EL MAL
CONVIDADO
Reinaba una
gran preocupación en la corte y en todo el reino porque el hijo del rey hacía
cuatro días que no había tomado ningún alimento. Si hubiese tenido fiebre o
alguna otra enfermedad, no se hubiese sido tan sorprendente ese prolongado
ayuno; pero los médicos eran unánimes al decir que el príncipe, si no fuese por
la gran debilidad que le provocaba su abstinencia, estaría absolutamente sano.
¿Por qué entonces se privaba de ese modo? Era la pregunta que corría de boca en
boca entre los cortesanos e incluso entre las gentes del pueblo; en lugar de
desearse los buenos días, se abordaban diciendo: «¿Ha comido esta mañana?» Y
nadie estaba tan ansioso como el propio rey. No era que tuviese un gran afecto
por su hijo; ese joven era motivo de múltiples descontentos; aunque ya tuviese
dieciséis años, mostraba una gran aversión por la política y el oficio de las
armas; cuando asistía al consejo de ministros, bostezaba durante los más
hermosos discursos de un modo muy inconveniente, y una vez, encargado de ir a la
cabeza de un pequeño ejército a castigar a un grupo de rebeldes, había regresado
antes de que cayese la noche con su espada engalanada con enredaderas de
campanillas y sus soldados con las manos llenas de violetas y gavanzas; alegando
que había encontrado en su camino un bosque primaveral, completamente hermoso a
la vista, y que es mucho más divertido coger flores que matar hombres. Le
gustaba pasearse solo bajo los árboles del parque real, se regocijaba oyendo el
canto de los ruiseñores cuando la luna se elevaba; las escasas personas que él
dejaba entrar en sus aposentos contaban que tenía libros dispersos por la
alfombra, instrumentos musicales; y por la noche, acodado en el balcón, pasaba
largas horas observando, con los ojos anegados en lágrimas, las pequeñas y
lejanas estrellas del cielo. Si añadimos a esto que era pálido y frágil como una
muchacha, y, que en lugar de vestirse con las caballerescas armaduras, se vestía
de buen grado con claras telas de seda donde se mira el día, podréis explicaros
que el rey estuviese muy apesadumbrado teniendo tal hijo. Pero, como el joven
príncipe era el único heredero de la corona, su salud era una cuestión de
Estado. No dejaron de hacer todo lo que se pueda imaginar para no dejarlo morir
de hambre. Se le rogó, se le suplicó; él negaba con la cabeza sin responder. Se
hizo preparar por los mejores cocineros los pescados más apetitosos, las más
sabrosas carnes, los exquisiteces más delicadas; salmones, truchas, lucios,
perniles de ciervo, patas de oso, cabezas de jabato recién nacidos, liebres,
faisanes, gallos de los brezos, codornices, becadas, cangrejos de río, se
servían en su mesa a todas horas; y subía un agradable olor de legumbres frescas
desde veinte platos; juzgando las carnes de caza insulsas y las legumbres
mediocres, le presentaron filetes de bisonte, rabadilla de perros chinos,
picados en nidos de golondrina, brochetas de pájaros-mosca. Pero el joven
príncipe hacía signos de que no tenía hambre, y tras un gesto de tedio, caía en
una ensoñación letárgica.
Así estaban las cosas y el rey se desolaba cada vez más, cuando el muchacho,
extenuado, apenas sosteniéndose y más blanco que las flores de lis, le habló en
estos términos:
–Padre mío, si no queréis que muera, dadme permiso para abandonar vuestro reino
e ir a dónde me parezca.
–¡Eh! débil como estás, te desvanecerías al tercer paso, hijo mío.
–Es para recuperar fuerzas por lo que quiero alejarme. ¿Habéis leído lo que se
cuenta de Thibaut el Rimador, el trovador que fue hecho prisionero por las
hadas?
–No es mi costumbre leer, – dijo el rey.
–Sabes pues que, entre las hadas, Thibaut lleva una vida muy feliz, y que estaba
sobre todo contento a la hora de la comida porque pequeños pajes que eran
gnomos, le servían como sopa una gota de rocío sobre una hoja de acacia, por
asado una ala de mariposa tostada con un rayo de sol, y, de postre, lo que queda
de un pétalo de rosa tras el beso de una abeja.
–¡Una cena frugal! –dijo el rey que no pudo impedir reír a pesar de las
preocupaciones que tenía.
–Eso es sin embargo lo único que me apetece. No podría alimentarme, como los
demás hombres, de la carne de los animales muertos, ni de las legumbres nacidas
del limo. Permitidme ir al hogar de las hadas, y, si ellas me invistan a sus
comidas, comeré y regresaré pletórico de salud.
¿Qué hubieran hecho ustedes en lugar del rey? Dado que el joven príncipe estaba
a punto de morir, sería una sabia decisión consentir a su locura; su padre le
dejó partir, no esperando volver a verlo.
Como el reino estaba muy cerca del bosque de Broceliande, el muchacho no tuvo
que hacer mucho camino para llegar a las tierras de las hadas; ellas lo
acogieron, no porque fuese el hijo de un poderoso monarca, sino porque a él le
gustaba oír el canto de los ruiseñores cuando la luna se levanta y mirar,
acodado en el balcón, las lejanas estrellas. Se celebró un festejo en su honor
en una amplia sala con paredes de mármol rosa, que estaba iluminada por lámparas
de diamantes; las más bellas hadas bailaban a su alrededor, para placer de sus
ojos, cogidas de la mano, dejando arrastrar unos fulares. Él experimentaba un
goce tan grande, a pesar de crueles retortijones de estómago, que hubiese
que4rido que las danzan durasen siempre. Sin embargo se encontraba cada vez más
débil, y comprendió que no tardaría en morir ni no tomaba algún alimento.
Confesó a una de las hadas el estado en el que se encontraba, se atrevió incluso
a preguntarle a qué hora se cenaría. «¡Eh! ¡cuando queráis!» dijo ella. Dio una
orden, y he aquí que un paje, que era un gnomo, sirvió al príncipe, por sopa,
una gota de rocío sobre una hoja de acacia. ¡Ah! la excelente sopa! El invitado
de las hadas manifestó que no podría imaginar nada mejor. A continuación se le
ofreció por asado un ala de mariposa tostada con un rayo de sol, – una espina de
rosal había servido de pincho, – y él la comió de un solo bocado, con delicia.
Pero lo que le encantó sobremanera, fue el postre, la huella de un beso de abeja
en un pétalo de rosa. «Y bien, dijo el hada, ¿habéis comido bien, hijo mío?» El
hizo una señal afirmativa, extasiado, pero al mismo tiempo inclinó la cabeza y
murió de inanición. Resultó que era uno de esos pobres seres, – tales son los
poetas de aquí abajo, – demasiado puros y demasiado divinos para compartir los
festines de los hombres, demasiado humanos para comer con las hadas.
Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |