CUENTOS MELANCÓLICOS

 

LISÓN

 

Ayer llamé a la puerta del pintor Sylvère Bertin, un pintor que gana mucho dinero, un pintor rico, como todavía quedan algunos; no fue el mayordomo quién vino a abrir.

–Buenos días, señorita, – dije.

Había reconocido a Lisón, esa muchacha más o menos bonita, un poco flaca, delgaducha, de diecisiete años, que siempre se encuentra en casa de Bertin desde hace tres meses. Seguramente vive con él; pero ¿dónde duerme? ¿sobre algún sofá, detrás de una tapicería o en la cama del pintor? no se sabe. Es más familiar que una sirviente, más humilde que una amante. Él la tutea, ella lo trata de usted, enrojeciendo cuando lo hace. A menudo está vestida con un sencillo traje negro, subido, con plegados sobre la parte anterior de la blusa, cuello y mangas de tela blanca; otras veces, unas telas deslumbrantes, muselinas de la India o satenes del Japón la envuelven, arrojadas al azar, se diría, como sobre un maniquí. ¿Una modelo tal vez? no. Bertín no pinta más que mujeres gruesas. Pero, entonces, ¿qué hace él de esta niña, y dónde la ha encontrado? Cuando se le pregunta al respecto, no responde, se encoge de hombros y habla de otra cosa.  Y aunque siempre esté allí, ella no molesta. Se la encuentra por todos los rincones y raramente se mezcla en las conversaciones. Detrás de la alta estufa de porcelana, se tocan dos taburetes, uno para el gato, otro para Lisón; se acarician el uno al otro, la bonita niña y el bonito animal; o bien, de pie, cerca de un gran vitral, lava los pinceles con un aire muy ocupado.

–¿Está Sylvère? – pregunté.

–Sí, – dijo ella.

Sin embargo no me permitió entrar.

–No lo puede usted ver en este momento.

–¿Está trabajando?

–No. Pero…

Había bajado los ojos. Su cuerpo estaba dominado por un pequeño temblor.

–Pero no está solo, – dijo finalmente tan bajo que apenas pude escucharla.

Y vi dos grandes lágrimas, que le quemaban, formándose en el extremo de sus pestañas, deslizarse hasta las comisuras de los labios.

 

***

Sorprendido, tomándole las manos, la hice sentar al mi lado sobre la banqueta de la antesala y no tuve mucho reparo en lograr que me contase su historia. Hace cuatro meses vivía aún con su abuela, la vendedora de periódicos de la esquina de la calle. Ella no tenía más pariente que esta anciana, mala, que se emborrachaba. Muy temprano, – antes de que amaneciese durante el inverno, – Lisón iba a buscar el «papel» a la calle del Croissant, porque la borracha, habiendo bebido demasiado la víspera, no era capaz de levantarse; con frecuencia llovía, casi siempre tenía frío, incluso en el verano; tenía terror a hacer ese recorrido a lo largo de los muros grises, entre el barro y entre la niebla, la escoba de los barrenderos  rechinando sobre las aceras, y unos arrullos en la callejuela estrecha, ante la taquilla de los distribuidores, y de regreso, cargada, casi sin poder más, con las hojas de la primera edición de la mañana. Luego, en el kiosco sin cristal, abierto al viento, – mientras la abuela, a su lado, acababa de despertar de su mona de aguardiente –vendía los periódicos a las personas que pasaban, en enero, con los dedos congelados, eso era terrible a causa de los centavos fríos y duros. Y su abuela nunca le decía una buena palabra, ni la abrazaba, a ella, pobre pequeña que siempre tenía ganas de ser acariciada como los gatos. Al contrario, solo le prodigaba frases crueles: «vaga», o «comes demasiado, las perezosas no tienen derecho a tener hambre»; o, por la noche, cuando regresaban al cuartucho, en el sexto piso, Lisón extenuada y la vieja borracha, «es lamentable tener que dormir las dos sobre este abrigo; tú no tienes vergüenza, a tu edad, molestándome así. ¡Supongo que hay dos camas! – ¿Dónde abuela? –¡Eh! ¡en las casas de los hombres, idiota!» Sin embargo, ella era prudente, no por virtud, habiendo aprendido a leer en las novelas folletín, sino porque su deseo, su necesidad de caricias se mezclaba con un miedo a ser tocada; ella temía que abrazándola se le hiciese daño; pensaba en los empujones, entre todos esos hombres, en la calle del Croissant, Y las cosas hubiesen tal vez permanecido mucho tiempo así, si un día, hacia el mediodía, el criado de Sylvère Bertin no hubiese dicho, pasando delante del kiosco: «Voy a hacer un recado, llévame los periódicos a casa de mi amo, allí, enfrente, en el segundo piso; los pondrás sobre la mesa, en el taller; he dejado la puerta abierta.» Lisón subió a casa del pintor. El taller le encantó, con todos esos cuadros, por todas partes, resplandecientes bajo el pleno día. «¿Quién anda ahí?» preguntó una voz que procedía de la habitación contigua. «Son los periódicos, señor. – Pues bien, tráigamelos.» Ella entró en la habitación. Vio a un hombre joven acostado. Él la miró y le sonrió. Mediante un gesto le indicó que se acercara. «¡Realmente, no está mal del todo esta pequeña!» Luego, mientras que, temblorosa, ella no sabía que hacer ni que decir, él se levantó y la atrajo sobre su pecho, y, pronto, dulcemente perdida, con los ojos cerrados, una boca sobre su boca, habiendo sentido deslizar, bajo una dulce extracción, su blusa, sus faldas, ¡ella desfalleció de bienestar entre un enlazamiento de sábanas tibias y brazos!

 

***

–¿Y, desde ese día, – pregunté – no has abandonado a Sylvère?

–¡Ah! señor, algunas horas después me di cuenta que él no estaba contento de verme allí, junto a él, y estoy segura que le hubiese gustado que me fuese. Pero, ¿acaso podía irme, después de lo que había pasado? ¿Es que me era posible tener frío, tener hambre, ser golpeada – ¡pues la vieja me pegaba! – y correr bajo la lluvia a las cuatro de la madrugada, ahora que había sido feliz? ¿Y vivir sin él, ahora que lo amaba? ¡Ah! si supiese como lo amé a continuación. La primera noche, un poco molesto, me dijo: «¿No te espera nadie? – No, nadie.» Y, como le besaba las manos, no se atrevió a despedirme. Dentro de ocho horas, hará hoy cuatro meses que no he salido de aquí.

–Y bien, Lisón, ¿por qué sufres? ¿por qué llorabas antes? Sylvère te ama, puesto que te conserva.

–¿Por qué lloraba? – exclamó ella estallando en sollozos. – ¡Ah! señor, los adoquines bajo las ruedas son menos miserables que yo. Sylvère no me ama. No, no, ¡ah! lo sé perfectamente, ¡no me ama! Él soporta mi compañía porque yo le molesto lo menos posible, porque me tiene por las esquinas, porque no hago ruido; porque estoy en su casa como si no estuviese. Además, a esta pobre chiquilla, que era prudente, que él tomó enseguida, sin que ella hubiese dicho ni sí ni no, no tiene el valor de ponerla en la puerta. Una vez que él me creía en la otra habitación lo escuché decirse a sí mismo, en voz alta: «¡Qué estupidez! Por Dios, ¡qué estupidez he cometido! ¡Y que el diablo me lleve si sé como saldré de esta!» He aquí la razón de que me conserve, señor. Pero él no me ama. ¡Ah! señor, ¡si usted supiera!...

–¿Si yo supiera?

Habló en voz baja, siempre llorando.

–¡No he vuelto a acostarme más en la cama donde me poseyó, la cama donde me estrechó contra él! Vienen mujeres, ¿entiende?, mujeres, por la noche o durante el día, mujeres que él tiene o tendrá. Damas de la alta sociedad, modelos, prostitutas. Y yo, yo estoy ahí, y las veo entrar, y él no se inmuta por abrazarlas delante de mí. Hay algunas que dicen: «¿Qué hace ahí esa pequeña?» Él responde: «Es Lisón. No es nadie.» Y, en efecto, no es nadie. ¿Acaso soy algo para él? No. Se ha acostumbrado a mi silencio, a mi devoción, a mi aspecto de estar siempre contenta. No piensa incluso que pueda estar celosa. Sí, es cierto, él me ama como a su gato. Además yo le soy útil. Cuando debe venir una persona casada, que no quiere verse comprometida, me dice: «Tu sustituirás a los criados, abrirás la puerta», y yo abro la puerta, en efecto, y no se me ve llorar, y, el otro día, una dama que me había encontrado amable, ¡me dio una moneda de oro cuando se fue!

Cuando se callaba, entre sollozos, sonó un timbre.

–¡Me llama!– dijo Lisón.

Muy aprisa, enjuagó sus lágrimas, alisó sus cabellos deshechos, mantuvo el aspecto tranquilo y sonriente y entró en el taller. Pero cuando regresó, estaba tan pálida como los muertos, apenas se mantenía en pie; y se deslizó, a lo largo de la pared cayendo como un andrajo sobre el parqué.

–Sí, –farfulló,– me había llamado. ¿Sabe usted por qué?... ¡para abotonar los botines de la mujer que está con él!

 

 

***

 

Yo la levanté y le dije:

–Cualquier cosa te valdría mejor que este infierno. Sal de aquí. Abandona a ese hombre cruel.

Ella sacudió la cabeza, haciendo señas de que no quería.

–¿Lo amas tanto, pobre niña?

–¡Ah!– dijo ella. – Y además (bajaba la frente, toda colorada), y además, quién sabe, un día o una noche, aquella que él espera no vendrá tal vez, y, entonces, como yo estaré ahí, no demasiado fea, muy cerca de él….

 

 

 

 

CATULLE MENDÈS

Publicado en Gil Blas 8 enero 1886

Traducido por José M. Ramos González. Pontevedra, octubre 2013

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