EL LUÍS DE ORO, LA JOYA Y LA ESTRELLA
Entre dos
adoquines, en la sucia calle embarrada, algo claro brillaba en esa noche de
diciembre.
Mal vestido, con los cabellos sórdidos bajo un sombrero gastado, pasaba un viejo
hombrecillo, muy repelente y muy amable, obligando a sus arrugas a sonreír, con
aspecto de ser un usurero feroz y benigno.
Advirtió la cosa brillante.
–Se podría creer – dijo – que se trata de un luís de oro.
¡Pero ese transeúnte no era de esas personas a las que engañan las apariencias!
Se bajó por curiosidad para recoger lo que brillaba. ¿Un luís de oro? en
absoluto; era el fulgor de un guijarro donde se había reflejado el haz luminoso
de una farola de gas. El hombre con aspecto de usurero continuó su camino, un
poco decepcionado por no haber encontrado dinero, muy orgulloso de no haber sido
engañado.
Llegó una hermosa muchacha que, durante horas, en un reservado de un
restaurante, donde se finge beber y reír, se había mostrado tan loca que se la
hubiese tomado por la faunesa de una plantación de viñedos el último día de las
vendimias. En realidad, era apacible y tranquila como una fría piedra donde se
pega el hielo fundido.
Advirtió la cosa brillante.
–Se podría creer – dijo – que se trata de alguna joya preciosa, caída ahí por
casualidad.
Pero esta transeúnte no era de las que se dejan deslumbrar por falsos fulgores.
Con un gesto de escepticismo se inclinó para recoger el objeto luminoso en el
lodo. ¿Una piedra fina? de ningún modo; un reflejo en un guijarro, donde se
había proyectado el haz de luz de una farola de gas. La hermosa muchacha, que no
se embriagaba nunca, continuó su camino un tanto descontenta por no haber
encontrado un pendiente o una sortija, pero muy satisfecha de no haberse
confundido.
Envidioso del usurero y enamorado de la muchacha, un poeta se atrevió a merodear
por esa calle. Era un niño, muy ridículo, con largos cabellos y unos ojos que
miran por encima de todos los muros hacia los horizontes, ¡más allá de los
horizontes! Le habría complacido mucho tener en su bolsillo un fajo de billetes
como los que poseen los prestamistas, – porque teniendo mucho dinero, se podrían
dar propinas de brazaletes y collares deslumbrantes a las floristerillas de los
cafés: y deseaba a la hermosa muchacha, embriagada o no, porque tenía los labios
rojos como una rosa. Pero lo que le gustaba por encima de todo era el pequeño
fulgor de un astro, durante la noche, en el borde de una nube asemejándose a una
perla en el último volante de un vestido de gasa.
Entre los adoquines percibió la cosa brillante.
–¡Ah! – exclamó– desde luego es una estrella que ha caído desde la Vía Láctea a
la calle, y que en su caída se han eternizado las claridades del cielo y las
reminiscencias floridas de los jardines paradisíacos.
Pues él era uno de esos mortales desprovistos de sentido común, prestos a
maravillarse enseguida, siempre dispuesto a creer en todo lo que brilla. Lleno
de certeza, se agachó para recoger el fulgor. ¿Una estrella? Sí, una estrella.
Desde el momento que la tuvo en la mano, el brillo del guijarro donde se había
reflejado el haz luminoso de una farola de gas, fue una estrella en efecto,
puesto que él había creído que era una. Y los rayos que eran como los pétalos de
un astro en flor, los hizo engastar en joyas por un hábil joyero a fin de
ofrecer bellos presentes a la única que amaba; reservándose, – uno siempre es
egoísta, aunque sea un poco, – la menor parte, casi nada, de la sideral luz para
obtener de ella, en su frente, un poco de gloria que se vería en un futuro
todavía lejano.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |