CUENTOS MELANCOLICOS

 

EL MALVADO CHARLATAN

 

Un día, el azar de los viajes me condujo a una ciudad que me pareció muy triste, aunque estuviese habitada. Lo que había sobre todo de espantoso en la melancolía de esa ciudad y de sus habitantes, era que se manifestaba mediante risas, cantos, danzas, por todos los signos, en fin, que de ordinario expresan la más excesiva alegría. ¡Ah! ¡qué felices eran esos desolados! Cómo se apresuraban a correr hacia los espectáculos, a las fiestas, hacia todos los placeres donde tal vez olvidasen. Pero bastaba mirarlos o escucharlos con un poco de atención para adivinar la irremediable frustración que anidaba en sus almas.

Vi pasar a un hombre joven que, con ademanes muy exagerados de una furiosa ternura, arrastraba a una mujer, completamente conmovida, se hubiese dicho, de pudor y de deseo y me sentí invadido de una profunda piedad por esos dos amantes, vanamente hipócritas, que iban a intercambiar la malsana mentira de los besos que piensan en otra cosa. ¡En esa ciudad todos los borrachos estaban ebrios, no de vino sino de desesperación de haber bebido! Las lágrimas acudían a mis ojos ante tan deplorable espectáculo.

Dije a un transeúnte (parecía más taciturno que todos sus convecinos, sin duda se dirigía a algún baile de disfraces, pues  estaba fantásticamente vestido con lentejuelas y campanillas y cantaba versos de amor sobre un fondo rítmico de cuadrilla):

–Señor, soy forastero en esta región; os ruego que me expliquéis la razón por la cual las personas, que hasta el momento me he encontrado, se muestran, pese a sus agradables apariencias, tan espantosamente desesperadas.

Agitó una especie de maraca que llevaba en su mano, hizo sonar todas sus campanillas (era, no me cabe la menor duda, un modo de confesarme el exceso de su angustia) y me respondió en un afligido estallido de risa:

–¡Eh! ¡eh! ya hacía mucho tiempo que se había renunciado a ser feliz en la ciudad a la que vos habéis venido; pero lo que ha hecho aumentar nuestra desolación, lo que nos ha hecho más ruidosos, más alegres, más enloquecidos que nunca, fue la decepción que llevamos con el Mercader de Muertes.

–¿El Mercader de Muertes? – repetí.

–¡Sí! ¡sí! (se torcía de risa; la inmovilidad silenciosa de los muertos es menos siniestra); ¡sí! ¡sí! Y deseo contaros la historia; es hermosamente divertida, ¡escuche!

 

***

 

Al igual que alguien que se hubiese vestido de payaso para seguir un cortejo fúnebre, el festivo y lúgubre transeúnte me habló en estos términos:

«El año pasado, una mañana de abril, llegó a nuestra ciudad, transportado triunfalmente en un carromato tirado por cuatro caballos blancos, un pomposo Empírico vestido de cobres y tocado con plumas, que clamaba por las calles y las encrucijadas:

–¡Vamos! ¡vamos! ¿Quién quiere morir? Hay titiriteros con penacho que arrancan los dientes, brujas que venden el futuro, charlatanes que curan la peste y la tosferina. A mí, el único poseedor de la panacea universal, me resulta una tontería aliviar las mandíbulas doloridas, o decir la buenaventura.  Yo libero de  la única enfermedad realmente espantosa, – yo libero de la vida.  ¡Hola! a los hombres y a las mujeres, ricos y pobres, venid hacia aquí, y no tendréis que arrepentiros de haber confiado en mí. Lo que os ofrezco es dormir cómodamente entre cuatro tablas, bajo tierra, bajo una losa, es no vivir más, es estar muerto, es pudriros entre las raíces del árbol, ¡hola! ¡hola! Venid, ¡ohe! Ya no os debéis preocupar  ni del sol ni de la lluvia. Veneno, es veneno lo que vendo. Comprad rápido, no soy avaro, se puede morir barato. Tengo en mi caja (¡adelante, la música!) un completo lote de drogas mortales: pastillas doradas y finos polvos en bomboneras adornadas con miniaturas (¡para las damas de la alta sociedad, esas delicadezas!) o líquidos brutales en frascos corrientes; tengo  estricnina, arsénico, cicuta, atropina, conidina, gelsemina, taxina, arbutina, briomina; y corteza de maracuyá y esencia de toxicodedron que desafía al antídoto célebre llamado  polvo de batracita. Tengo agua tofana que el saber de los alquimistas no logró sintetizar; y gotas, recogidas sobre una hoja de estramonio, licor que segrega la cera de las abejas vampiras, y rubeta, esas lágrimas obscenas de rana en celo. ¿Quién quiere morir? Apresúrense, aprovechen la ocasión. ¡He aquí la muerte! ¡He aquí la muerte, señoras!

Naturalmente, a este grito acudieron precipitadamente a la calle, desde los palacios hasta las casas más humildes, los ancianos, los niños, las jovencitas, los muchachos. El magnifico vendedor vestido de cobre y tocado de plumas no sabía a quién atender, y miles de manos se alzaban hacia las bomboneras o hacia los frascos…»

–Yo interrumpí al narrador.

–¡Cómo! – le dije– ¿estabais tan deseosos de la paz definitiva en esta extraña ciudad?

Él me miró con aire de sorpresa.

–¿Acaso viene usted a un país donde se desea vivir?

 

***

 

Yo me callaba, giraba la cabeza; él insistió, tronchándose de risa:

Los que acudieron en primer lugar al vendedor de liberación, fueron las mujeres hermosas, ¡las locamente enamoradas! ¡Ah! ¡qué rápido habían abandonado sus aposentos o sus camas, llenas de esperanzas y de recuerdos de caricias, para comprar los venenos liberadores. No amar más, no sonreír mas, ¡qué sueño! Y gritaban:

«¡Ah! buen mercader, ¡sírvenos! ¡Ten piedad de nuestra dicha, de nuestras delicias! Tomad en consideración tantos besos como hemos dado y como hemos recibido; tened en cuanta  nuestras embriagueces. ¡Vendednos algo con lo que no ser ya más felices, buen mercader!» Los que adoraban a las bellas muchachas no tardaron en seguirlas, arrojando oro hacia el carromato del Empírico, exigiendo las drogas fatales; hacía tanto tiempo que el amor los encantaba con los más exquisitos éxtasis, siempre los mismos. Y también llegaron ilustres poetas, hartos de los incesantes trabajos recompensados por la gloria y la opulencia; financieros cargados de monedas, marchando con un ruido de bolsas sacudidas; generales que habían ganado todas las batallas; y parejas decentes de esposos, a quienes incluso la virtud no había hecho amar la vida; ¡y la reina y el rey! Y chiquillas vistiendo sus muñecas, y muchachitos que horas antes jugaban a las canicas ante el muro de la escuela. Los que menos se apresuraron, fueron los vagabundos de los caminos, perezosos, hambrientos, que se despiertan en la hierba bajo las estrellas brillando, y,  desde el amanecer, solo alimentados con un mendrugo de pan robado, beben en el hueco de sus manos la refrescante agua de las fuentes. Pero, en fin, todos los habitantes de la ciudad y alrededores se agruparon en torno al vendedor de Muerte, y pronto, en su carromato ya no quedaba ni una gota de licor asesino ni una mota de polvo mortal. Habíamos comprado todos al vendedor vestido de cobre y tocado de plumas la certeza de no ser ya; y teníamos el alma llena de una inmensa alegría a causa de la proximidad de la tumba. Por supuesto, sabíamos que sin el mercader, estaríamos muertos un día u otro; ¡pero que lento en llegar es el fin! En la comarca, apenas se entierran cien personas por semana. ¡Cuántos días perdidos viviendo! Gracias a nuestras compras íbamos a morir, seguramente, enseguida, bruscamente. ¡Oh!¡ esa noche, en la ciudad afortunada ya no habría espectáculos, ni bailes, ni citas amorosas, ni alegres cenas! El silencio – un delicioso silencio, precursor del no ruido llegado de los queridos cementerios, – invadió, con la sombra, las calles, las escaleras, los corredores, las habitaciones, los lechos. Cada uno había probado la droga liberadora y esperábamos, extasiados ya…  pero… »

–¿Pero? – pregunté.

 

***

 

El transeúnte dijo entre risas que hacían chirriar los dientes:

«¡Pero el execrable charlatán se había burlado de nosotros! En lugar de venenos, nos había vendido inofensivos e inocuos licores. Incluso sus drogas eran saludables, reconfortantes, rejuvenecedoras; ese timador, ese miserable, curó a un gran número de enfermos que, sin su ayuda, habían podido concebir legítimamente la esperanza de una inmediata liberación; y, al día siguiente de la noche de la espera, con más rabia y desesperada demencia (el infeliz narrador comenzó a sollozar), tuvimos que retomar, obsesionados en vano por la deliciosa quimera de alguna epidemia o de un temblor de tierra sin salvación, la deoladora costumbre de la alegría, de la riqueza, de la gloria, del amor, – de la vida.»

 

CATULLE MENDES

Publicado en Gil Blas 29 marzo 1887

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, octubre 2013

En exclusiva para http://www.iesxunqueira1.com/mendes