EL MALVADO TRANSEUNTE

I

El tribunal diabólico acaba de efectuar su entrada en la sala.
Pero a falta de informarse con una cierta diligencia, se han contado tantas mentiras sobre el modo en el que las Almas son juzgadas tras su huida fuera de los cuerpos, que no parecerá inútil dar algunas informaciones precisas sobre este misterioso proceder.
En primer lugar hay que descartar la descabellada idea – demasiado admitida generalmente, como muchos otros errores – que Dios se toma la molestia de interrogar él mismo a los espíritus recientemente llegados a nuestro mundo. ¡Tiene otras preocupaciones! Ocupado en arreglar los movimientos de las esferas, en respirar los perfumes que emanan hacia él desde las constelaciones, – ¡pues cada estrella es un incensario de oro!– en escuchar los conciertos seráficos, de los que ha hecho, durante la eternidad, una agradable costumbre, comprended que él no se preocupe de perder el tiempo en absolver o condenar a las personas despojadas de sus envoltorios terrenales. Es más, demuestra poco interés en sus faltas. Todos se declaran inocentes con una energía vehemente para inspirar la duda. Las jóvenes mujeres que,– según el acta de acusación, – pasaron cinco o seis noches de cada siete en camas en las que no las había llamado el deber conyugal, pretenden que toda su vida nocturna fue empleada en escuchar, incluso en admirar el ronquido de sus esposos; viejos maridos juran, con grandes juramentos, que siempre han omitido pellizcar, en la penumbra de los pasillos, los riñones regordetes de las camareras; otros maridos, más jóvenes aún, se creen en disposición de afirmar que nunca regresaron un poco achispados, después de medianoche, con el polvo de arroz en el cuello de sus chalecos: ¡ah! si todavía tuviesen esos chalecos se vería muy bien que todavía hay polvo de arroz encima! En cuanto a los ladrones, éstos dicen: «¡A mi que me registren!» no dejan señales, puesto que no tienen bolsillos. Empleados infieles cuentan con ingenuidad que, lejos de haber tomado, en ningún caso, la más pequeña suma en la caja de sus patrones, ellos, por el contrario, la incrementaban cada mañana, en previsión de difíciles desembolsos, con las pequeñas sumas que ellos ganaban, antes de la hora de apertura del negocio, picando piedra en la carretera. En cierta ocasión, un feroz y cobarde asesino, – mientras pasaba una de las once mil vírgenes que había descendido de la Vía Láctea para ir a buscar una perla de su collar caído en una oreja de la Osa Mayor, – murmuró viendo la gran flor de lis que ella tenía en la mano: «¡Me parezco a esa flor!» En verdad, no se podría pedir a Dios escuchar tales sonsonetes; y estaría mal reprenderle por haberse hecho suplir en su función de juez. ¡A partir de entonces es en los infiernos donde se reúne el supremo tribunal!; pero no creáis que están sentados Minos, Eaque y Rhadamante; esos son ya nombres olvidados; hace tiempo que la Constitución divina e infernal ha sido revisada a consecuencia de circunstancias que todavía están presentes en el espíritu de la mayoría de las personas. No, los jueces en este momento son elegidos, según las ocasiones, entre los condenados más competentes, donde el Señor, por la circunstancias, y según el juicio, pone un poco de su equidad. Si se trata de juzgar la falta de una dama que cometió el error de no conformarse, a precio de sus noches, con el recuerdo de los besos, Laís; ilustre en Coritno, y Rhodope, famosa en Menfis, – sin omitir a Blanche de Antigny, que fue triunfal en París, – son llamadas a enfundarse la roja toga justiciera, – pero, debajo, pueden estar desnudas – y dar su opinión sobre el caso que se presenta. Es por mediación de Cartouche, de Mandrin y también por el gran Colle, – bajo la presidencia honoraria de Fal-va-Zou, que desvalijaba en los bosques de la India a los viajeros, y de Kakos, hijo de Hephasitos, pavor de las rutas italianas, – por quienes son interrogados los carteristas y los ladrones. Si se duda en admitir en el Paraíso a poetas que cantaron con demasiadas vehementes ternuras el pecho en flor de las pastoras y de bellas cortesanas, se les hace comparecer ante Théocritos, o Moschos, o ante el divino Amarou, a quien, por haber pasado por los cuerpos de cien mujeres, le había quedado tales perfumes en los cabellos y en los labios que se decía, cuando se paseaba bajo una ventana: «¡Cómo! ¿Ya es primavera?» Este modo de hacer juzgar a los criminales por sus iguales produce los mejores resultados; es cierto que, a menudo, estos magistrados, que han sido culpables, se ven inclinado a severidades extremas – pues son las viejas impuras las perores mojigatas, – pero, para evitar la gran frecuencia de las penas severas, Dios no deja de enviar a los infiernos, los días de juicio, a un arcángel de corazón tierno y dotado de una cierta facilidad de elocuencia, que se encarga de representar la divina clemencia.

II

Ese día se encontraban sentados tras el estrado de los jueces, Avinain, Papavoine y el pálido Lacenaire; pues se trataba de interrogar, y, sin duda, de enviar a los peores baños del Averno, a un hombre y a una mujer que se habían declarado culpables de un espantoso asesinato.
Se introdujo a los acusados.
Aunque en realidad hubiesen sido despojados de su carne mortal, conservaban la apariencia, según era costumbre; y nada era más desagradable que ver a esos dos seres.
Viejos, muy viejos, con los caballos sucios y grises, la nariz salpicada de rojas verrugas, los labios colgando, incluso fueron objeto de horror entre la diabólica asamblea que está muy acostumbrada, sin embargo, a observar esas fealdades; y, como eran jorobados por delante y por detrás, cojos, tuertos, él del ojo izquierdo y ella del ojo derecho, se adivinaba que en los días de su adolescencia, también habían sido feos a más no poder. ¡Ah! ¡qué viles jóvenes habían debido ser por los caminos, en los linderos de los bosques, en los claros, para espanto de las abejas y pavor de las mariposas!
¿Pero de qué estaban acusados? de haber golpeado, martirizado y asesinado a un granjero que pasaba por el camino; y de haberse encarnizado sobre el cadáver con un ensañamiento de animales rabiosos; no era cierto que no lo hubiesen devorado a dentelladas, aquí y allá, desgarrando algunos trozos de su víctima. El granjero, naturalmente, constituía la acusación civil y esperaba una considerable indemnización: tres o cuatro mil años de purgatorio a deducir de la pena a la que él había sido condenado por diversas malas acciones cuya enumeración no tendría nada que ver con esta historia.
El viejo y la vieja, odiosos, confesaban su crimen. Sin embargo, muy humildes y temblorosos, hicieron una señal para indicar que tenían algo que alegar en su defensa.
-¿Qué atenuante? – dijo Avinain
–¿Qué excusa podrían invocar? – dijo Papavoine.
–¡La causa está clara!– dijo Lacenaire.
Pero el ángel del Señor, mensajero de la clemencia, extendió la mano.
–Creo que hay que escuchar lo que quieran decirnos.

III

Fue el anciano el que habló.
–Cuando Madeleine y yo nos encontramos por primera vez, hace setenta años, una mañana de abril, detrás del macizo de árboles que hay bajo la colina, quedamos deslumbrados de lo hermosa muchacha que era ella y de lo apuesto que yo era.
Se produjo un vivo asombro en la asamblea y unas grandes ganas de reír, pues era evidente, que, incluso jóvenes, esos dos miserables habían sido el horror y la fealdad en esencia pura.
Pero el ángel dijo:
–¡Silencio! ¡Escuchad!
El viejo continuó:
–No, nunca había visto algo tan rosa como la rosa de su boca ni algo tan azul como el azul de sus ojos; y además, ella me ha confesado a menudo que mirándome ese día, había creído ver en mí a un hombre diferente de todos los hombres, ¡más guapo que los demás! Regresamos juntos al pueblo y nos casamos al mes siguiente. Lo que sería imposible de expresar es la felicidad que tuvimos. La idea de que nos poseíamos, y que nos poseeríamos para siempre, nos colmaba de tal dicha que casi obteníamos tanto placer en esperar los besos que en dárnoslos. Éramos conscientes de que nuestra felicidad provocaba celos. Venían a reírse alrededor de nuestra caballa, a arrojarnos piedras a los cristales, y cuando los domingos íbamos a la iglesia, escuchábamos burlas detrás de nosotros. Pero el desprecio de la gente nos daba igual. Mi esposa me decía: «Están furiosos porque me he casado con el muchacho más guapo del país!» Yo le decía: «Lo que les encoleriza es que he tomado por esposa a la mujer más bella del mundo.» Y nos deteníamos detrás de los árboles para abrazarnos.
–Esos son hechos –dijo Lacenaire, – absolutamente ajenos a la causa.
El ángel dijo:
–Escuchemos.

IV

El viejo siguió:
–Lo que resultaba extraordinario era que a pesar del paso de los días, no dejábamos de ser jóvenes y guapos. Los demás envejecían. Nosotros nos conservábamos sonrodados y frescos como flores húmedas de rocío. Contando con mis dedos, me veía obligado a reconocer que ya no teníamos la edad de antes. ¡Cuarenta años! luego cincuenta, cincuenta y cinco, sesenta, más aún. Pero Madeleine conservaba aún toda la primavera en el color rosa de sus labios y en el azul de sus ojos, y yo veía, en la luminosidad de su mirada, cuando ésta me abarcaba que yo no había dejado de ser el más apuesto de todos los hombres. Por lo demás, – prosiguió el viejo asesino, – observadnos, señores jueces. ¿No es cierto que no se podría ver nada tan encantador como nosotros? ¡Ah! ¡Qué hermosa es mi esposa! Pero no la miréis demasiado tiempo, os lo ruego, pues podríais enamoraros de ella y yo estaría celoso.
Tras haber mordido sus labios para no estallar en carcajadas, – pues él conservaba el sentimiento de su dignidad de juez, – Lacenaire interrumpió.
–Repito que toda esta historia no tiene ninguna relación con el asesinato…
–¡Escuchemos sin embargo! – dijo el ángel.

V

El anciano prosiguió:
–Con respecto al asesinato del granjero en el camino, yo os pido perdón, señor. Un día en el que mi esposa y yo tomábamos el fresco ante la puerta, vimos pasar un transeúnte que parecía estar un poco achispado, perdonando la expresión. Pero pronto dejamos de preocuparnos de él. Nos miramos, hablamos, nos besamos en la boca. Nunca mi esposa, con sus cabellos rubios y su boca florida, me había parecido tan deseable, y ella me estrechaba con una pasión tan tierna que mi corazón desfallecía de embriaguez, y murmuraba cerca de mi oído. «¡Oh! ¡Qué guapo eres, amor mío!» De pronto oímos una gran carcajada. El transeúnte se había detenido y reía hasta retorcerse, mirándonos. «¡Oh! ¡oh! la horrible vieja!» Podéis adivinar mi cólera. »«¡Oh! ¡oh! el horrible viejo» Madeleine emitió un grito de rabia. Pero el hombre seguía riendo: «¡No! ¡no! ¡jamás he visto semejantes monstruos! son espantosos con sus sucios cabellos grises y sus narices llenas de verrugas rojas, y sus pálidas bocas colgando!» ¡Señores jueces! escuchando tales mentiras no fuimos dueños de nosotros mismos, y asesinamos sobre el camino al loco que no veía lo jóvenes y bellos que éramos.
–El crimen se ha perpetrado! ¡Al baño del Averno! – exclamó Lacenaire.
Avinain dijo:
–Sí, desde luego, que se les sumerja en el peor de los baños.
Y Papavoine aprobó la sentencia de sus colegas.
Pero el ángel dijo a los viejos esposos:
–Subid al paraíso, dulces almas, hacia el paraíso ¡donde os volveréis tal como pensáis ser! Y habéis hecho bien asesinando al despreciable hombre sobre el camino, al malvado transeúnte que a punto estuvo de matar en vosotros lo que es más precioso que la vida: ¡la ilusión del amor y de la belleza!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes