante los inviernos, su menú del día le reporta algún dinero, y, en el verano, saca provecho de una casa familiar que tiene en Bougival, y donde gentes de bien – le horrorizan los remeros – vienen a «echar una partida» el sábado, en el salón del primer piso. Pero – y esto es cierto – los luises en su bolsillo hacen como el vino en un embudo cuando no se pone la botella debajo. Luego, las putas son eficaces prestatarias, incluso las que están sin blanca; la señora Léocadie se deja engatusar, y le complace mucho cuando le dicen: «Dinos, Tripier, cuéntanos la vez en la que estabas en el jardín de las Tullerías. dónde el rey Luis Felipe te ofreció su paraguas porque comenzaba a llover.» No lo puede resistir y responde: «Dejadme en paz», pero vacía su portamonedas. Sus clientas más encopetadas son las que la arruinan más fácilmente. Tiene mucho respeto por el éxito, y daría su camisa, sí, su camisa, a cualquier mujer que tuviese coche. Por otra parte, tiene sus favoritas entre los más jóvenes, entre las que ha visto nacer, como suele decir. Es cierto que presta a usura, estipulando intereses leoninos. «He aquí dos luises, el lunes que viene me devolverás cinco; si no, unas bofetadas. ¡Pero jamás, ni una de sus clientas le ha entregado un céntimo! Ella se enfada, vocifera, suda todavía más: «¡Se me explota! ¡Ah! Ya no prestaré más, una no puede encajar estos golpes, ¡se acabó! » Al día siguiente vuelve a comenzar. Una vez, Anatoline Meyer había partido para Monte Carlo tras haberle llevado prestados un reloj, dos brazaletes y doce cubiertos de plata; la Sra. Léocadie se limitó a proferir gritos, a sollozar y a decir: «¡Oh! nunca lo hubiese creído de ella; no, no lo hubiese creido! Una niña, tan jovencita, tan mona, que me quería tanto, una pequeña a quién le hubiese dado sin condiciones buenos viejos con fortuna!» ¿Qué quiere usted? Es una «tonta», no puede cambiar.

Debido a este modo de llevar sus negocios, debe al tendero, al carnicero, al perfumista, debería al mismísimo diablo si el diablo vendiese algo, recibe todos los días unos fajos de papeles sellados, y, a base de ir por la mañana, una hora antes de la venta, a casa de los alguaciles, ha acabado por tutear a cinco o seis.

De ahí sus tristezas, sus gruñidos en los rincones, los «dejadme tranquila todo el mundo», y, alguna vez, – se asegura que muy a menudo, – sumirse  en la embriaguez.

Madame Léocadie Tripeir llama a hacer eso los «llenar el buche en el consuelo»

La cosa comienza por la degustación de tres o cuatro vasos de curaçao; pero el curaçao contiene azúcar. Cuando se tiene estomago es mejor algo más seco, más fino, por ejemplo el coñac no le disgusta del todo. Una media botella de aguardiente, eso pasa como una carta en el correo, y, si se pusiese una vela encendida bajo la nariz, con la boca abierta de la Señora Léocadie, ardería como un tazón de ponche. Pero el coñac también le parece un poco insulso. Habladme del chartreuse, el más fuerte naturalmente; este licor, es como fuego que fuese verde; y es tanto o más fuego que la Tripier añade a veces, – eso se cuenta aunque ella lo niega – algunas gotas de vitriolo para darle gusto. Luego se tumba en algún rincón, grueso montón enorme, totalmente inerte, consolada.

Otra compensación a sus miserias es un nombre que se le da y del que ella está muy orgullosa, hasta el punto mojársele los ojos cuando se le llama así. Siempre aconsejando a sus amiguitas, siempre mimándolas, haciendo las gestiones que hay que hacer, diciendo: «Yo hablaré con ese caballero y ya se verá», ha merecido ser llamanda «La Mamá». Y al ser considerable el número de sus hijas, la señora Léocadie Tripier es en efecto como la madre Jengibre[2] de la prostitución parisina.

El bueno del Sr. Repluma, antiguo crupier lacrimógeno, en traje negro, acaba de espaciar las sillas, de alinear las cartas sobre el cuero del tapete, cuando, por una gran puerta abierta de dos batientes, el tumulto y las risas de la cena hacen irrupción en el salón blanco y oro.

Todo un claro guirigay – tules, gasas, fulares y muselinas donde son visibles cálidas blancuras de pieles – se deslizan entre los oscuros trajes de los hombres, situándose alrededor de la mesa, se miran en los espejos, se acuestan sobre los divanes, se sientan sobre las rodillas. Gestos de mofa, canciones picantes, palabras obscenas que divierten. Los cabellos despeinados bajo los sombreros mariposean sobre los ojos; bocas rosas con un buen olor a flores frescas y vino, ríen hacia unos bigotes. Sobre estas alegrías y estas locuras, en esta dispersión de colores, se multiplica, destella, blanca y dorada, la luz de las lámparas y apliques, y la Señorita Raymonde, una divertida mujercita, exclama: «¡Que curioso! ¡Cuando se está ebria, todo parece estar iluminado de champan!»

Las que están allí, son las hijas de la Mamá; aventureras del amor, mercaderes de besos, habituadas al Hipódromos o al Circo de los Campos Elíseos, ínfimas actrices para quienes las tablas de la escena no son más que una especie de pasarela más alta, – morenas, rubias, pelirrojas, unas jóvenes, la mayoría maduras, todas bonitas, incluso las feas, puesto que es su estado.

–¡Caramba!– dijo esa regordeta de Martínez,– debo sacarme el corsé; en verano las trufas me engordan más. Pero hete aquí, que una se deja ir. Me he equivocado al repetir.

–No del todo, – dijo Raymonde. –las trufas atraen a los hombres.

Los hombres a los que todo eso atrae son bastante numerosos en casa de La Mamá; muy jóvenes, o muy viejos; los que desean demasiado y los que quisieran desear todavía más. Aquí y allá personajes serios permanecen de pie, charlan en los rincones con los más bonitas chicas, y las más delgadas; las eligen de ese modo por distinción. Pues la casa de la Tripier está muy bien considerada; ella inspira confianza; incluso se puede acudir cuando se tiene un apellido estimado, un estado honorable en sociedad, porque es respetada la incógnita. Es una especie de reservado público con pretensiones de salón.

Sin embargo, en medio de todas sus hijas y de todos sus yernos, la Mamá, – en traje de terciopelo granate, cortado linealmente y donde su vieja y enorme garganta se parece a una papada. – la Mamá, sofocada por el champán y los chupitos, triunfa, colosal y sonriente.

Luego, dice:

–Todo esto son tonterías. Se ha bebido, se ha comido. La pequeña Vivonne, que esta borracha como una cuba, me ha roto una lámpara de porcelana que me ha costado treinta y dos francos. Tengo muchos gastos, me arruinan. Besuquearse en los rincones, pellizcar las carnes blandas de las damas, es muy bonito, no digo que no; pero a mí no ya no se me hacen cosquillas; y las diversiones de los demás no van a recomponer mi lámparas. Soy una mujer buena, pero os los digo, hay que echar una partida de bacará. Me siento en racha; además están los ingresos extras: el precio de las cartas y los luises del bote. ¿Por qué no decir la verdad? Hay que vivir, no se sabe lo caro que está todo. No tengo la edad que tenía hace treinta años. Vosotros, mis pequeños, tenéis veinte años y tenéis rentas, sin pensar que ese capital es el único cuyos intereses disminuyen a medida que aumenta el mismo. Pero yo, yo soy una vieja. Es el momento de echar una partida de bacará, si no os cierro a todos la puerta y me voy a acostar.

Durante este discurso, se produce un gran movimiento de vestidos que rozan las sillas; guantes dejados sobre la mesa como manos húmedas que se afanan, y la Mamá, rompiendo la cubierta de los juegos de naipes, grita: «¿Para quién es la banca?»

En ese momento golpean vigorosamente la puerta de la calle.

–Repluma, – dice la Tripier, –ve a ver quién es. Sobre todo, gato mío, no dejes entrar a nadie que no conozcas.

Se acaban de colocar alrededor del tapete; y ya Raymonde, una alegre rabiosa, tiende la mano  hacia las cartas.

–¿Qué es lo que pones? – pregunta Elysée Percetnet.

–¿Qué apuesto? ¡Todo lo que tengo! – dice Raymonde, gorda, apartando impúdicamente los encajes de su blusa.

–¡Ten! – dice Percetnet.

Sin embargo la partida va a comenzar en serio; los ojos de las muchachas se iluminan a la vista de las monedas de oro que salen de los bolsillos de los chalecos… el bueno de Repluma regresa de repente, pálido, furtivo, con aire de perro apaleado que busca su caseta, y gime piadosamente: «¡Ah! queridos, queridos ¡La policía!»

 

 

CATULLE MENDES

 

Publicado en Gil Blas 4 enero 1887

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, setiembre 2013-09-04

En exclusividad para http://www.iesxunqueira1.com/mendes


 

[1] El Curaçao es un licor elaborado por maceración en alcohol de las cortezas amargas de una variedad de naranja llamada Citrus curassaviensis, originaria de la isla de Curacao, en el Caribe. (Nota del T.).

[2] Personaje del cuento-ballet de Tchaikovski , El Cascanueces