LO MÁS URGENTE Un bollo en la
leche – un bollo de un centavo en un casi nada de leche – no se podía considerar
un desayuno realmente copioso. Gerardine se contentó con tan poco. Tras comer
las últimas migajas y lamer el fondo de la taza con una lengua rosada, se sintió
tan satisfecha como hubiese podido estarlo; menos todavía hubiese bastado a su
apetito de pajarillo. ¡Bendita sobriedad! pues habría sido radicalmente
imposible ofrecer a Gerardine una comida más sustanciosa. Desde que había
abandonado el taller, de un modo definitivo, para pasar con su enamorado los
siete domingos de la semana, el poco dinero que tenía se había esfumado por
completo; cierto es que poseía una hucha en forma de tonel, pero lo que allí
metía era el agua en la que se hundía el tallo de una rosa. El apartamento se
componía de una sola habitación muy austeramente amueblada. Tal vez alguna vez
había tenido cortinas en la ventana, un reloj de péndulo sobre la repisa de la
chimenea y una cómoda frente a una cama baja muy estrecha; pero todo lo que se
pudo vender había sido vendido; levantando la colcha de la cama, habrían visto
ustedes un solitario colchón, sin sabanas; eso sí, había un espejo colgado de la
pared, ya que una se resigna no sin mucha dificultad a no mirarse cuando a los
dieciocho años se es muy bonita. El vestuario de Gerardine era destacable por la
misma ausencia de lujo. Un albornoz de tela de mala calidad estampada de flores
que podía pasar por un vestido a causa del cinturón estrechando la cintura, una
cinta anudada cerca de la oreja entre el caos de los cabellos rizados, unos
botines que, a falta de botones, hacían las veces de zapatillas, y nada más; los
brazos, blancos y suaves, menudos, salían de unas mangas que no se remataban con
encajes o batista. ¿Ni una camisa? No, por supuesto, ni una camisa. ¡Pobre
criatura!, pensarán ustedes. Guarden su piedad para aquellas que no son jóvenes
y que no son amadas. Gerardine no envidiaba nada a nadie, puesto que tenía esos
frescos labios rosados donde la alegría del beso se duplica con la felicidad que
proporcionan; habría sonreído siempre si no hubiese dormido alguna vez; incluso
durmiendo sonreía a causa de las delicias que una boca, en la caricias de la
noche, le había dejado sobre la suya. Yo no afirmo que Gerardine, si su amante
se los hubiese podido dar, hubiese rechazado con estoicismo vestidos de seis mil
francos que diseñan los costureros más renombrados; le habría resultado
agradable, – teniendo además unos diamantes por ojos – llevar otros en las
orejas; pero, puesto que amaba a Evaristo, un estudiante tan pobre como ella, no
ocupaba su mente en tales sueños, encantada por más dulces realidades. Tan solo
una cosa la molestaba: el colchón sin sábanas. Una no se adapta con facilidad a
acostarse sobre una tela rugosa cuando se tiene la piel delicada, lo que era el
caso de Gerardine. Sin duda alguna, ante el sueño, verse envuelta por los
queridos abrazos la preservaba a medias de las molestias posibles; y no siempre
era sobre el colchón en el que ella se extendía radiante. Pero cuando ella había
ahorrado, Evaristo no lo hacía; y realmente hubiese sido deseable que ninguna
desagradable arruga turbase la deslizante placidez de los abandonos. Ustedes
sonríen no sin algún desdén, diciéndose: «¡Bueno! ¡qué historia anticuada! ¿Es
que todavía existen esas parejas de estudiante y obrerilla? ¿Apostamos que a
través de la ventana sin cortinas, donde se cuelga a veces la falda de Frétillon,
se ve florecer, bajo el tejadillo de la buhardilla, el jardín de Jenny la
obrera? » Sí, lectoras demasiado refinadas, allí se ve florecer ese jardín cerca
del cielo que trata en vano de deshonrar el odioso Romance; y la risueña miseria
de los veinte años amorosos, – a despecho de los espíritus morosos que niegan lo
que ellos no experimentan, – se perpetúa a través de los tiempos, eterno como el
regreso de las cigüeñas y el renacer floreciente de las primaveras. Publicado en Gil
Blas el 7 de agosto de 1885. |