MARTINA Y SU ÁNGEL I En aquél tiempo
y en aquél país había una niña de quince años llamada Martina que estaba a punto
de entregar su alma. Se había puesto enferma de repente y ahora iba a morir. Sus
padres, unos pobres campesinos que no poseían nada más que una vieja choza en
medio de un campo estéril, sentían una cruel aflicción, pues amaban con ternura
a la hermosa moribunda. La madre sobre todo se desesperaba; en primer lugar
porque era madre, y luego, porque, al encontrase la choza tan lejos del pueblo,
temía que el señor cura no llegaría antes del óbito de Martina. Siendo muy
devota, lloraba pensando que su hija dejaría este mundo sin ser confesada y sin
haber recibido la absolución. II No sucede muy a
menudo que una muchacha se confiese a un ángel; pero sí sucedió en aquella época
y en aquél país. Martina enseguida acabó de confesar sus menudos pecadillos, y
ya el divino mensajero iba a bendecirla, una vez perdonada, no con las manos
sino con las alas, cuando ella se acordó de una gran falta que había cometido la
semana anterior. Envidiosa de un pañuelo de cuello de seda rosa, tan bonito, que
le había mostrado una vecina, ella lo había hurtado para engalanarse con él.
Doble crimen: coquetería y latrocinio. El ángel se quedó perplejo. III Corriendo a través de las ramas y saltando por las cunetas, Martina hacía el recado con diligencia. Aunque fuese noche cerrada ella conocía demasiado bien la ruta por la que no había el menor riesgo a que se extraviase. Llegó sin demora a la casa de la vecina, entró sin llamar y deslizó en un baúl el pañuelo de seda rosa, – por fortuna no había nadie en la vivienda, – y regresó sobre sus pasos. A decir verdad, caminaba un poco menos rápido que antes. ¿Acaso dudaba en entregar a su ángel la salud que éste le había prestado? No del todo. Ella le estaba muy agradecida por lo que él había hecho para asegurar la salud eterna de una pobre chiquilla, y se sentía resuelta a cumplir su promesa. No, claro que no, ¡no lo dejaría morir en su lugar! Si no corría tanto era debido a la fatiga. Luego, un ruiseñor cantó en las ramas nocturnas completamente iluminadas de plata por la luna, ¿y qué cosa más dulce que ese canto por la noche? Por desgracia ella lo oía por última vez. Al mismo tiempo la invadió una gran tristeza al pensar que mañana estarían en el cielo la luna y las estrellas y que ella no las vería. Era horroroso, ese lecho, tan cercano, donde ella se dormiría para siempre. ¡Pero se sacudió esos cobardes lamentos! Se apresuró y ya percibía en las sombras la vieja choza en medio del campo, cuando una música de violín sonó en la lejanía. Se bailaba, allá a lo lejos, en el patio de una granja. Ella se detuvo. Escuchaba, turbada, radiante. Se decía que estaba muy cerca de esa granja; nada más que un vals,– un pequeño vals no dura mucho; sin duda no había nada peor que hacer esperar al ángel que sufría por ella, pero, en fin, tal vez la hora en la que debería morir no estuviese tan próxima como parecía... IV Después de un vals, fue otro vals y otro más... Antes de cada uno, «el último, pensaba Martina, luego mi iré a morir. » La música volvía a comenzar; la niña no tenía fuerza de voluntad para irse. Los remordimientos bailaban con ella. Sin embargo, cuando sonó la medianoche, reunió todo su valor. ¡No se quedaría un minuto más! ¡retomaría su lugar en el lecho mortuorio! Cuando salía del baile, se encontró de frente con un joven tan apuesto que ella jamás se había imaginado que pudiese existir algo semejante. Y no era un aldeano, ni uno de esos hidalgos de los castillos vecinos, sino el mismísimo rey que, regresando esa noche de una cacería en la que se había extraviado con algunos cortesanos, había hecho un alto ante la granja para ver como se divertían las gentes del campo. Ante el aspecto de Martina, él quedó obnubilado, – nunca había admirado en su Corte una princesa tan bella como esa chiquilla campesina, – y se volvió completamente pálido mientras ella se volvía completamente rosa. Tras un silencio en el que acabaron de prendarse uno del otro hasta un punto inimaginable, el rey no dudó en exclamar que su corazón había sido conquistado para siempre, que no tendría más mujer que a esa exquisita pastora. Ordenó que se acercase una carroza donde ella tomaría lugar para ir a la Corte. Por desgracia, Martina, deliciosamente emocionada, no pudo impedir subir al real vehículo; al mismo tiempo tenía el corazón encogido pensando en el ángel de la guarda que se moría en la choza, que tal vez ya había muerto. V Fue reina, tuvo maravillosos palacios, y las alegrías de las fiestas y la gloria de ser la más ilustre con el orgullo de ser la más bella. Pero lo que sobre todo lo que le encantaba, no eran los halagos de las chambelanes y embajadores, no era caminar sobre alfombras de seda y oro ni llevar vestidos estampados con todas las rosas y diamantes, no, era el amor siempre intenso, siempre creciente, que ardía por el rey en su pecho, que ardía en el pecho del rey por ella. Ambos experimentaban el uno por el otro semejante cariño. No existía en todo el amplio mundo nadie más que ellos. Los asuntos de Estado eran la menor de sus preocupaciones; no tenían más deseo que se les permitiese adorarse en paz; y, bajo su reinado, no se hizo la guerra, de tal modo se ocupaban en hacer el amor. En medio de tal felicidad, ¿pensaba Martina en el celeste mensajero que había tomado su lugar por caridad pura? Rara vez. Su dicha no daba lugar a esa pena. Alguna vez, un remordimiento la asaltaba por no haber cumplido su promesa, pero pronto se deshacía de él diciéndose que Martina, en la choza, tal vez no estuviese tan enferma como parecía, y que al ángel había debido sanar. Además no se preocupaba demasiado de ese pasado tan oscuro, tan lejano, y no podía tener tristezas puesto que dormía bien todas las noches con la cabeza apoyada en el hombro de su regio esposo. Pero sucedió algo terrible: un día el rey desapareció para no aparecer más, y nadie pudo saber lo que le había sucedido. VI Desde que se
encontró sola, desde que fue desdichada, Martina se acordó del ángel que la
había esperado en vano. Cuando uno se lamenta, es proclive a tener piedad. Se
reprochó amargamente haber condenado al tránsito al misericordioso inmortal,
pues sin duda había dejado de existir hacía mucho tiempo, y, un día, habiéndose
vestido con un traje de mendiga, con un vestido parecido al que llevase antaño,
se encaminó hacia la choza en medio del campo. ¿Esperaba que todavía estaría a
tiempo de retomar su lugar en el fatal lecho? ¡Oh! no, ella sabía muy bien que
había cometido una falta irreparable; pero quería volver a ver, cual peregrina
arrepentida, el lugar donde había sufrido aquél que se expuso por ella. La choza
ya no eran más que escombros en la estéril llanura. Pidiendo información a los
vecinos, que no la reconocieron, Martina supo que los habitantes de aquellas
ruinas habían abandonado el país, tiempo atrás, tras la muerte de una querida
hija; y no se sabía que camino habían tomado. En cuanto a la niña, estaba
enterrada en el pequeño cementerio, en la ladera de la colina. Así que era
cierto, el celeste sustituto había muerto a la hora en la que ella habría debido
morir y había sido sepultado. Por lo menos iría a rezar sobre la tumba del
ángel. Entró en el cementerio, se arrodilló ante una cruz baja donde se leía el
nombre de Martina entre las altas hierbas floridas. ¡Que desgarros sufría su
corazón! ¡Qué culpable se consideraba! ¡Con cuántas lágrimas imploraba la divina
clemencia! Pero una voz le dijo, una voz tan dulce que, a pesar de su dolor, fue
presa de una encantadora sensación auditiva: Traducción de
José M. Ramos |