LO QUE LAS HADAS NO PUEDEN

I

¡Trataréis en vano de imaginar algo más triste y desolado que esa región en la negra montaña! Las cumbres eran tan altas y tan cercanas entre sí que los habitantes del valle nunca habían visto salir ni ocultarse el sol; apenas, hacia el mediodía, algunos rayos acariciaban la aridez de las rocas y las malezas. Ni una florecilla, ni un pájaro cantor; pero, entre los pinos, unas zarzas llenas de cólera donde se deslizaban largas serpientes, donde se guarecían los zorros salvajes, sino unas lechuzas chillando entre los huecos de los granitos desplomados que semejaban ruinas. De modo que el pequeño Jocelyn – el hijo menor de un leñador que vivía allí – siempre tenía el alma llena de una oscura melancolía; y, una vez, no soportando más tristeza y tedio, se dejó caer sobre la tierra, llorando, emitiendo grandes suspiros, como alguien que no hubiese pedido otra cosa que estar muerto.
Pero había allí un hada que le quería hacer bien, a causa de que un día, pasando por allí, ella lo había visto desviarse de su camino para no aplastar a una hormiga errante lejos del hormiguero; ella salió de entre dos rocas bajo la apariencia de una anciana, harapienta, desdentada, con la espalda curvada y las dos manos sobre un bastón. Con voz entrecortada por la tos, le dijo:
–¡Eh! ¡eh!, pequeño Jocelyn, tienes aspecto de un joven que no posee todo lo que desea. Ya no es momento de llorar tantas lágrimas ni de emitir tales suspiros, teniendo como tienes quince o dieciséis años apenas.
– Por desgracia, buena anciana, – respondió él – ¿quién en mi lugar no estaría desesperado como yo lo estoy? Ningún destino, creo, es más horroroso que el de permanecer para siempre en esta lúgubre tierra. He oído decir a mi padre que existe más allá unos países de luz y alegría; pero yo, cautivo en este valle, jamás los conoceré.
– ¿Por que no viajas, pequeño Jocelyn?
–En esta soledad rodeada de montañas, no hay camino por donde huir; y me siento demasiado débil, a causa de un temor que me enferma, para escalar, de bloque en bloque, hasta las cimas desde donde se ve todo el cielo y toda la tierra. ¡Haría falta que un gran pájaro me llevase desde aquí entre sus alas!
– He aquí – dijo el hada – un deseo que pronto será cumplido. No has pedido nada más sencillo y fácil.
Ella tocó, con la punta de su bastón, una lechuza que, desde un agujero los miraba hoscamente; el vil animal descendió al suelo convirtiéndose de pronto en una águila enorme, magnífica, del color del oro y la nieve, que desplegaba sus alas. El muchacho, sin que hubiese necesidad de aconsejárselo, se tendió sobre la espalda de la esplendida bestia alada, y, con un gesto, dio las gracias a la amable hada, sintiéndose elevado lejos de la tenebrosa profundidad del valle.

II

Ninguna palabra podría expresar cuan grande fue la alegría de Jocelyn cuando admiró el inmenso espacio azulado, el amplio día y la blancura dorada en el borde de las nubes empujadas por el viento. La tierra también le encantaba, con sus lejanos mares azules, con sus llanuras amarillas, con sus ríos donde se reflejaba el tránsito de las nubes, con sus ciudades de mármol relucientes al sol. Pero lo que le colmó de una dicha nunca esperada fue, no lejos de un gran palacio de muros de porfiria incrustada de pedrerías, un delicioso jardín donde había tantas rosas de ardientes colores que le daban la impresión de ser un incendio incontrolado. Desde que el águila levantó el vuelo tras tenerlo, con un movimiento de cuello hizo una señal para detenerse y Jocelyn se paseó por los senderos con los ojos y el alma deslumbrados. No podía cansarse de mirar, de respirar, de tocar los cálices abiertos, que parecían sonreírle. Creía que su belleza y sus fragancias, se introducían en él; experimentaba la delicia de sentirse lleno de rosas. Y, en los rosales, cantaban mil pajarillos, ruiseñores, currucas, reyezuelos, petirrojos. Y, entre los matorrales en flor, se elevaban arbustos de donde colgaban mil frutas, cerezas, naranjas, melocotones. ¡No tenía más que prestar un poco de atención para oír los más divinos gorjeos! ¡No había más que levantar la mano para tomar los más exquisitos manjares! Otro goce –incomparable éste – le fue ofrecido. Al día siguiente de su llegada a ese paradisíaco lugar, cuando abrió los ojos bajo las ramas que habían cobijado su sueño, vio, en una de las ventanas del palacio, a una joven que era más bella que todas las rosas, cuya voz – pues por momentos cantaba creyéndose sola – sonaba más dulcemente que la de los ruiseñores, y cuyos labios, más rojos que las cerezas, debían ser más sabrosos al ser besados que los mejores melocotones. Llevaba sobre los cabellos una pequeña corona de perlas que revelaba que era hija de un rey; pero aún sin la corona se la hubiese adivinado regia, de tal modo era deslumbrante y bonita. Entonces el pequeño Jocelyn pensó que no había otra cosa que desear que no fuese permanecer siempre en ese lugar sin parangón; más feliz de lo que se podría decir, pasaba los días acechando, entre las flores y las frutas y entre los vuelos de las alas cantarinas, a la joven muchacha de luminosa diadema, y las noches soñando con rosas, naranjas rojas, currucas y una princesa en la ventana.
Pero un día se sentó bajo un arbusto llorando y emitiendo grandes suspiros.
El hada, que quería hacerle el bien, no dejó de acudir en su auxilio; salió de entre dos matas abiertas, bajo la apariencia de una abeja, deslumbrante de oro, y, moviendo las dos alas, le dijo con una voz semejante a un zumbido:
–¡Eh! ¡eh!, pequeño Jocelyn, tienes aspecto de un joven que no posee todo lo que desea. Ya no es momento de llorar tantas lágrimas ni de emitir tales suspiros cuando se vive en un jardín tan bonito, cerca de tan hermosa persona.
–Por desgracia, bonita abeja, ¿quién en mi lugar no se lamentaría como yo hago? He oído decir que muchos enamorados sobre la tierra se casan con aquellas a las que aman. Pero yo no tendrá jamás por esposa a la hija del rey que canta en la ventana.
– ¿Por qué no la pides en matrimonio, pequeño Jocelyn?
–Siendo el hijo de un leñador no me atrevo, con este traje de pobre, a entrar en el palacio. Cómo se reirían de mí si confesase que aspiro a la mano de una tan ilustre damisela. Sería necesario, para casarme con ella, que fuese un príncipe vestido de satén y bordados de oro y haría falta también que fuese correspondido por ella.
–He aquí –dijo el hada – unos deseos que pronto serán cumplidos. No pides nada más sencillo y más fácil.
En ese momento ella rozó, con un ligero vuelo, los cabellos del triste amante. De pronto, se vio vestido con las más ricas telas, sintió a su lado una espada con empuñadura de pedrerías, en su cabeza tenía un gorro con una pluma y un diamante; y todavía no había tenido tiempo de admirar su porte, cuando la hija del rey, seguida de un largo cortejo de señores y damas, se acercó a él diciendo:
–Sabed, príncipe, que desde mi ventana he reconocido en vos al sobrino del emperador de Trébizonde, y que os amo con todo mi corazón. Venid pues al palacio, os lo ruego, a fin que que os presente a mi padre y seamos casados.

III

Cuando fue el esposo de la hija del rey, más hermosa que las rosas y mejor cantante que los pájaros, Jocelyn conoció tales placeres que si un ángel le hubiese dicho: «Vamos, señor, venid, os cedo mi lugar en el peldaño más alto del celeste Trono», el habría respondido: «¡Gracias, pero tengo algo mejor que eso, buen ángel!» Y no solamente fue el marido de una adorable princesa; también fue – tras la muerte de su suegro que lo había designado como sucesor – un glorioso monarca. Gracias al hada consiguió todas sus empresas. Cuando deseaba algo: «He aquí –decía ella– un deseo que pronto será cumplido.» Dispersó más de cien ejércitos, conquistó ciudades, redujo pueblos a la esclavitud, impuso tributos a cuatro emperadores, después de tantos triunfos quiso más triunfos todavía, ¡llenó el universo con el ruido de sus trompetas! tanto que fue el más famoso y el más dichoso de los vivos.
Sin embargo una noche, se dejó caer sobre su trono llorando y emitiendo grandes suspiros.
El hada que le quería hacer bien se mostró sin demora; salió de entre las cortinas del palio bajo la apariencia de un pequeño aguilón1 que estaba en el blasón real, y, sin pies ni pico, pero hablando mediante el movimiento de sus dos alas, una de gules2 y la otra de sinople3 , le dijo:
–¡Eh! ¡eh! rey Jocelyn, tenéis el aspecto de un monarca que tiene un gran pesar. No es hora de llorar tantas lágrimas ni emitir tales suspiros, cuando se es como vos el más grande soberano del mundo.
– Por desgracia, bello pájaro de mi blasón – respondió él –¿quién en mi lugar no dejaría de padecer un vivo dolor? Tengo más de un motivo para creer que la reina, mi esposa, no se conduce tan honestamente como convendría. Si todavía no se ha entregado por completo al más hermoso de los pajes que la sirven, no tardará mucho en suceder, y no creo que falte mucho.
–¿Por qué no la encerráis en alguna torre, rey Jocelyn?
–Encerrada amaría tanto o más a aquel que a mi prefiere; y yo no me siento menos celoso de las ternuras de su corazón que de los tesoros de su persona. Sería necesario, bonito aguilón, que pusieseis en ella el leal deseo y la virtud de no traicionarme ni en realidad ni en pensamiento.
Esta vez el hada no respondió tan rápido como de costumbre.
– Señor,– dijo por fin – Vuestra Majestad hará bien en limitar sus ambiciones de dicha a la alegría de mantener, por la noche, a una bella reina entre sus brazos, en el esplendor del trono y de las armas. Pues he podido hacer transportar un niño, entre las alas de una águila, desde un siniestro valle lleno de sombras a un jardín de rosas encantadas; he podido, hacer del hijo de un leñador, un imperial joven amado por una princesa; aun cuando quizás no viera sin preocupación afilar la punta de las espadas, he podido conceder la gloria de los clarines victoriosos; pero, sabedlo, ¡hacer fiel a una mujer es algo imposible, rey Jocelyn, incluso para las hadas!

Notas del traductor:

1. En heráldica, águila joven desprovista de pico y patas
2. En heráldica, color rojo
3. En heráldica, color verde

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes