LABIOS VIEJOS Y JOVEN BESO
Tan viejo, tan
triste y cubierto apenas de sórdido harapos, un pobre mendigaba sentado al borde
de un gran camino.
Alguien pasó, alguien que era muy rico, y al que seguían criados elegantemente
vestidos.
–¡Una limosna! ¡una limosna, por favor! Antaño yo tenía cofres llenos de monedas
y pedrerías. Ahora ni siquiera tengo un centavo en mi escudilla. ¡Dadme una
limosna!
El rico transeúnte, conmovido, dio una moneda de oro a ese pobre hombre.
–¡Gracias, rico señor! Gracias a esta moneda de oro, pensaré en las opulencias
de antaño, y me devolvéis la ilusión de las riquezas desaparecidas.
Un soldado de bonito uniforme pasó por el camino; lo seguía una escolta tocando
heroicas trompetas; y en su mano derecha llevaba unas ramas de laurel que hacía
oscilar gloriosamente en el aire.
–¡Una limosna! ¡una limosna, por favor! Antaño fui un orgulloso vencedor rodeado
de un tumulto de aclamaciones, y la magia de los triunfos agitaba estandartes
sobre mi frente.
El glorioso transeúnte, conmovido, dio una hoja de laurel al pobre hombre.
–¡Gracias, ilustre señor! Gracias a esta hoja de laurel, soñaré con las
victorias de antaño, y me devolvéis la ilusión de batallas olvidadas.
Pasó una enamorada de dieciséis años, muy bonita, con su enamorado. El mendigo
dijo negando con la cabeza.
–Antaño era amado por bellas mujeres, ¡rubias como vos los sois, querida! y sus
labios eran tan frescos como los vuestros. Ahora, viejo y feo, ya no conozco el
perfume del beso que se posa como una mariposa en una flor.
Pero no pidió limosna.
La enamorada que pasaba se conmovió.
–Con permiso de mi amigo, – dijo al mendigo – pondré en vuestra triste boca la
limosna de un joven beso.
Y el enamorado, con misericordia, dijo:
–Yo lo permito.
Pero el mendigo respondió:
– ¡No! ¡no! ¡No quiero nada de tus labios, niña que pasas! Una moneda de oro, o
una hoja de laurel pueden hacer renacer en mí la ilusión de las opulencias o las
victorias. Pero un joven beso sobre viejos labios no devuelven el amor. Los
corazones apagados son de los muertos que no resucitan. ¡Marchad, marchad
aprisa, niños enamorados! ¡Qué no escuche vuestras tiernas voces y vuestras
risas! pues nada es más cruel para un difunto dormido bajo el césped marchito,
que el arrullo de dos palomas en el ciprés de su sepultura.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |