METEMPSICOSIS
En cierta
ocasión, hablando de las formas bajo las cuales vivimos en los siglos pasados, –
pues todas las personas que tienen un poco de memoria recuerdan sus existencias
anteriores, – preguntaba yo a la que es mi única alegría y mi único anhelo:
–¿Recuerdas, querida mía, haber sido amada en tiempos pasados, cuando no eras
aún la más hermosa de las bellas de hoy en día?
–¡Ya lo creo que fui amada! – dijo ella. Cuando me mostraba en Cerámica, vestida
y peinada según la moda, los más guapos y ricos jóvenes se desviaban de su
camino para cumplimentarme por mi vestido y ofrecerme a cambio una mirada, la
promesa de un beso, conchas de oro y esas piedras preciosas que, detrás de
ellos, unas esclavas llevaban sobre cojines de púrpura. Más tarde, en Roma, era
una impúdica y magnífica cortesana y por mí se mataban en las calles, después de
la misa, o en los claustros después de cenar, los lúbricos cardenales; y, antes,
– pues cien años no es más que un minuto en la eternidad de la transmigración de
las almas, – fui entre los Porquerones una hermosa muchacha, – muy virtuosa
además – que los más altos nobles a quienes gustaban los desaires con los que yo
respondía a sus galanteos, ¡se vanagloriaban de mostrar sobre la mejilla la
marca de mis cinco dedos! Creo haber sido también en otros tiempos, la muy
austera esposa de un pastor calvinista que me decía con adoración: «¡Tiene que
haber santos, puesto que tú existes!» y la novia de un lugarteniente de húsares
que se hizo matar en la batalla porque el día de entrada en combate le negué la
rosa de mi corsé.
Yo quedé muy satisfecho, no sin algunos celos, – de saber que mi amiga, en todo
momento pasado, había gustado tanto.
– Y – le pregunté un tanto inquieto – ¿te acuerdas de haber amado en la más
remota antigüedad?
–¡Desde luego, recuerdo haber amado! Reina de un país bárbaro, combatí a la
cabeza de mi ejército a los hombres de Occidente que venían a robar los tesoros
reunidos bajo las tiendas de nuestros desiertos; pero, tras la victoria, me
atravesé el seno con una daga muy aguda, porque uno de mis jóvenes guerreros
favoritos había muerto en combate. He adorado, vestida de pieles en mi gruta
subterránea, a un guapo groenlandés pescador de ballenas y morsas. He
coqueteado, no sin cariño, al despertarme en mi habitación de marquesa, con el
sacerdote fresco como una joven damisela y con el vizconde guapo como una
protagonista de ópera. De la época en la que me llamaba Doña Leonor, desgarré,
herí y estrangulé con mis dos manos rosas que quedaron completamente
ensangrentadas, a Dolores, mi rival, en la cama de don Páez. He sido una pequeña
obrerilla que esperaba a su buen amigo cantando una canción bajo las flores de
una buhardilla; y he sido también una delicada casada, turbada con el corazón
palpitando en la habitación nupcial donde el esposo iba a entrar.
Que fuese amada tantas veces, era algo que me irritaba un poco. Al menos eso
probaba la ternura de su corazón, ¡persistente a través de los tiempos! y tomé
el aspecto de alguien que estuviese muy contento.
–Y – le pregunté (¡oh! ¡qué ansioso estaba esta vez!) ¿recuerdas haber sido, en
los días desaparecidos…
–¿Qué?
–¡Fiel!
Ella pensó, pensó durante un largo intervalo de tiempo. Finalmente dijo:
–No, no lo recuerdo.
Estas palabras, como podéis imaginar, me desolaron cruelmente. ¡Cómo creer en la
constancia actual de una persona que en ninguna época fue constante! Pero mi
desesperación no fue muy duradera, pues, saltándome al cuello, dijo:
–No, no, de haber sido fiel, no tengo recuerdos; pero, bueno, ¡ya me acordaré en
las existencia futuras!
Traducción de
José M. Ramos
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