LAS JOVENCITAS MISS CARLINO I La pequeña Mion
guardaba los corderos a la sombra de los frondosos castaños, que ponen una
sombra azul sobre el oro verde de la hierba del prado. El aire ardiente del
mediodía era fresco bajo las ramas, con fragancias de tierra y savia. Había
aguzanieves que meneaban sus largas colas gris perla detrás de los animales que
pacían, a veces volaban sobre el vellón, dando un picotazo y huyendo, no
demasiado lejos, con la emisión de un bonito grito. II Miss Carlino fue, en muy poco tiempo, una acróbata célebre. Tan joven, tan frágil, igualaba en temeridad y en habilidad a los más extraordinarito gimnastas. Bailar sobre la cuerda floja, sin balancín, era un ejercicio mediocre al que hubiese pronto renunciado. Como Léotard, como Léona Dare, ella se suspendía de los inseguros trapecios, los dejaba, los volvía a coger; se la introducía, encantadora, en la boca de un cañón, y, en el ruido formidable, en una explosión de chispas y humo, se lanzaba a través del aire, con los brazos parecidos a dos alas abiertas, – una bala que sería un pájaro. Obtuvo por todas partes, en Londres, en Paris, en Viana, en los circos, en los hipódromos, exclamaciones entusiastas, con gritos de miedo, cuando miss Carlino planeaba sobre todas las cabezas, sin red, deslumbrante de lentejuelas de plata, entre la apoteosis del gas y la luz eléctrica. ¡La gloria! ¡Conoció toda la gloria! No importa; la pequeña Mion siempre pensaba en sus corderos sobre el césped, en el perro leonado y erizado al que molestaba el sueño gruñón bajo la sombra de los castaños. Incluso el esplendor de los vestidos de seda y de los brillos luminosos no la había deslumbrado; ella se volvía a ver, en pensamiento, con los pies descalzos, vestida con una falda de algodón rojo, una camisa de gruesa tela rústica; y, sin saber que imitaba al pastor de la leyenda, conservaba, en la gran maleta, bajo sus vestidos de circo, los harapos de antaño, siempre queridos, que no habían perdido el olor de los vellones acariciados… En el vuelo atrevido de un trapecio a otro, – durante este minuto peligroso donde la menor distracción tal vez, sino la muerte o al menos algún miembro roto, – le sobrevenía el pensamiento de los brincos de las bestias blancas a lo largo del camino descendente, y ella se decía que el corderillo debía haber crecido mucho desde que ella había partido! Al regresar a bambalinas o en la caballeriza después de las tres llamadas, se la veía que se echaba a llorar, con la cabeza entre las manos, mojando de lágrimas su bonito traje de trapecista. Una única esperanza la consolaba de su pena. Dos años, es mucho, es mucho, pero, en fin, no es toda la vida. El contrato que la vinculaba al director del circo estipulaba un compromiso de dos años. ¡Ella sería libre, más tarde! Con qué impaciencia esperaba la hora de la liberación. Pasaron meses. Viajes, peligros, triunfos. ¡Contaba las semanas, los días! ¡El tiempo no parecía pasar! Sin embargo, ya no lloraba. Estaba casi alegre. Se aproximaba el momento en el que podría regresar allá abajo, cerca de sus animales. Todo llega, incluso la felicidad. «Señor, dijo, una tarde, – en el momento de comenzar sus ejercicios, – ¿mañana podré regresar a mi casa?» Pero el hombre prorrumpió en una gran explosión de risa «He renovado el contrato con tus padres, y me perteneces durante cinco años más aún.» Ese fue un golpe terrible. Le pareció que algo se rompía en su corazón, y que iba a morir. Se la empujó al circo. Tenía que trabajar: Maquinalmente, – como en una borrachera donde no se sabe ya lo que se hace, – tomó la cuerda, se izó. ¡Era posible! ¡Cinco años todavía! ¡Cinco años! Se sentó sobre el trapecio, se balanceó, pensando. ¡Tantos años! ¡Tanto como decir siempre! No volvería a ver jamás a sus corderos bajo los árboles. Cuando regresase, el perro estaría muerto. Dejó uno de los trapecios, se agarró al otro, en un ruido furioso de aplausos. ¡Oh! ¡cómo maldecía esos bravos! Si no fuese tan ligera y osada, se la dejaría partir. Las personas torpes son muy felices; incluso las personas lisiadas son todavía más felices; Había llegado el momento en el que se introducía en la boca del cañón. Se deslizó hasta el fondo. La música se calló, como es costumbre para el final o el más arriesgado de los ejercicios. En ese silencio, ella todavía pensaba. ¡Ah! sí, ser lisiada, – coja, o una pierna rota – eso sería una suerte. Se produjo la detonación. Lanzada con fuerza, miss Carlino se hundió en el aire luminoso. «Lisiada, lisiada» se decía. El trapecio estaba allí, ante ella, al alcance de la mano… No lo agarró, y cayó al borde de una grada, entre la huida de los espectadores espantados que gritaban. III Hace algunos meses, con un hatillo sobre la espalda, un viajero, tal vez un pintor, tal vez un poeta, tras haber caminado toda la mañana por una región desierta, muy lejos de las vías del ferrocarril y de las ciudades, llegó a un llano verdoso donde una muchachita cuidaba unos corderos a la sombra de los castaños. Estaba sentada al pie de un árbol, acompañada de un perro pastor, erizado y leonado, que dormía en la hierba, con la cabeza sobre las patas. Ella reía, con aspecto contento, mirando sus animales. El paseante la miró durante mucho tiempo. Resultaba encantador verla así, tan feliz. Bruscamente se produjo una alegre conmoción entre los corderos y las ovejas; unos balidos que parecían reír. La pastorcilla, entonces, se levantó, corrió hacia los animales alegremente, y se puso a saltar con ellos, como ellos, en una diversión de locura. Y lo que había de singular es que ella tenía bajo uno de sus brazos una pequeña muleta que no la molestaba del todo. Publicado en Gil
Blas el 26 de octubre de 1883
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