EL MÁS BELLO RECUERDO

Apenas introducidos en la luminosa sala con las paredes de porfiria rosa incrustada de amatistas, los tres jóvenes príncipes, casi unos niños todavía (pues Aymon, el mayor, tenía diecisiete años, Colomban dieciséis y Roselin quince) dijeron, hablando al unísono, al buen Hechicero sentado en un trono de jade con los pies en las crines de un dragón familiar:
–¡Ilustre Mago!, que mediante tantos prodigios y generosas acciones habéis adquirido una fama sin parangón en todos los países del mundo, sabed que somos los hijos de un rey a los que nos gustaría ser poetas.
El buen Hechicero, con su hermosa barba color rosa claro, prorrumpió en carcajadas.
–¿Nada más que eso? – dijo.– ¿Poetas? ¿Queréis ser poetas? Es decir que, simples herederos de un monarca, ¿pretendéis asemejaros a los dioses triunfantes? Ser poeta, muchachos, consiste en no ignorar nada, no tener nada que desear, puesto que se posee todo, y encontrar sin embargo el deseo en la posesión de las delicias nunca acabadas. Aquél a quien fue concedido el don de la poesía vive en el eterno encantamiento de los ritmos que lo mecen, pisa alfombras de púrpura y flores y tiene la mente en las estrellas. Los pájaros lo aman, las rosas lo aman, ¡las mujeres mueren de amor por él! ¿Deseáis ser poetas? ¡Ya lo creo! No os disgustéis. ¿Sabéis que, precisamente sorprendido por vuestra arrogancia, debería poneros en la puerta de mi palacio por esos negros gigantescos, vestidos de satén rojo, que son mis servidores? ¡Pero que le vamos a hacer! Recuerdo haber visto, hace ya mucho tiempo, a la joven archiduquesa, destinada a convertirse en vuestra madre, coger unas amapolas en un campo de trigales dorados; y tenía la más bonita gracia del mundo recogiendo esas flores; además, me habéis sido recomendados por un ruiseñor amigo mío que acostumbra a cantar, por las tardes, en un gran tulipán florido, enfrente de la ventana a donde venís a soñar. Quiero pues hacer algo por vosotros. Uno de los tres será poeta, ¡acepto! ¡lo ordeno! y creo, pequeños príncipes, que me lo agradeceréis de rodillas.
Ellos cayeron de rodillas, con el aspecto de la más sincera gratitud; pero, en el fondo de sus corazones, no estaban tan satisfechos como aparentaban.
–¡Uno de nosotros! ¿Cuál, ilustre Mago?
El Hechizero respondió:
–¡Aquél que de entre vosotros se muestre el menos indigno de la gloria a la que aspiráis! Escuchadme bien. Durante un año iréis a recorrer el mundo, pero no juntos. Observaréis a los seres y a las cosas; luego regresaréis a mi palacio de porfiria rosa incrustada de amatistas, y aquél de los tres que traiga el más bello recuerdo ¡le concederé el don de la poesía!

***

Transcurrido el año, los tres príncipes regresaron a la residencia del ilustre Mago cuya barba tenía el color de las rosas blancas.
Se inclinaron con respeto, pues habían sido muy bien educados en la corte de su padre, y sabían como debían comportarse con los hechiceros.
Él les preguntó:
–¡Y bien! pequeños príncipes, ¿que habéis encontrado en vuestros viajes? ¿Qué cosa os ha parecido, entre todas, más digna de admiración? Habla ante tus hermanos, tú, Aymon, ya que eres el mayor.
– Lo que he visto más sublime – exclamó Aymon, con la mirada deslumbrante de glorias, fue ¡una batalla, al caer el sol, en una amplia llanura! Las armaduras, chocando, sonaban y resplandecían. Unos estandarte, como enormes y terribles pájaros, destacaban sobre el tumulto con movimientos de alas desgarradas. Los gritos de victoria, en su torbellino, arrastraban los estertores de la derrota. Y las espadas se estremecían en el aire, luminosas y tupidas, como un millón de tallos florecidos con luminosidades de acero. Y, mientras los vencidos huían hacia el horizonte, sangrientos y gritando, apareció, sobre un caballo blanco, en la cima de la colina, en el arroyo de oro y de los púrpuras celestiales, el joven general vencedor, ¡con su penacho ondeando al viento!
El buen Hechicero dijo:
–En verdad que es un magnífico espectáculo, cuando el tiempo es bueno, ver matarse entre sí a unos héroes con brillantes armaduras. No te oculto, Aymon, que tienes alguna oportunidad de obtener el don de la poesía.
Pero, volviéndose hacia Colomban, dijo:
– ¿Y tú? ¿Qué has visto tú? – preguntó el Mago
He visto muchas cosas que no me han merecido el interés deslumbrante que otros hombres les condecían. Los parques reales donde tantas bellas princesas se pasean, dejando arrastrasr sus vestidos de satín, entre la suntuosidad de los pavos reales; las cortesanas que se divierten, mientras se les habla de amor, el ruido que hacen los rubíes cayendo uno a uno en una copa hecha de una sola perla; el poder de los reyes, la opulencia de los avaros, los lujos, los triunfos, las glorias, ¿qué es eso? Verdaderamente, ya había perdido toda esperanza de encontrar algo cuyo recuerdo mereciese vivir en mí, cuando entré en una ciudad donde la peste hacía grandes estragos. Me invadió la piedad viendo tantos moribundos y tantos cadáveres en las calles, en los umbrales de las puertas, por todas partes; el contagió rondaba en el aire como un mal viento, y me disponía a salir de esa lúgubre ciudad cuando vi a unas mujeres que iban de enfermo en enfermo, ofreciendo remedios, ofreciendo consuelo. ¡No tenían miedo de contraer el horrible mal! Para que esos miserables sufriesen menos, estuviesen menos abandonados, ¡ellas desafiaban el asco, los peligros, la probable muerte! Y me sentí lleno de una ferviente adoración por esas mujeres misericordiosas; y comprendí que no vería nada más hermoso sobre la tierra.
El buen Hechicero dijo:
– Es cierto que es un noble espectáculo el que nos proporciona la abnegación de la caridad. No te oculto, Colomban, que tienes, como tu hermano mayor, alguna oportunidad de obtener el don de la poesía.
Pero Roselin, el más joven de los tres hijos del rey, fresco y frágil como una flor de largo tallo, todavía no había hablado.

***

Interrogado, respondió:
– No me han llamado la atención las grandes batallas en las llanuras, bajo el sol poniente, ni las caritativas personas que cuidan a los moribundos en las ciudades donde las peste hace grandes estragos. Pues, el día de nuestra partida, desde los primeros pasos, vi algo después de lo que ya no supe ver nada más; y, desde luego, no seré yo quién obtenga el premio.
–El Mago preguntó:
–¿Qué viste entonces, pequeño?
–Fue lo siguiente – dijo Roselin – Cuando entraba en las afueras de una pequeña ciudad, había allí en una ventana una joven muchacha que lloraba. Me acerqué. Sí, lloraba. Sus ojos, color cielo, se parecían a unas perlas húmedas por la lluvia. Creo que era muy hermosa. Pero mirando a sus ojos, sus ojos llorosos, le dije: «¡Oh! Señorita, ¿cuál es la causa de vuestra pena? – La causa de mi pena, me respondió, es que mi novio, el único ser viviente al que quiero, me ha dejado en mi casa para ir detrás, a la aventura, de una bohemia que pasaba. » Y ella sollozaba en sus temblorosas manos pálidas. Entonces yo lloré también, y, luego, en mis viajes, no he visto nada más, de tal modo mis ojos estaban deliciosamente velados por las lágrimas.
El buen Hechicero exclamó, acariciándose su barba blanca:
–¡El poeta serás tú, hijo mío! pues nada es tan noble ni tan sagrado como el dolor de las vírgenes enamoradas, y ¡eres tú quién ha contado el más bello recuerdo! Sí, te concederé el don de los ritmos y de las rimas sonoras; pero, tú que sollozas con las jóvenes muchachas llorosas, debes saber, muchacho, ¡que ya eras poeta!

Traducción de José M. Ramos
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