MARTINA Y SU ÁNGEL

I

En aquél tiempo y en aquél país había una niña de quince años llamada Martina que estaba a punto de entregar su alma. Se había puesto enferma de repente y ahora iba a morir. Sus padres, unos pobres campesinos que no poseían nada más que una vieja choza en medio de un campo estéril, sentían una cruel aflicción, pues amaban con ternura a la hermosa moribunda. La madre sobre todo se desesperaba; en primer lugar porque era madre, y luego, porque, al encontrase la choza tan lejos del pueblo, temía que el señor cura no llegaría antes del óbito de Martina. Siendo muy devota, lloraba pensando que su hija dejaría este mundo sin ser confesada y sin haber recibido la absolución.
–Por lo que a eso respecta, señora, no debe usted preocuparse – dijo una voz tan dulce que los padres, a pesar de su dolor, fueron presa de una encantadora sensación auditiva.
Al mismo tiempo vieron detrás de la cama de la agonizante, elevarse una forma blanca, un tanto inmaterial, con dos alas.
La voz continuó:
– Soy el ángel de la guarda de Martina y creo que un ángel bien puede sustituir a un sacerdote sin ningún desmerecimiento. Iros allá, hacia aquel rincón, y no volváis la cabeza. Vuestra hija me contará sus pecados y como es completamente inocente, la confesión será cosa de un momento.

II

No sucede muy a menudo que una muchacha se confiese a un ángel; pero sí sucedió en aquella época y en aquél país. Martina enseguida acabó de confesar sus menudos pecadillos, y ya el divino mensajero iba a bendecirla, una vez perdonada, no con las manos sino con las alas, cuando ella se acordó de una gran falta que había cometido la semana anterior. Envidiosa de un pañuelo de cuello de seda rosa, tan bonito, que le había mostrado una vecina, ella lo había hurtado para engalanarse con él. Doble crimen: coquetería y latrocinio. El ángel se quedó perplejo.
–No sé – dijo – si debo absolverte de semejante pecado. ¿Dónde está ese pañuelo?
–Bajo la almohada, ángel mío.
–Habrá que restituirlo.
–¡Oh! de buena gana. Pero enferma como estoy yo no puedo, no podría dar un paso, ni siquiera bajar de mi cama, y la casa de la vecina está al otro lado del bosquecillo.
–Eso no es problema – dijo el ángel de la guarda que tenía respuestas para todo. – Hagamos un cambio por un instante: dame tu enfermedad a cambio de mi buena salud y yo quedaré en la cama en tu lugar, mientras tanto tú irás a devolver el pañuelo. Tus padres no se darán cuenta de nada; ocultaré mis alas bajo la sábana.
–Como digáis – dijo Martina.
–Pero sobre todo, ¡no pierdas tiempo en el camino! Imagina que ocurriría si llegase la hora destinada a tu muerte antes de tu regreso: tendría que morir yo en tu lugar; lo que sería muy indecoroso toda vez que soy inmortal.
–¡No os preocupéis, ángel mío! Yo no os expondría a tan grande desgracia. Algunos minutos bastarán para que vaya y regrese.
Y sintiéndose tan dispuesta como uno puede estarlo, saltó de la cama y se vistió apresuradamente, en silencio, para no atraer la atención de sus padres; cuando éstos se volvieron vieron sobre la almohada una dulce rostro pálido, con cabellos rubios; sin duda era el ángel que ocultaba sus alas bajo la sábana.

III

Corriendo a través de las ramas y saltando por las cunetas, Martina hacía el recado con diligencia. Aunque fuese noche cerrada ella conocía demasiado bien la ruta por la que no había el menor riesgo a que se extraviase. Llegó sin demora a la casa de la vecina, entró sin llamar y deslizó en un baúl el pañuelo de seda rosa, – por fortuna no había nadie en la vivienda, – y regresó sobre sus pasos. A decir verdad, caminaba un poco menos rápido que antes. ¿Acaso dudaba en entregar a su ángel la salud que éste le había prestado? No del todo. Ella le estaba muy agradecida por lo que él había hecho para asegurar la salud eterna de una pobre chiquilla, y se sentía resuelta a cumplir su promesa. No, claro que no, ¡no lo dejaría morir en su lugar! Si no corría tanto era debido a la fatiga. Luego, un ruiseñor cantó en las ramas nocturnas completamente iluminadas de plata por la luna, ¿y qué cosa más dulce que ese canto por la noche? Por desgracia ella lo oía por última vez. Al mismo tiempo la invadió una gran tristeza al pensar que mañana estarían en el cielo la luna y las estrellas y que ella no las vería. Era horroroso, ese lecho, tan cercano, donde ella se dormiría para siempre. ¡Pero se sacudió esos cobardes lamentos! Se apresuró y ya percibía en las sombras la vieja choza en medio del campo, cuando una música de violín sonó en la lejanía. Se bailaba, allá a lo lejos, en el patio de una granja. Ella se detuvo. Escuchaba, turbada, radiante. Se decía que estaba muy cerca de esa granja; nada más que un vals,– un pequeño vals no dura mucho; sin duda no había nada peor que hacer esperar al ángel que sufría por ella, pero, en fin, tal vez la hora en la que debería morir no estuviese tan próxima como parecía...

IV

Después de un vals, fue otro vals y otro más... Antes de cada uno, «el último, pensaba Martina, luego mi iré a morir. » La música volvía a comenzar; la niña no tenía fuerza de voluntad para irse. Los remordimientos bailaban con ella. Sin embargo, cuando sonó la medianoche, reunió todo su valor. ¡No se quedaría un minuto más! ¡retomaría su lugar en el lecho mortuorio! Cuando salía del baile, se encontró de frente con un joven tan apuesto que ella jamás se había imaginado que pudiese existir algo semejante. Y no era un aldeano, ni uno de esos hidalgos de los castillos vecinos, sino el mismísimo rey que, regresando esa noche de una cacería en la que se había extraviado con algunos cortesanos, había hecho un alto ante la granja para ver como se divertían las gentes del campo. Ante el aspecto de Martina, él quedó obnubilado, – nunca había admirado en su Corte una princesa tan bella como esa chiquilla campesina, – y se volvió completamente pálido mientras ella se volvía completamente rosa. Tras un silencio en el que acabaron de prendarse uno del otro hasta un punto inimaginable, el rey no dudó en exclamar que su corazón había sido conquistado para siempre, que no tendría más mujer que a esa exquisita pastora. Ordenó que se acercase una carroza donde ella tomaría lugar para ir a la Corte. Por desgracia, Martina, deliciosamente emocionada, no pudo impedir subir al real vehículo; al mismo tiempo tenía el corazón encogido pensando en el ángel de la guarda que se moría en la choza, que tal vez ya había muerto.

V

Fue reina, tuvo maravillosos palacios, y las alegrías de las fiestas y la gloria de ser la más ilustre con el orgullo de ser la más bella. Pero lo que sobre todo lo que le encantaba, no eran los halagos de las chambelanes y embajadores, no era caminar sobre alfombras de seda y oro ni llevar vestidos estampados con todas las rosas y diamantes, no, era el amor siempre intenso, siempre creciente, que ardía por el rey en su pecho, que ardía en el pecho del rey por ella. Ambos experimentaban el uno por el otro semejante cariño. No existía en todo el amplio mundo nadie más que ellos. Los asuntos de Estado eran la menor de sus preocupaciones; no tenían más deseo que se les permitiese adorarse en paz; y, bajo su reinado, no se hizo la guerra, de tal modo se ocupaban en hacer el amor. En medio de tal felicidad, ¿pensaba Martina en el celeste mensajero que había tomado su lugar por caridad pura? Rara vez. Su dicha no daba lugar a esa pena. Alguna vez, un remordimiento la asaltaba por no haber cumplido su promesa, pero pronto se deshacía de él diciéndose que Martina, en la choza, tal vez no estuviese tan enferma como parecía, y que al ángel había debido sanar. Además no se preocupaba demasiado de ese pasado tan oscuro, tan lejano, y no podía tener tristezas puesto que dormía bien todas las noches con la cabeza apoyada en el hombro de su regio esposo. Pero sucedió algo terrible: un día el rey desapareció para no aparecer más, y nadie pudo saber lo que le había sucedido.

VI

Desde que se encontró sola, desde que fue desdichada, Martina se acordó del ángel que la había esperado en vano. Cuando uno se lamenta, es proclive a tener piedad. Se reprochó amargamente haber condenado al tránsito al misericordioso inmortal, pues sin duda había dejado de existir hacía mucho tiempo, y, un día, habiéndose vestido con un traje de mendiga, con un vestido parecido al que llevase antaño, se encaminó hacia la choza en medio del campo. ¿Esperaba que todavía estaría a tiempo de retomar su lugar en el fatal lecho? ¡Oh! no, ella sabía muy bien que había cometido una falta irreparable; pero quería volver a ver, cual peregrina arrepentida, el lugar donde había sufrido aquél que se expuso por ella. La choza ya no eran más que escombros en la estéril llanura. Pidiendo información a los vecinos, que no la reconocieron, Martina supo que los habitantes de aquellas ruinas habían abandonado el país, tiempo atrás, tras la muerte de una querida hija; y no se sabía que camino habían tomado. En cuanto a la niña, estaba enterrada en el pequeño cementerio, en la ladera de la colina. Así que era cierto, el celeste sustituto había muerto a la hora en la que ella habría debido morir y había sido sepultado. Por lo menos iría a rezar sobre la tumba del ángel. Entró en el cementerio, se arrodilló ante una cruz baja donde se leía el nombre de Martina entre las altas hierbas floridas. ¡Que desgarros sufría su corazón! ¡Qué culpable se consideraba! ¡Con cuántas lágrimas imploraba la divina clemencia! Pero una voz le dijo, una voz tan dulce que, a pesar de su dolor, fue presa de una encantadora sensación auditiva:
–No estés triste, Martina; las cosas no han tomado tan mal cariz como te imaginas.
Al mismo tiempo veía, detrás de la cruz, elevarse una forma blanca, un tanto inmaterial, con unas alas.
La voz continuó:
– Soy tu ángel de la guarda, y todo está bien puesto que estás aquí. Apresúrate a tumbarte bajo esta piedra, y llevaré tu alma al paraíso, a fin de esposarte allí.
–¡Por desgracia, mi buen ángel, cuanto habéis debido sufrir por mi culpa muriendo, y cuanto habéis debido aburriros solo en esta tumba!
–¡Bueno! – dijo – yo dudé de que regresases enseguida y en consecuencia tomé mis precauciones. Una vana forma, bajo la sábana y sobre la almohada, engañó a tus padres ; yo te seguí a través de las ramas; y, durante el tiempo en el que habría debido dormir en tu lugar en la tumba, bajo las altas hierbas floridas...
–¡Oh! ¿durante ese tiempo, en qué lugar estuvisteis, ángel mío?
– Estuve en nuestro palacio real, mi reina, donde me amaste casi tanto como pronto me amarás en el Paraíso.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes