PEQUEÑAS LEYENDAS

 

LAS MARIPOSAS LIBERADAS

 

I

 

Una eglantina volaba de un lado a otro, no sabiendo sobre que mariposa se posaría. Toda estremecida al sol, tan ligera en el aire ligero, vacilaba, en su corazón de flor ingenua, entre todos esos bellos insectos ahítos de deseo, que temblaban hacia ella sobre sus tallos. ¿Por quién se decidiría finalmente? ¿Debía preferir la vulcana a la cleopatra, o la ortiguera  a la adipe, o la niña del astrágalo a la doncella? Por el amor de radiante Argo, desdeñaría la sofía, la cardera, el rey moro, la loba, la morena y la náyade, y la hesperia dorada como la aurora y la estriada gris como el crepúsculo de la tarde? Y ella, aproximándose y alejándose, sobrevolaba sin cesar el campo de mariposas.

Pues, en aquellos tiempos, eran las rosas las que tenían alas, – ¿qué alas? Sus pétalos en movimiento, – y eran las mariposas las que estaban unidas al suelo mediante un frágil tallo, balanceado por el viento.

 

II

 

La eglantina se encontraba tan desconcertada que debió resignarse a pedir consejo a las demás rosas, sus hermanas.  Volvió pues hacia las altas hierbas donde tenían sus nidos, – ¡entonces había nidos de rosas! – y dijo, no sin un rubor que fue muy visible, pues era una eglantina blanca: «Hermanas mías, sacadme de mi confusión, os lo ruego. Joven como soy (he volado por primera vez durante el alba de ayer), todavía tengo poca experiencia; y tengo mucho miedo de cometer alguna tontería.

–Habla, nosotras te responderemos, – contestó el coro de rosas.

–No lejos de aquí, – dijo ella, – he visto las mariposas más hermosas que puedan imaginarse; y todas me parecen tan deseables que no sé cuál elegir para posarme sobre ella amorosamente.

Todas las rosas, en un gran fru fru, comenzaron a burlarse. ¡Ah! ¡la niña! ¡Ah! ¡la ingenua! ¿Cómo? ¿Estaba prendada de esos miserables insectos que no pueden liberarse de la tierra? Amar a los blancos cisnes altivos que atraviesan el cielo, o las rápidas golondrinas que no temen al viento, o a la alondra que va a despertar a la perezosa aurora con un grito claro, más allá de las nubes, –¡Enhorabuena!– Pero en este caso se trataba de una flor inclinada a indignos amores, tales como prestar la menor atención a seres cautivos hasta tal punto de no poder franquear el arroyo de la llanura o el torrente de los montes.

Pero la eglantina habló con tanto entusiasmo de los bellos insectos del campo vecino, que las rosas se sintieron un poco turbadas, y , a fe mía, «¡es necesario pues ir a ver cómo están hechas!» dijeron ellas, tomando su vuelo, al mismo tiempo que se dispersaban unos perfumes que eran los más dulces del mundo, puesto que en aquellos tiempos, todavía no había mujeres sobre la tierra.

 

III

 

No es posible expresar la alegría de las mariposas cuando vieron revolotear por encima de ellas, tan cerca de ellas, todas las adorables rosas. ¡Oh! ¡qué bonitas eran!, ¡unas rojas, otras blancas, unas abiertas, otras medio cerradas! Y les decían: «Venid, descended, posaos. No nos desprecies porque nosotras no podemos seguiros a través del espacio y el viento. ¡Nuestras alas están prisioneras, pero ved que hermosas son! ¡Lucimos y resplandecemos! ¿No os parece que se han arrojado sobre nosotras mil cofres llenos de rubís, de zafiros, de amatistas y de crisoprasas? Es como si se nos hubiese pulverizado con un arco iris. ¡Y os amamos tanto! Si consentís en replegar vuestros pétalos entre nuestras alas, os dispensaremos unas caricias tan tiernas, unos tan fieles amores, que no lamentareis la vana alegría de volar solas en los días soleados o en las noches de luna». Por desgracia, las rosas no se dejaron enternecer. Las mariposas no eran feas, no, había que reconocerlo. Pero, en realidad, por misericordiosa que se sea, una no se puede resignar a amar a miserables pequeños seres que ni siquiera pueden ir a posarse sobre las más baja rama del sauce vecino. Y, en un tumulto lleno de crueles burlas, se fueron volando lejos del campo de mariposas, más allá del bosque, y del río, y de las colinas.

Pero, en aquellos tiempos, como en la actualidad, había justicia bajo el cielo. La brisa, por la voluntad, sin duda, de alguna honesta hada, – o bien esta brisa, era por sí misma un hada – envolvió, agarró, sacudió, transportó a las rosas, precipitándolas en una inmensa llanura de cardos y espinas que pincharon las flores y no las dejaron ya. Fue desde ese día cuando las rosas, unidas al suelo por un frágil tallo, no volaron mas con las urracas y las palomas,  y ya no hacen más sus nidos en las altas hierbas de los linderos.

 

IV

 

Mientras tanto, las mariposas todavía no habían perdido la esperanza. Las bonitas rosas fugitivas regresarían y consentirían en posarse entre las alas amorosas. ¡Pero no, no regresaban! Unas águilas, unas golondrinas, pinzones, alondras, atravesaban el aire por encima del campo; pero ninguna rosa venía a revolotear por ese lado. No habriáis dejado de experimentar una gran melancolía si hubieseis podido observar a esos pobres insectos cuando decidieron por fin admitir que las flores se habían alejado para siempre. Se inclinaban sobre sus tallos con un aire de estar muertas. Tenían la tristeza en ellas, y sobre ellas, la sombra. ¡Ah! ya no parecía que se hubiesen derramado sobre sus alas mil cofres llenos de rubíes, de zafiros, de amatistas y de crisoprasas; ya no era como si se les hubiese pulverizado con un arco iréis. Estaban grises y débiles; parecían llamas apagadas. De modo que la buena brisa-hada, que había castigado a las ingratas rosas, tuvo piedad de las desdichadas mariposas. ¡Rompió todos sus tallos y ya no estuvieron cautivas, y volaron! ¿Hacia dónde? ¡Eh! ¿no lo adivináis? Hacia la llanura de espinas y cardos donde languidecían, sobre tallos que se balanceaban al viento, las rosas castigadas.

Es desde ese preciso momento cuando  la vulcana, la cleopatra, la ortiguera, la adipe, la niña del astrágalo, la doncella, la sofía, la cardera, el rey moro, la loba, la morena, la náyade, y la hesperia dorada como la aurora y la estriada gris como el crepúsculo de la tarde, besan con delicia el corazón abierto o medio cerrado de las rosas que ya no vuelan.

 

V

 

Pero las rosas, por tiernamente besadas que sean, no se juzgan tan felices como podrían serlo. Desde luego, siendo flor, es dulce sentirse acariciada hasta el fondo del cáliz. Pero la inmovilidad en la que permanecen no les permite elegir aquella por la que quisieran ser amadas; y no están en condiciones de rechazar. A menudo la mariposa las frota mientras ellas quisieran ser frotadas por aquella otra mariposa. Además tienen una pena muy amarga cuando se ven aferradas a una morena o una querquera, ¡verles tomar el vuelo y no poder seguirlas! De modo que se lamentan con frecuencia en la alegría universal del verano, entre los rayos del sol los perfumes. ¿No volverán jamás a ser semejantes a los rosas que fueron, a las rosas que tenían por alas sus pétalos movidos al viento y que se regocijaban en la libertad del espacio con la golondrina y la alondra? Hasta el momento la brisa-hada, en su justicia, no las juzga bastante castigadas; y ellas permanecen aferradas al suelo por frágiles tallos que el viento balancea y por desgracia no rompe.

Pero el hada será clemente algún día, pronto, tal vez mañana; las flores liberadas seguirán a los insectos libres; y se verá temblar, en la luz, al amante y el amante, ¡alados ambos! En las altas hierbas de los linderos. en las ramas de los robles reverdecientes y de las acacias, habrá allí, casi en cada brizna, casi en cada ramita, un nido donde anidará, con su rosa, una mariposa.

 

 

 

CATULLE MENDES

Gil Blas 15  de noviembre de 1887

Traducción de José M. Ramos. Pontevedra, setiembre 2013

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