LOS MEJORES AMORES
I
–Cuando yo era
la amante del Señor de Marciac... – dijo Elena de Courtisols.
La Señora de Lurcy-Sevi alzó los brazos hacia el techo.
–¡Ah! Dios mío – exclamó – ¿vos habéis sido la amante del Señor de Marciac?
–Sin duda.
–¿Y lo confesáis?
–¿Por qué no debería hacerlo a vos que sois mi más querida y fiel amiga?
–¿Como es posible que no hubiese sabido nada de ello en nuestro mundillo tan
curioso y charlatán, en el que las sospechas proliferan de tal modo que llegan a
preceder a los hechos? La mayoría de las murmuraciones son proféticas.
–Es que me escondo muy bien. Pero he sido su amante, sí, os lo aseguro.
–Me asombráis. ¿Cuando ha ocurrido eso?
–Dejad que me acuerde. El corazón se confunde entre tantos recuerdos. Pienso que
fue un poco antes de haber roto con el vizconde de Argelès y casi inmediatamente
después de haber sido abandonada por el Señor de Rosavène.
–¡Santo Dios! Habéis tenido tres amantes, vos que se os considera entre las más
irreprochables mundanas, cuya persistente ingenuidad, semejante a la de las
pequeñas novicias apenas espabiladas, es proverbial, vos que enrojecéis hasta en
el blanco de los ojos cada vez que alguien interpreta al piano algún romance un
poco tierno.
La Señora de Courtisols se echó a reír.
–Eso demuestra – dijo – que no hay que fiarse de las apariencias. ¡Tres amantes!
Estaré muy frustrada si no tengo más.
– Realmente caigo de las nubes.
– ¿Queréis que os cuente toda mi historia?
– Por desgracia me temo que será un poco larga.
– No acabaría nunca si me demorase con algunas complacencias en cada uno de mis
amores, si insistiese en los prolegómenos, en las primeras citas, en las
amistosas o dramáticas rupturas. Pero, tranquilizaos, trataré de resumir. Haré
una simple enumeración. Habré contado todo en menos de una horita.
–¡Elena! ¡Elena! ¿estáis loca o es que os habéis propuesto hacerme perder la
razón?
II
– Antes de mi
matrimonio comenzó la desenfrenada enamorada...
–¡Pobre Señor de Courtisols!
–¡Bueno, bueno! no lo compadezcáis y dejadme contar. Antes de mi matrimonio, en
el convento, yo era la más inocente de las chiquillas que se pueda imaginar. Si
alguien me hubiese preguntado por qué los pájaros hacían su nido entre las
enredaderas, a lo largo del muro del jardín, y por qué las mariposas del
parterre revoloteaban de dos en dos, yo habría quedado muda al no saber que
responder, y si hubiese tenido la curiosidad de saberlo, habría ido a informarme
de ello a la madre superiora. En realidad no me ocupaba más que de mis muñecas,
– tenéis que recordar que tenía muchas – vistiéndolas, desnudándolas,
poniéndoles nombres, imaginando comedias y dramas donde les hacía interpretar
papeles, poniéndolas cada noche en mi cama, besándolas en la frente, la una
junto a la otra, antes de cerrar los ojos; a la preferida, que no era siempre la
misma, la acostaba sobre mi pecho, entre mis senos no más grandes por aquel
entonces que esas florecillas redondas llamadas sauquillos. Tenía aspecto de
encontrarse muy bien allí.
– Y yo que pensaba que vuestra inocencia se había mantenido, casi tan cándida, a
pesar del matrimonio, de tanto como habéis conservado esa vaga inconsciencia en
la ensoñación de vuestros ojos, y esa sensibilidad infantil en el pudor siempre
asustadizo de vuestras actitudes.
–¡Pues bien! os habéis equivocado pensando de ese modo.
–¡Elena! ¿qué pretendéis confesándome que...?
– No podríais dejar hablar a las personas sin interrumpir? Os aseguro que supe
muy pocas cosas durante la luna de miel, en la que el Sr. de Courtisols, aunque
no tuviese más que cincuenta años, se mostró completamente paternal. Pero
cometió la imprudencia de presentarme a uno de sus sobrinos, el Sr. Georges
Béryl, que es oficial de marina, y, al verlo dos o tres veces, sentí mi corazón
dar un vuelco.
–¡Ay! – exclamó la Señora de Lurcy-Sevi.
– Trataba en vano de no pensar en él; imaginaba la dicha que experimentaría
teniéndolo junto a mí, al estrecharlo contra mi corazón, al besar los bonitos
bigotes morenos que se rizaban sobre sus labios tan rojos.
–¡Elena!
–Finalmente reconocí que me sería imposible resistir a una inclinación que cada
día se hacía más intensa, y, a fe mía...
– ¡No sigáis, por el amor de Dios!
– Pero amé poco tiempo al Sr. Georges Béryl.
–¿Se fue tal vez en algún viaje?
–Sí, quizás, no lo recuerdo. Me había vuelto medio loca por un tener extranjero
que cantaba unos romances españoles en las veladas de la Señora de Ruremonde.
–¡Un artista! alguien que no era de vuestro mundo.
–¿Y que queréis que le haga? Nunca he sabido resistirme a mí misma...
–¡Ni a los demás!
–Esa no fue más que un cariño frívolo, un capricho. Me aferré no obstante de un
modo más serio al Sr. de Caldelis...
–¡Qué está casado!
–...Y al vizconde Tristán, que está soltero. Compenso así uno con otro. Además,
de vez en cuando, regresaba junto al tenor español los días en los que me sentía
musical.
–¿Erais capaz de tales traiciones?
–Consentía en ello. Incluso añadiré que lo hacía no sin una especie de placer.
Luego tuve algunas fantasías. El Sr. de Asprières me gusto mucho a causa de su
porte cabalgando, el vizconde Cyrille, por fatuo que sea, porque se viste de
maravilla, y el marqués de Sudre porque es excelente dirigiendo el cotillón.
Incluyo en todo eso al Sr. de Marciac, al vizconde de Argeles y al Sr. de
Rosavene. Podéis estar segura de que no tienen nada que envidiar a los otros; y
recuerdo también haber tenido la más tierna misericordia por un poeta poco
célebre, cuyo nombre no recuerdo, que escribía sonetos en mi álbum, y por un
jockey muy famoso, al que mi marido había hecho venir de Inglaterra.
–¡Estoy confusa! y, entre tantos culpables abandonos...
–¡Vos no estáis al corriente!
–... Entre tantas irreparables faltas, ni un amor verdadero, profundo, donde el
furor de la pasión pueda ser admitida como una excusa.
– Os equivocáis, he amado a alguien con ferocidad. ¿Recordáis a Guy de Mirande,
ese joven agregado de embajada que era un asiduo de mi casa el año pasado?
–Sí. Ha dejado París, está en Oriente, creo.
Elena de Courtisols tomó un aspecto serio, casi solemne.
–No ha abandonado París.
–¿Ha vuelto?
–¡Lo he matado!
–¿Qué? ¿Cómo? Lo habéis...
–Matado. De tres disparos de revolver que le han destrozado el cráneo. ¡Porque
me había engañado! ¡porque había preferido a una indigna criatura a mí que lo
amaba con todo mi corazón! Veis pues que soy muy capaz, como cualquier otra, de
sentir una pasión profunda, furiosa, trágica.
La Señora de Lurcy-Sevi, pálida de espanto, había retrocedido. Tras un
prolongado silencio, dijo:
–¡Desdichada, desdichada amiga! Espero al menos que ese fatal desenlace, que esa
fúnebre aventura os haya colmado el alma de lamentos y taciturnos pensamientos.
Habéis debido hacer un acto de contrición, reconocer todo lo que vuestra
conducta había tenido de reprobable. Estoy segura que ahora ya no os abandonáis
más a tantos culpables transportes; y el terrible final de ese amor os ha
inspirado el horror de todos los amores.
La bonita asesina abrió sus grandes ojos asombrada.
–¡En absoluto! – exclamó con una radiante sonrisa dibujada en su cara. – ¡Un
hombre ha muerto, pero quedan muchísimos vivos! Esta enojosa historia no me ha
impedido experimentar alguna inclinación por el Sr. Silvère Bertin, el pintor,
por el Sr. Ramón Oliveira, – ¿lo conocéis? es un viajero – por el Sr. Cyprien de
Berq...
–¡Basta! No quiero escuchar nada más. Sois una criatura espantosa. Y, sabedlo,
no tardaréis en ser castigada por vuestros execrables pecados. Si no conocéis el
remordimiento, conoceréis el deshonor, el desprecio. Esos hombres a los que os
habéis entregado no se callarán siempre...
–Sí, sí, claro que se callarán.
–¡No lo esperéis! Han sido vuestros amantes, dirán que vos los habéis amado.
– Ellos no lo dirán jamás.
–¿Por qué?
–¡Porque no saben nada! – exclamó Elena de Courtisols con su bella risa de rosa
abierta.
III
Continuó
hablando en voz baja:
–En el convento, donde tenía tantas muñecas, no leía novelas a escondidas, pero
leía a los poetas, todos los poetas. Ellos me enseñaron que ninguna realidad
humana vale la quimera de la ensoñación, que ningún amor es comparable a los
amores imaginarios. ¿Para que enredarse en la vida si con el pensamiento pueden
vivirse existencias más bellas que la propia existencia, con alegrías y dolores
despojados de las mezquindades de la realidad? ¡Ah! querida, no existen, sobre
ningunos labios, tan deliciosos besos como los besos esperados.
–¡Magnífico! ¡Creo que ya os entiendo! ¿Todos esos culpables placeres, cuya
historia me habéis contado no han sido más que sueños?
–Sí, sueños... un poco más que sueños sin embargo.
–¿Un poco más?...
–Para que el sueño pueda hacerse completamente dueño del alma, es necesario que
haya en él algo de verdad; siendo completamente imaginario no sería lo
suficiente humano para ocupar al hombre, – o a la mujer.
–No os comprendo.
–Enseguida me comprenderéis.
La Señora de Courtisols llamó y dijo a una doncella que apareció enseguida:
– Tráigame la caja, ya sabe, la caja grande. Si es demasiado pesada, diga a
Dominique que la ayude.
Un instante después un sirviente y la doncella depositaban sobre la alfombra de
la sala una caja enorme, forrada de seda con remaches dorados, parecida a esos
arcones donde se guardan los juguetes de los niños.
–¿Y bien? – preguntó la señora de Lurcy-Sevi.
– Levantad la tapa y mirad.
La caja estaba llena hasta el borde de un número indefinido de muñecos, no
demasiado grandes, vestidos como irreprochables caballeros, a los que sin duda
un fabricante genial, basándose en retratos o informaciones precisas, había
obtenido el parecido casi vivo del Sr. de Rosavène, del Sr. de Marciac, del
vizconde de Argelès, ¡y de todos los demás! Había allí una figurita en casaca de
jockey, y una cuya cabeza estaba rota como por unos disparos de revolver.
–¡Bien! ¡bien! – dijo la Señora de Lurcy-Sevi,–¡todo queda claro! ¿Cuando os
sentís atraída por la vista de algún joven, encargáis discretamente que se haga
su réplica, y, a esa imagen, como con vuestras muñecas de antaño, le atribuís
todos los papeles que imaginan vuestros deseos, las tenéis a vuestro lado cuando
estáis sola. Apuesto que, como antes, la preferida – no siempre la misma – se
duerme sobre vuestro pecho, entre vuestros senos más desarrollados ahora que los
sauquillos?
Elena de Courtisols hizo una señal que quería decir: «Dios mío, sí, es cierto,
lo habéis adivinado.»
–¡Oh! ¡Qué bonita idea! – exclamó la Señora de Lurcy-Sevi, frotándose las manos
como una niña que se divierte. ¿Sabéis lo que podríais hacer? Deberíais
prestarme de vez en cuando algunos de esos muñecos.
–¡Oh! no. Eso es imposible.
–¿Por qué?
Elena de Courtisols respondió seriamente:
– Porque soy celosa.
Traducción de
José M. Ramos
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