LA LLAMITA AZUL

I

Sí, guapo mozo – dijo el hada,– gracias a la llamita azul que te he puesto en la frente, podrás triunfar sobre las tinieblas y entrarás finalmente, tras muchos esfuerzos, en el milagroso Jardín de la Alegría y los Sueños, que abre sus puertas de diamante al otro lado de las sombras. Allí vivirás eternamente feliz, habiendo olvidado las tristezas del oscuro mundo, respirando un aire sutil hecho del alma de las rosas y del claro aliento de las estrellas; y millares de angélicas flores de lis serán los incensarios de tu gloria. Ve pues a través de los peligros, ve sin temor y sin duda; ningún poder humano o diabólico podrá impedirte lograr tu objetivo si conservas la llamita azul siempre encendida. Pero si se apagase, – ¡ten mucho cuidado de que no se apague!– te verás envuelto de repente en una noche profunda, y, caminando a tientas, tropezarás con invisibles paredes, caerás por precipicios imprevistos y nunca volverás a encontrar la ruta del incomparable Jardín.
El muchacho agradecía a la buena hada el presente que le había hecho y los consejos que le había proporcionado; se puso en camino por un sendero de flores. La llama azul que tenía en la frente era más luminosa que el día.

II

No tardó en encontrar las frondosidades donde hubiese sido muy fácil romperse el cuello; bajo sus pasos rodaban piedras, y, como por el eco de la sacudida, unos bloques de mármol, a derecha, a izquierda y encima de su cabeza, se desprendían y caían: más de veinte veces a punto estuvo de ser aplastado bajo esas pesadas caídas; y lo hubiese sido seguramente si la llama azul, aumentando, no lo hubiese envuelto, cuando era necesario, de una armadura diamantina donde tropezaban sin herirle, los bloques; luego, pasado el peligro, ya no era más que una pequeña luz de oro y azul entre los cabellos del niño. Cuando atravesaba el claro de un gran bosque, una manada de lobos con los pelos erizados, con sangre y fuego en los ojos, se lanzó sobre él. ¡Se creyó perdido! ¡Ya sentía en su carne los espantosos dientes devorándolo! Pero pronto fue abandonado por el miedo. La llama azul, inclinándose, había cegado las pupilas de los lobos que huyeron entre los matorrales aullando de espanto. Otro día, cuando chapoteaba entre los juncos de un pantano, sucedió que de entre las hierbas y fangos surgió un gran número de reptiles que lo enlazaron para ahogarlo; pero la pequeña luminaria se convirtió en una serpiente también, una serpiente parecida a un largo rayo, y las bestias reptantes se retorcieron muriendo todas, – parecían sarmientos sobre las brasas – entre los juncos incendiados. El niño que viajaba hacia el Jardín de la Alegría y los Sueños escapó todavía a muchos otros peligros. Pudo comprobar que el hada no había mentido, que nada podría hacerle daño en tanto brillase la llamita azul. Y ésta no se limitaba a defenderlo contra los peligros y los maleficios; le proporcionaba también alegría en medio de los más amargos tormentos. Su claridad iluminaba los tristes paisajes, ponía flores vivas en las maleza muertas; no había noche oscura que ella no animara con una dispersión de estrellas. Al mismo tiempo, el niño sentía como una deliciosa caricia el calor que la llama producía en su frente; sentía allí expandirse su pensamiento como se abre una flor; y toda su alma se extasiaba sobre esa pequeña y divina hoguera.

III

Una noche, los cuatro vientos de los cuatro rincones del cielo, se pusieron a soplar a la vez. Fue tan terrible la tempestad sobre la tierra y sobre el mar, que los tejados de las casas en ruinas volaban al igual que los nidos de los pájaros; y los más grandes navíos, con las velas arrancadas y los mástiles rotos, giraban en el aire como una peonza bajo el batidor de un niño. Ningún roble pudo resistir el empuje furioso del soplido del viento. Entre las ráfagas se oían enormes crujidos a causa de los bosques que se desmoronaban sobre el suelo, más rápido que una hierba pisoteada; el hundimiento de las montañas hacía fluir torrentes de pinos y rocas; y la noche era negra porque la tempestad había apagado todas las estrellas. ¡Os preguntáis si el niño tuvo miedo por la llamita azul! Desde luego, ella no podría resistir, tan menuda, el encarnizamiento de los vientos. Refugiado en la cueva de un monte que todavía no se había desmoronado, trataba, juntando las manos, de protegerla tanto como fuese posible de la tremenda borrasca; pero un redoblamiento de la tempestad se introdujo en el agujero de la roca; fue arrastrado, cayó sobre las piedras desfallecido y con la frente sangrando. Cuando salió al día siguiente, aturdido, se puso a llorar. ¿Acaso era de esperar que la bonita llama no hubiese muerto en esa noche formidable en la que los propios astros habían dejado de brillar? Pero a través de sus lágrimas vio un tembloroso reflejo de claridad sobre un mármol allí caído. ¡Oh, adorable prodigio! Todavía mantenía en la frente la llamita azul.
Algunas semanas más tarde, en una tibia mañana de junio, – caminando siempre hacia el jardín de la Alegría y los Sueños, – atravesaba una vasta planicie donde no había ni una casa ni un árbol. Se asombró al ver, a lo lejos, hacia la línea del horizonte, algo largo, oscuro y liso, con manchas blancas dispersas, que se adelantaba poco a poco, como una muralla viva desprendida del cielo, en un profundo y creciente rumor. ¡No tardó en reconocer que lo que se acercaba era una masa enorme de agua! Una inundación, tal y como jamás no había visto nada igual, invadía irresistiblemente la llanura; y toda la tierra, en un instante, no sería más que un inmenso mar. El niño tembló de miedo; no por él, sino por la llamita. Ésta sería vencida por la ola aun habiendo salido victoriosa del viento. Se puso a correr hasta perder el aliento. Fue en vano. El enorme flujo lo seguía, lo seguía, le ganaba en velocidad, lo alcanzó y lo transportó. Durante varias horas, – tanto sumergido como cubierto por la húmeda pesadez – fue un pecio a merced del agua que fluía; y, cuando la inundación hubo alcanzado un desierto ardiente cuyas arenas la bebieron, cuando estuvo acostado sobre las flores de un oasis, sollozó, afligido de no haber perecido. Pues esta vez estaba seguro de no tener la dulce luz en la frente. Había debido apagarse para siempre en la frialdad del agua. Emitió un grito de alegría. Allí, en el charco de un agujero de arena, temblaba un reflejo de oro y azul. La llamita todavía seguía ardiendo.
Desde entonces conoció la felicidad de la esperanza y la certeza sin turbaciones. Habiendo alejado de sí todas las dudas, caminó orgullosamente a la conquista de su sueño. Puesto que la intensa claridad había triunfado sobre las ráfagas de viento y las olas, estaba seguro de entrar en el milagroso Jardín que abre sus puertas de diamante al otro lado de las sombras.

IV

Tras haber atravesado todas las ciudades y todas las soledades, tras haber desafiado tinieblas más densas que la pez e incendios más furiosos que una puesta de sol, se detuvo aturdido, pues finalmente veía, luminosa y diáfana, la puerta diamantina. ¡Había llegado! Iba a penetrar en el augusto paraíso de la Alegría y los Sueños; allí, viviría eternamente feliz, habiendo olvidado las tristezas del oscuro mundo, respirando un aire sutil hecho del alma de las rosas y el claro aliento de las estrellas; angelicales flores de lis, por millares, serian los incensarios de su gloria.
Cuando apresuraba el paso giró la cabeza a causa de una risilla. Una joven muchacha le hacia una señal, medio desnuda sobre una cama de hierbas floridas, mostrando en toda su blancura gruesa, una boca semejante a una rosa un poco grande y unos pezones parecidos a dos pequeñas rosas.
–¡Eh! guapo mozo,– dijo,– ¡que tienes en la frente una bonita llama azul!
–Sí, dijo él, es bonita.
–¿No sabes lo que os haría si fueses cortés y complaciente como hay que serlo con los damas?
–¿Qué tendría que hacer? – preguntó.
–Me dejaras mirar de cerca esa lucecilla; y, como recompensa, yo te daría un beso en la frente. No hay nada más agradable que los besos que doy.
El muchacho no vio ningún inconveniente en hacer lo que quería la joven medio desnuda. ¿Qué peligro había en dejar admirar, por esa bella criatura sin maldad, la invencible luz que había triunfado sobre borrascas y el agua furiosa? y se sintió dulcemente emocionado a causa de la esperanza del beso.
Inclinó su frente para que ella pusiese allí su boca y para que mirase a su vez la claridad de oro y azul.
A su vez, ella se acercaba, sonriente, abriendo sus labios rosas.
¡Oh, delicioso instante! Pero bajo el aliento de la joven mujer, durante el beso, la llamita azul se apagó. Y de pronto el viajero se vio envuelto por la noche profunda. Y desde hace muchos años, se lamenta, caminando a tientas, chocando contra invisibles muros, despeñándose por imprevistos precipicios. Y nunca más volverá a encontrar la ruta del incomparable Jardín.