LAGRIMAS CLARAS, LAGRIMAS ROJAS
 

¿Quién quiere rubís, piedras finas, gemmas o esmeraldas para hacerse collares y pendientes,? Yo sé donde se pueden encontrar en abundancia. ¿Quien quiere diamantes tan luminosos como el Bragance, el Orlow, el Sancy y el Mar de Gloria para hacer destacar su peinado? Yo sé donde hay a cientos más que en todas las minas de Brasil. ¡Vamos, venid, seguidme hermosas! Sin estar obligadas a dar a cambio el coral de vuestros labios, los zafiros de vuestros ojos, sin pedir crédito a los joyeros avaros, resplandeceréis con tantas pedrerías como lucen las emperatrices y las reinas los días de su coronación. Y no será necesario ir muy lejos de aquí. Es en un bosque parisino, muy cerca de una estación, a cien pasos del Sena, en un bosque de acacias y de álamos, donde se divierten los domingos las dependientas de las tiendas, donde los sombreros encintados se cuelgan de las ramas, parecidos a grandes flores, es en un bosque acogedor, hermano del de Meudon, de Cernay, de Clamart donde, de las grietas de una pálida roca, larga, esbelta y tumbada, parecida a una mujer dormida, ¡gotean incesantemente, como lágrimas claras, como lágrimas rojas, tantos diamantes y tantos rubís! Sonreís, dudáis. ¿Cuál es el medio para creer que una roca de los bosques lloras piedras preciosas? Seguidme. Veréis con vuestros propios ojos el deslumbrante milagro; y si queréis, curiosas como sois, saber la causa y la historia, bastará interrogar a una pequeña curruca de cabeza gris que revolotea por allí durante todo el día bajo una techumbre de hiedras y lianas.

La pasada mañana, asombrado por la aparición de los rubís y los diamantes, el ave me dijo:
– Estoy muy despistada y todavía soy muy joven; esta primavera he hecho mi primer nido. Eso no me impide saber muchas cosas. Es costumbre en las currucas, los ruiseñores y los herrerillos, que los padres enseñen a sus pequeños todo lo que aprenden a su vez de sus padres y sus madres; de modo que con las plumas apenas desarrolladas yo no ignoraba nada de lo que ocurrió en el bosque desde el día en el que el más viejo de estos árboles tuvo su primera hoja verde. Escucha pues, y si conoces el lenguaje de los pájaros, sabrás por qué esta roca blanca, que se parece al sueño de una joven mujer, llora, gota a gota, piedras preciosas.
Como es suficiente haber compuesto algunos versos, malos o buenos, para captar el sentido de los trinos, yo comprendí todo lo que gorjeó la curruca sin haber mojado, ni mis dedos ni mis labios en la sangre del Dragón como hizo Sigfrido

En un tiempo muy remoto, no existían grandes ciudades cerca de los bosques y los ríos; las proximidad del tumulto humano no obligaba a exiliarse a los genios y a las hadas que se complacían en merodear por la espesura y los claros. Cada árbol tenía su inquilino o inquilina, todo geniecillo o geniecilla mostraba su pequeña cabeza coronada de oro, aquí, entre las briznas de hierba, allá, bajo un levantamiento de corteza; no se podía pasear por las mañanas sin hacer levantar el vuelo, entre las brumas nacientes, de algo ligero que era la falda o la bufanda de una Dama blanca, ni pasar, por la noche, por el lindero de un bosque, sin ver grupos de bailarinas descalzas, que giraban bajo sus cabelleras como bajo una carpa de oro en los brézales iluminados por las luciérnagas. Y en esa época, esas amables criaturas eran muy buenas con los hombres porque todavía no tenían ninguna queja de ellos; rendían a las personas mil pequeños servicios, dirigiendo por el buen camino a los viajeros extraviados, advirtiendo a los pastores de la presencia del lobo emboscado, diciendo a los niños que regresasen a sus casas antes del anochecer, cuando sabían que el Ogro había partido de caza. Algunas veces también utilizaban su poder para consolar de los infortunios, para reparar las injusticias; cumplían los deseos de los pobres diablos que de repente se volvían ricos y poderosos señores en sus chozas convertidas en palacios, y conducían a los mendigos de los caminos a cuevas muy oscuras donde se hallaban tesoros ocultos. Los enamorados, sobre todo, tenían mucho que agradecerles; no tenían más que implorar para obtener, de un modo u otro, el fin de sus tormentos; gracias a ellas, unos padres avaros o crueles se sentían conmovidos de piedad, daban su consentimiento a tiernos himeneos; cuando un joven sufría a causa del rigor de alguna chiquilla que no quería amar, «dale esta flor a tu recalcitrante amiga.» decían las buenas hadas; era la flor que hace amar; y si, a pesar de ese regalo, la niña permanecía implacable, «toma esta otra flor, respírala tú mismo, sólo tú,» decían las hadas; era la flor que hace morir. En fin, no sabían que hacer para que todos estuviesen satisfechos de ellas, no pidiendo nada a cambio, tan sólo que se las dejase corretear por las praderas entre el follaje desde el alba y bailar al claro de luna.
Ahora bien, en cierta ocasión ocurrió que la hija de un cazador, llamada Guillermina, llegó anegada en lágrimas al claro, y se acostó, fatigada de dolor, entre las rocas, bajo una techumbre de hiedras y lianas. Tenía motivos para desesperarse; habría que buscar durante mucho tiempo antes de encontrar a alguien tan apesadumbrada como ella. Era tan bonita que los arroyos y los lagos experimentaban tanto placer sirviéndoles de espejo como al reflejar el vuelo de las palomas o la claridad de las estrellas; cuando atravesaba una pradera en primavera, las flores se enojaban, no sin motivo, pues todas las abejas y todas las mariposas volaban hacia ella; pero aunque complacía al agua de los lagos y las fuentes, si bien las rosas eran abandonadas por su culpa, ella no había conseguido hacerse amar por un joven muchacho al que amaba más que a todo en el mundo. Él la rehuía, no queriendo verla ni escucharla; ayer aún, la había rechazado con duras palabras y había partido para no regresar. Ahora ella lloraba en el claro llamando a las buenas hadas en su auxilio. «¡Pobre pequeña!, le dijo Holda que salió de entre unas glicinas, tu pena me afecta tanto ... Sin embargo ni yo ni mis hermanas conseguiremos mitigar tu angustia, pues aquél al que quieres tiene un corazón tan duro que ninguna magia podría enternecer. – ¡Ya lo sé!, suspiró Guillermina; pero si vuestro poder, buenas hadas, no puede sensibilizar a mi implacable amado, ¿no podríais hacerme insensible a mi?» No quiero soportar por más tiempo este tormento que me desgarra el alma; es mi único deseo convertirme en algo inanimado, inmóvil, eternamente frío, como una de las piedras que están allí, – Si tal es tu deseo, Guillermina, ¡que así sea!, dijo el hada; y, de repente, la pobre muchacha fue en la hierba una roca pálida, larga y esbelta, tumbada, teniendo el aspecto de una mujer dormida. Pera tal era su dolor, su inextinguible dolor, que, convertidos en mármol, sus ojos no pudieron dejar de llorar ni su corazón de sangrar; es por ello que de las grietas de la roca, incesantemente gotean lágrimas claras y lágrimas rojas que petrificadas son tantos diamantes y tantos rubís.

–Y ahora – gorjeó la curruca cuando acabó de contar esta historia – arrodíllate, abre las manos, recoge tantas piedras preciosas como puedas llevar para engalanar a la que tú adoras. Quizás te sonría; a ella le gusta todo lo que la hace más bonita, más deseable, aquello que más pueda hacerte sufrir. Pero no se te ocurra contarle la historia de Guillermina. Si ella te pregunta dile que para ofrecerle un presente digno de ella has asesinado y robado a un maharajá recientemente llegado de Singapur que tenía todas sus joyas en un cofrecillo de piedra lunar, o que has desvalijado, por la noche, con algunos cómplices, las tiendas de ocho o diez joyeros; ¡ella te creerá! encontrando muy natural que se mate y se robe por ella. Pero – añadió la curruca, que sin duda era también alguna hada muy sabia que se había vuelto malvada, – no le digas que una mujer ha llorado de amor, que una mujer, por amor, ha sentido sangrar su corazón; pues no lo quisiera creer, y no dejaría de reírse con esa risa, ya sabes, ¡esa risa tan bonita que te desespera!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes