LESBIA
I
Aquel día,
cuando la hija del senador Metellus Celer, llamada por unos Clodia y por otros
Lesbia, se mostró en la Vía Sacra en su litera abierta transportada por cuatro
negros, se produjo un clamor de admiración. Desde el Anfiteatro hasta el
Coliseo, se oyó como un chisporrotear de paja que un fuego prende. Los que la
miraban de cerca levantaban los brazos con exclamaciones de placer; los que se
encontraban demasiado lejos para poder verla, no manifestaban menos goce,
convencidos, por el entusiasmo de los demás, que allí ocurría algo por lo que
regocijarse. Se produjo en la muchedumbre una paralización de las actividades
comenzadas, un olvido de los intereses personales. Unos caballeros, de cierta
edad ya, como se podía deducir de sus afeitados mentones, dejaron de hacer
señales a los dulces efebos que merodeaban, con sus cabellos rizados y
perfumados y lunares junto a los ojos y la boca, arremangando su toga; esos
mismos adolescentes dejaron, durante un instante, de mantener levantado por
encima de su mano recogida en bola, el dedo índice, denominado también el dedo
infame. Los escribas, que profundizaban con el punzón en la cera de sus
tablillas, no acabaron de escribir las órdenes que les daban en voz baja ricos
extranjeros, o los nombres de las jóvenes meretrices recientemente llegadas a
Roma que les señalaban antiguas esclavas; se veían detenerse a los fuertes
gladiadores que pasaban de dos en dos con las piernas y los brazos desnudos, con
el puño en la cadera y la boca abierta en una risa satisfecha. Pero la emoción
fue grande sobre todo entre las Famosas y las Preciosas; aquellas que dejaban
arrastrar sobre el enlosado sus vestidos y mantenían por encima de sus frentes
unas sombrillas de seda púrpura con franjas de oro, aquellas que, de pie, en
carros tirados por mulas de España, alzaban sus jóvenes cabezas orgullosas dónde
los cabellos claros se entremezclaban con esmeraldas y aquellas también,
sentadas sobre la espalda de un esclavo abisinio, que hacían malabarismos con
bolas de ámbar o de marfil para alisarse o refrescarse las manos, olvidaron que
era la hora de invitar a los transeúntes a los placeres vespertinos mediante la
amplia lascivia de la mirada, por mudos movimientos de labios prometedores de
todos los besos, o por la unión, en un estrecho círculo que parecía dar una
aceptación, entre el pulgar y el índice. Incluso la curiosidad hacía salir muy
aprisa de los bosques contiguos al Coliseo a esas despreciables prostitutas que
están inscritas en el registro del edil; acudían para admirar a Lesbia, con los
cabellos despeinados, a medio vestir, seguidas por hombres con la toga mal
abrochada, que tenían el penoso aspecto de alguien a quién su amante acaba de
decir: «¡Levántate! ¡oigo los pasos de mi marido!» Las propias matronas, aunque
fingiesen muy a menudo desdeñar a las Preciosas cuando se paseaban por la Via
Sacra, no pudieron impedir girar la cabeza hacia la litera de Cloida; y la vieja
Origo, descendiente de austeros antepasados, la que un día a punto estuvo de ser
lapidada por una multitud porque se la había sorprendido en adulterio en el
templo de Venus, entre Valerius, tribuno del pueblo, y Lysiscon, aldeano de
Sicilia, se distrajo hasta el punto de que no terminó la negociación comenzada,
– doscientos sestercios por una noche,– con un robusto esclavo galo con el que
las más exigentes habrían quedado satisfechas.
Ahora bien, ese gran entusiasmo era perfectamente legítimo, pues Lesbia, a la
que no se había visto desde hacia varios meses, pasaba con justicia por ser la
más bella cortesana de Roma; aunque no sea decente dar a las diosas los rasgos
de una mortal, sobre todo de una mujer impúdica, muchos escultores y otros
tantos pintores habían dado su figura a muchas Venus o Uranias.
A medio vestir con telas ligeras que parecían una nube tejida con sol, cargada
de orfebrerías semejantes a las pesadas flores de una graciosa rama, su joven
cuerpo resplandecía como la nieve, aquí y allá sonrosado, y el deseo de todos
las miradas besaba sus esbeltas piernas con redondas rodillas, una de las cuales
pendía en los flecos que caían de la litera, un destello rosado de la uña del
dedo pulgar, sus senos de virgen, firmes y menudos, en cuyas puntas se engarzaba
una anilla, sus brazos levantados, con las axilas bien depiladas, que eran como
las asas de una urna de alabastro, y, en los cojines bordados de perlas, de
donde emanaba un perfume de mirra, su pequeño rostro claro, con los labios un
poco gruesos, siempre riendo, con los ojos oscuros, languidecientes bajo unas
pestañas demasiado largas, y sus cabellos dispuestos en trenzas leonadas
iluminadas de rubíes, que la asemejaban a una chiquilla que se hubiese puesto un
casco de oro y piedras preciosas. Inmóvil en su lenta pose, sonriente, con
donaire y delicia, disfrutaba oyendo los murmullos de admiración de la
muchedumbre a su alrededor, sintiendo sobre su piel la codicia de las miradas
que la cubrían con un vestido de caricias, y, enorgulleciéndose en ese triunfo,
henchida de su gloria, se embelesaba de ser considerada tan bella.
Una sirvienta de Siria, vieja, jorobada, casi una enana, vestida de sedas
amarillas, con unos brazaletes de campanillas que le tintineaban en los
tobillos, atravesó los grupos, subió encima de uno de los cuatro esclavos negros
como un mono treparía a un árbol, se sentó al borde de la litera y dijo muy
aprisa en el oído de Lesbia:
–¡Ama! ¡Ama! ¡Cayo se muere! si no te apresuras a su lado, su boca no podrá
darte el último beso que ella tanto desea.
Lesbia se puso muy pálida; y una pequeña lágrima surgió en el extremo de sus
pestañas oscuras, dispuesta a caer sobre la mejilla; se hubiese dicho una gota
de rocío que tiembla en una brizna de hierba, para caer encima de una flor.
II
Era cierto que
Catullus iba a morir, ya ceniciento, igual a una forma inerte sobre la cama.
Pero de vez en cuando todo su cuerpo, sacudido por sobresaltos, se incorporaba
un tanto, saliendo de su pecho unos desgarradores sollozos, mientras tumultuosas
lágrimas brotaban en torrente de sus párpados.
–¿Cómo es posible? – dijo Xantías inclinado sobre el lecho, ¿Te desesperas
porque pronto entrarás en la estancia misteriosa de las Sombras? En todo caso a
nosotros nos corresponde llorar porque nos quedamos sin ti sobre la tierra donde
las alegrías son tan cortas y los dolores tan largos. Regocíjate, Cayo, puesto
que sales de la vida antes de haber conocido las amarguras de los vanos
soberanos y las deformidades de la vejez; ¡regocíjate como hombre que muere
joven! ¿Qué puedes añorar, amigo? ¿No has cantado las bodas de las diosas y los
amores de hermosas mujeres? ¿No has conocido intensamente la gloria a menudo
negada a los más dignos, y no es cierto que, hasta el fin de los tiempos, los
poetas y los amantes recitarán tus versos sin dejar de hacerlo nunca? Además,
mientras todos se inclinaban bajo la ambición de uno sólo, tú has dado el
sublime ejemplo de la resistencia a la tiranía; te has atrevido a burlarte de
aquél que hacía temblar; ¡Catullus se ha mofado de César! Muere sonriendo, ¡oh
mitad de mi alma!, pues tu obra fue buena y tu celebridad permanecerá por
siempre.
Pero Catullus, dijo con débil voz:
– ¡No hubiese querido dejar de vivir antes de ser amado!
Xantías se quedó muy sorprendido por esas palabras.
–¿Acaso has perdido la memoria? ¿Ya has puesto tus labios en las pálidas olas
del Lete [1] ? Pues, recuerda todavía, ¿no te atreverás a decir que no conoces
los encantos de camas compartidas con muchachas perfumadas, sabias en el arte
del beso. ¡Feliz amante! Es del exceso de placeres de lo que mueres.
–¡No, Xantias!, más bien del exceso de tormentos.
– Ten cuidado, a la hora en la que Libitina [2] se mantiene tras la puerta
entreabierta, de injuriar a la Venus consoladora a la que debes la más perfecta
de las voluptuosidades, puesto que ella te ofreció la ventura de poseer a
Lesbia, la más bella de las mujeres.
–¡La he poseído, pero estaba distraída, apenas consintiendo! Nunca me ha amadas;
muchos otros han respirado las flores de lis de su cuerpo oloroso y recogido la
rosa de sus olorosos labios. ¡Ah! Xantías, por la noche, cuando el inexorable
deseo me llevaba hacia ella, cuántas veces he visto colgadas en su puerta y
formando las letras de su nombre, guirnaldas de violetas y anémonas que yo no
había dejado allí.
–Pese a ser hija de un senador, Lesbia era cortesana; se debía a su profesión;
habría sido justamente difamada si no hubiese aceptado de buen grado a los
hombres que acudían, de noche o de día, a presentarle ofrendas. Tu no hubieses
tenido el derecho de quejarte excepto en caso de que ella se hubiese entregado
sin salario a otros amantes que no fueses tú; pero nosotros sabemos que jamás ha
cometido esa falta. ¿Acaso no tenía motivos para cambiar su belleza por vasos de
bronce y telas de seda, por estatuas robadas en los templos de Grecia y por
magníficas alfombras de Asia donde su desnudez resplandecía cada vez más
encantadora?
–¡Qué la sombra de la muerte apague todos los ojos que la contemplaron sin velo!
–Pronto dejó de ser meretriz y no perteneció a ningún otro salvo a ti.
–Sí, gimió Catullus, cuando mi tío el pretor me hubo legado sus riquezas.
–Desde entonces su puerta se cerró a todos los transeúntes, y su corazón se
insensibilizó a todas las súplicas. No se la veía más por la Vía Sacra tender a
los hijos de buenas familias o a los ricos viejos la trampa de su vestido
entreabierto. Pero, en el teatro, en el circo, en los festines donde los hombres
jóvenes se regocijan bebiendo el vino de Methymne escuchando la voz de las
cantantes, siempre estabais juntos; y tú vivías en su casa. ¡En esa época fuiste
feliz, Cayo!
–Es esa época, fui el más desdichado de los mortales, a causa del Gorrión al que
ella prefería.
Pese a la aflicción que lo embargaba (pues acariciaba tiernamente al que iba a
morir), Xantías no pudo impedir sonreír.
–¡Eh! –dijo – ¿Cómo tú, un hombre, envidias la suerte de un pájaro? ¿Estabas
celoso cuando ella le acariciaba con el extremo de la uña, la punta del pico,
cuando lo escondía en su seno, o cuando ponía en sus labios unos granos a fin de
que él los comiese?
–¡Oh! ¡amigo mío! inclínate hacia mí, coloca tu oído cerca de mis labios; ¡que
la mismísima Libitina no oiga las palabras que voy a proferir! El gorrión que
suponía todo el amor para Lesbia...
–Acaba –dijo Xantías.
–...¡No era un pájaro!
III
Catullus
continúo, con la voz más débil aún:
–¡No! era una niña esclava, grácil, viva y saltarina, con movimientos de
invisible alas, con mil gorjeos como si tuviese un nido recién eclosionado en la
sonrojada estrechez de su boca. A causa de esa gracia y del aire encantador con
el que esa chiquilla inclinaba el cuello haciendo reír sus ojitos que no
bizqueaban, mi Lesbia le decía: «¡picotéame, bonito gorrión!»; pero también
exclamaba: «Mi reina, mi diosa, mi luz, mi astro, mi joya, mi miel, mi ambrosía,
¡te amo! y me moriré si no me besas.» Oh, mi querido Xantías, no era un pico de
pájaro lo que acariciaba con el extremo de la uña, ni plumas lo que aprisionaba
contra su radiante pecho, ni granos lo que le ofrecía en sus labios húmedos.
– Así que no das sin razón, en tus elegías, el nombre de Lesbia a la hija de
Metellus Celer.
–¡Nombre que le era adecuado, en efecto! Ella me expulsaba, o huía de mí para
estar a solas con el querido pájaro; las negativas a las que me sometía
derivaban por desgracia en consentimientos por mi parte, y me veía obligado a
escuchar, si quería quedarme a su lado, los halagos a la encantadora rival: el
gorrión había hecho esto, había hecho aquello; había saltado de la alfombra
sobre la cama, como de rama en rama; se había escondido tan bien bajo los forros
de la cama que había costado un buen tiempo encontrarlo, pero una vez
descubierto, otra vez la cariñosas palabras «Has de reconocer, Cayo, que no hay
nada más encantador que el gorrión de tu Lesbia, y que tengo muchas razones para
estar loca por él. ¡Eh! déjame, hombre brutal, ¡fuera de aquí! ¡qué forma de
abrazarme tan torpe! ¡Te odio!» Entonces, lleno de cólera y deseo, agarraba a la
infiel; y he conocido el horror de las delicias que sólo para mí eran dulces, y
he besado, sobre esos queridos labios, la detestable confesión de otro amor.
–¿Por que no echaste a la calle o vendiste a esa pequeñas esclava?
–Perdería completamente a Lesbia si por mi culpa ella perdiese su gorrión. Y no
solamente debía soportar que esa niña estuviese allí, en todo momento, en todo
lugar; sino que estaba obligado a habarle con dulzura, a mimarla, a alabarla,
para no irritar a la que no podía dejar de amar. Las escasas complacencias de
Lebisa no las obtenía más que mediante esa cobardía. Pero ella exigió más
todavía: tuve que cantar en mis versos al horrible pajarraco; he versificado su
ligero donaire, sus enfurruñamientos y rápidas reconciliaciones, sus
desapariciones súbitas y prontos regresos, en definitiva todos su execrables
juegos de pájaro querido; y cuando murió, furioso por las lagrimas de Lesbia,
tuve que llorar como ella.
–¿Pero tras la muerte del gorrión, tu amiga fue completamente tuya, sólo tuya?
–Ella exclamó, irritada, que no volvería jamás a ver el poeta que había
versificado tan mal, en una fría elegía, la muerte de lo que ella más quería en
el mundo. Y abandonó Roma para no regresar más. ¡Ah! Xantías ¡qué importa
expirar glorioso y sobrevivir en la memoria de los hombres! solo aquellos que
fueron amados pueden dar gracias a los dioses a la hora de morir, no el que en
una hora...
–¡Agradecédselo pues, Cayo! ¡mi corazón, mi rey, mi luz, mi astro, mi joya, mi
miel, mi ambrosía! Pues me arrepiento de mi indiferencia y mis crueldades, y por
Venus que me castigará si miento, ¡juro que te amo!
Lesbia había entrado, a medio vestir con telas ligeras semejantes a una nueve
tejida de sol; y, rodeando con sus brazos el cuello del moribundo, le ponía los
labios en los labios profiriendo las dulces palabras que piden perdón.
Con gesto lento, él la apartó para verla mejor, para convencerse de la querida
presencia. La alegría iluminaba sus ojos; todas las delicias que los dioses
permiten a los tristes mortales se dejaban ver en su sonrisa.
–¡Lesbia! ¡Lesbia! ¡Lesbia!
No dijo otras palabras y sus ojos de cerraron dulcemente.
IV
Una lámpara que
colgaba del techo vertía su luz sobre el pálido poeta, luz desfalleciente para
un moribundo; Lesbia lloraba de rodillas, con la cabeza entre sus manos; de pie,
Xantías escribía sobre sus tablillas, lentamente.
Tras un largo silencio:
–¡Oh! Xantías, ¿crees que ha muerto? –dijo ella en un sollozo.
–Todavía no, – dijo él.
Ella había levantado la cabeza.
–¿Qué haces –preguntó – y en qué te ocupas junto a la cama en la que tu amigo
está acostado?
Xantías respondió:
–He compuesto el epitafio que será grabado en la tumba de mi amigo.
Mostró con el dedo unas líneas sobre las tablillas y las leyó en voz alta:
Esta tumba
fue erigida a orillas del camino
A Cayo Valerio Catullus.
¡Honra sus cenizas, caminante!
Pues el cantó a los venerables dioses
En poemas de bellas rimas,
Y, él solo, resistió a la tiranía
De Julio Cesar.
Pero entonces
el moribundo dijo:
–¡No! ¡no!
graba solamente sobre la estela: «Aquí yace Catullus que fue amado por Lesbia»
¡y el orgullo de ningún sepulcro real podrá igualar la gloria de mi tumba!
NOTAS DE LA
TRADUCCIÓN
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |