LA MEMORIA DEL CORAZÓN

I

El reino estaba desolado porque el joven rey, desde que había enviudado, ya no se ocupaba de los asuntos de Estado, pasando los días y las noches llorando ante el retrato de su querida difunta. Ese retrato lo había hecho él mismo a propósito no habiendo sabido casi pintar; pues no hay nada más cruel para un amante o un esposo verdaderamente enamorado, que dejar a otro la tarea de reproducir la belleza de la amada; los artistas tienen un modo de mirar de cerca a sus modelos que no gustaría a un celoso; no plasman sobre la tela todo lo que han visto; les debe quedar algo en los ojos y en el corazón también. Y ahora ese retrato era el único consuelo del joven rey; no podía contener sus lágrimas viéndolo, pero no habría cambiado la amargura de esas lágrimas por la dulzura de las más felices sonrisas. En vano acudían sus ministros a decirle: «Señor, hemos recibido inquietantes noticias: el nuevo rey de Ormuz ha movilizado un numeroso ejército para invadir vuestros Estados»; él fingía no escuchar, con la mirada siempre fija en la adorada imagen. Un día se encolerizó y a punto estuvo de matar a uno de sus chambelanes, a aquél que se había atrevido a insinuar que los dolores más legítimos no deben ser eternos, que su amo haría bien en pensar en casarse con alguna joven muchacha, nieta de emperador o hija de aldeano, no importa. «¡Monstruo! gritó el inconsolable viudo, ¿cómo te atreves a darme un consejo tan vil? ¿Quieres que sea infiel a la más gentil de las reinas? Aléjate de mi vista o perecerás por mi propia mano. Pero antes de salir debes saber, para repetir a todos, que nunca mujer alguna se sentará en mi trono y dormirá en mi lecho ¡a menos que se parezca a la que he perdido!» Y sabía que hablando de ese modo, no se comprometía demasiado. Tal como ella revivía en su marco de oro, – ¡desgraciadamente muerta, no obstante!– la reina era tan perfectamente bella que por toda la tierra no habría podido encontrarse igual. Morena, con largos cabellos que caían como ébano líquido, la frente un poco alta, de marfil color ámbar, los ojos profundos, de un negro nocturno, la boca bien abierta por una sonrisa donde brillaban todos los dientes, desafiaba todas las comparaciones, las semejanzas, e incluso una princesa que hubiese recibido en su cuna los más preciosos dones de todas las hadas buenas, no hubiese podido tener tan hermosos cabellos oscuros, tan profundos ojos marrones, ni esa frente, ni esa boca.

II

Transcurrieron muchos meses, – más de un años, – sin que se produjese cambio alguno en el triste estado de cosas. Desde Ormuz se recibían noticias cada vez más alarmantes; el rey no se dignaba a hacer caso al peligro creciente. Es cierto que los ministros percibían los impuestos en su nombre; pero, como guardaban el dinero en lugar de emplearlo en equipar soldados, el país no dejaría de verse asolado y luego pagar para dejar de estarlo. De modo que todos los días se congregaba ante el palacio grupos de personas que venían a suplicar y a lamentarse. El enamorado de la muerta no salía de su melancolía; no tenía atenciones más que para el silencioso encanto del retrato. Sin embargo en una ocasión, – era la hora en la que el alba tiñe de rosa y azul los cristales, – se volvió hacia la ventana, escuchando una canción que sonaba, una canción grácil y débil, bonita y matinal como un trino de oropéndola. Dio algunos pasos asombrado, pegó la frente al cristal, miró. ¡Apenas pudo retener un grito de placer! Jamás había visto nada tan encantador como esa pequeña pastora que llevaba al campo su rebaño de corderos. Era rubia al punto que sus cabellos doraban el sol más que éste los doraba a ellos. Tenía la frente un poco baja, rosa como las jóvenes rosas, los ojos claros, de una claridad de aurora, y su boca reía tan fina que, incluso abierta por la canción, apenas dejaba ver cinco a seis pequeñas perlas. Pero el rey, por encantado que estuviese, se sustrajo a ese espectáculo, poniendo sus manos sobre sus párpados cerrados, y, completamente avergonzado de haberse alejado un instante de la bella difunta, regresó hacia el retrato, se arrodilló llorando de dolor y delicia; ya no recordaba del todo que había pasado una pastora bajo la ventana cantando. «¡Ah! tú estás segura, gemía, de que mi corazón en duelo te pertenece para siempre, puesto que no existe ninguna mujer que se te parezca; y haría falta, para que tuviese una reina, ¡que tu imagen saliese viva de un espejo donde ella se hubiese eternizado!»

III

Al día siguiente, admirando el retrato de la muerta, tuvo una penosa sorpresa. Pensando se dijo: «Qué extraño. Parece que esta sala es húmeda; el aire que se respira aquí no es bueno para las pinturas. Pues, al fin y al cabo me acuerdo perfectamente que los cabellos de mi reina no eran tan oscuros como los veo. No, desde luego, no tenían esa negrura de ébano líquido. Brillaban aquí y allá, lo recuerdo bien, con el color de la aurora, no de la noche.» Pidió sus pinceles y su paleta y corrigió muy rápido el retrato que había estropeado el aire húmedo. «¡Perfecto! he aquí la cabellera dorada que yo amaba tan apasionadamente y que amaré por siempre.» Y, lleno de una amarga dicha, renovó, de rodillas ante la imagen ahora parecida al querido modelo, sus juramentos de eterna fidelidad. Pero, realmente, algún malévolo genio debía burlarse de él: habiendo pasado tres días, se vio obligado a reconocer que el retrato había sufrido aún deterioros notables. ¿Qué quería decir eso? ¿Por qué esa frente de marfil, color de ámbar, estaba tan alta? ¡Gracias a Dios tenía buena memoria! Estaba seguro de que la reina tenía una frente pequeña, sonrosada y fresca como las jóvenes gavanzas. Y con algunos retoques de pincel, bajó la cabellera dorada y dio color a la frente con un rosa claro. Y sentía el corazón lleno de una ternura infinita por el cuadro restaurado. ¡Al día siguiente, fue peor aún! Era evidente que los ojos y la boca del retrato acababan de ser cambiados por una misteriosa voluntad o accidentalmente. Su amada nunca había tenido esas pupilas oscuras, de un negro de noche, ni esa boca demasiado abierta que mostraba casi todos los dientes. ¡Ah! todo lo contrario, el azul matinal del cielo, donde revolotean las oropéndolas, no igualaba en dulzura el azul de los ojos con los que ella lo miraba; y, en cuanto a lo que era su boca, era tan estrecha que, incluso abierta por una canción o un beso, apenas dejaba ver algunas pequeñitas perlas. El joven rey se sintió presa de una violenta cólera contra ese absurdo retrato que contradecía tantos queridos recuerdos. Si hubiese estado en su poder el execrable hechicero al que era debida esa transformación, – pues con toda seguridad se estaba produciendo algún hechizo, – se habría vengado de él de un modo terrible. ¡Poco le faltó para pisotear la falsa imagen! Sin embargo se calmó, pensado que el mal era reparable. Se puso al trabajo; pintaba según sus fieles recuerdos; y algunas horas más tarde apareció sobre el lienzo una joven con ojos azules como la lejanía del alba, con la boca tan pequeña que, si hubiese sido una flor, apenas hubiese podido tener dos o tres gotas de rocío. Y él miraba a su reina, lleno de un doloroso entusiasmo. «Es ella! ¡Ah! ¡ahora es ella!» suspiraba. Si bien no tuvo ninguna objeción que hacer el día en el que el chambelán, – cuya costumbre era mirar por el agujero de las cerraduras – le aconsejó tomar por esposa a una encantadora pastorcilla que pasaba todas las mañanas ante el palacio, cantando una canción; pues se parecía en su totalidad, – un poco más bonita quizás, – al retrato de la hermosa reina.

 

Traducción de José M. Ramos
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