LAS JOVENCITAS

MISS CARLINO

I

La pequeña Mion guardaba los corderos a la sombra de los frondosos castaños, que ponen una sombra azul sobre el oro verde de la hierba del prado. El aire ardiente del mediodía era fresco bajo las ramas, con fragancias de tierra y savia. Había aguzanieves que meneaban sus largas colas gris perla detrás de los animales que pacían, a veces volaban sobre el vellón, dando un picotazo y huyendo, no demasiado lejos, con la emisión de un bonito grito.
Mion, descalza, con sus pies enrojecidos aquí y allá de picaduras de cardos, vestida con una falda de algodón rojo y una camisa de gruesa tela rústica, estaba sentada al pie de un árbol; sobre las rodillas tenía un corderillo recién nacido, y, cerca de ella, acostado en la hierba, un perro pastor, leonado de pelo erizado, que dormía con la cabeza sobre sus patas, con gruñidos sordos, como si hubiese soñado con un lobo. Ella tenía nueve o diez años. Muy bajita, de ojos vagos, un poco grandes que ríen, bajo una maraña de pelo castaño en un rostro bronceado, saliendo sus flaquezas de la camisa agujereada en los codos, miraba con aire radiante – siempre acariciando al cordero que balaba dulcemente – los saltos de los pájaros en la hierba, el guirigay de los corderos que van de mata en mata, el va y viene sombrío y dulce de los verdores, solemne como una bendición. Mirando eso, reía con una alegría apacible que no pedía nada más. Con el rabillo del ojo, se metía por instantes con el perro dormido cerca de ella, le cosquilleaba el hocico, le retorcía la oreja; el perro sacudía la cabeza, se incorporaba un poco sobre las patas delanteras, bostezaba, volvía a tumbarse, y, largo tiempo, antes de volverse a dormir, lamía el pie desnudo de Mion. Ella reía siempre, extasiada.
Como no había sabido nada de las cosas de la vida en esa región alejada de las vías del ferrocarril y de las ciudades, Mion era muy dichosa, y jamás hubiese imaginado que existiesen otros placeres que no fuese jugar con los corderos y ver volar a los pájaros. ¿Sospechaba que hay muñecas, aros, juegos divertidos con raquetas? En absoluto; y al no saber leer, – ¿Quién hubiese perdido el tiempo en hacerla sabia? – no tenía ninguno de esos sueños que deja en los jóvenes espíritus la historia de las Bellas de cabellos de oro y de las Cenicientas protegidas por las hadas. Solo se diferenciaba de sus corderos en que ella hablaba y ellos balaban. ¡Diferencia apenas sensible! Pues, a fuerza de conversar con ellos, había acabado por tener en sus palabras, que raramente se ordenaban en frases, un no sé qué arrastrado, – como una prolongación del sonido casi animal, muy dulce. El único temor que conocía era regresar, por la noche, a la granja donde su tío y su tía eran criados; allí debía sentarse en una mesa, conversar con personas, pero después de cenar, subía al granero donde tenía una especie de camastro; furtivamente, ganaba el establo, y, sin desvestirse, se acostaba sobre la paja, entre el sueño de las bestias, teniendo por almohada algún cordero complaciente que la acomodase en su vellón.
Ese día, como los demás, fue encantador; sin otra aventura que correr junto a alguna oveja enloquecida por una picadura de mosca, y de compartir con el perro el pan negro empapado en leche. Luego, cuando la sombra subió poco a poco, ennegreciendo los troncos de árbol, elevándose en las ramas como un vaho oscuro; y el rebaño, por el camino estrecho, entre las espinas caídas de las hayas, bajó al valle, en un frenesí de blancuras saltarinas, Mion también saltaba, de piedra en piedra, un poco curvada, ayudándose de un corto bastón; y era como un cordero más que regresase al establo.
Desde el momento que puso el pie en la cocina de la granja:
–¡Aquí está la pequeña!– dijo la tía a un hombre que estaba sentado cerca de la puerta con aspecto de esperar.
El hombre, con sombrero redondo sobre la oreja, de gruesas sortijas en los dedos, una gran cadena colgada del chaleco, se levantó, se acercó a Mion, la tomó por la cintura de la falda roja, la levantó hasta las vigas del techo, la soltó, la atrapó con otra mano, no por la cintura, sino por el pie, la hizo girar dos o tres veces, siendo el cuerpo la cuerda y la cabeza la honda, la dejó caer al fin, de pie, sobre los azulejos, y, mientras la niña huía a un rincón con un grito de espanto, dijo a la tía con fuerte voz:
–De acuerdo. ¡Es joven, delgada, ligera! Así pues, firmemos los papeles. Trescientos francos por dos años. No hay más que hablar. Me la llevo. ¡He aquí una pequeña que no se imagina la suerte que tiene!
Mion lo miraba, estupefacta, con la boca abierta. Cuando se le hubo explicado que el hombre iba a llevarla para hacer de ella una bailarina de cuerda, como hay en las ferias, una saltimbanqui, ella se puso a sollozar y a verter gruesas lágrimas. ¿Abandonar su rebaño? ¡Jamás! No volverse a sentar al lado del perro, el cordero sobre las rodillas, en la sombra de los castaños, ¿es que acaso era posible? «No! ¡no! ¡no quiero!» Y al día siguiente, al amanecer, cuando fue el momento de la partida, hubo que sacarla del establo, gritando, forcejeando, tendiendo sus bracitos delgados, con un largo lamento, desgarrador, balante, hacia la puerta entreabierta donde los corderos se apresuraban en tumulto y balaban también viéndola irse.

II

Miss Carlino fue, en muy poco tiempo, una acróbata célebre. Tan joven, tan frágil, igualaba en temeridad y en habilidad a los más extraordinarito gimnastas. Bailar sobre la cuerda floja, sin balancín, era un ejercicio mediocre al que hubiese pronto renunciado. Como Léotard, como Léona Dare, ella se suspendía de los inseguros trapecios, los dejaba, los volvía a coger; se la introducía, encantadora, en la boca de un cañón, y, en el ruido formidable, en una explosión de chispas y humo, se lanzaba a través del aire, con los brazos parecidos a dos alas abiertas, – una bala que sería un pájaro. Obtuvo por todas partes, en Londres, en Paris, en Viana, en los circos, en los hipódromos, exclamaciones entusiastas, con gritos de miedo, cuando miss Carlino planeaba sobre todas las cabezas, sin red, deslumbrante de lentejuelas de plata, entre la apoteosis del gas y la luz eléctrica. ¡La gloria! ¡Conoció toda la gloria! No importa; la pequeña Mion siempre pensaba en sus corderos sobre el césped, en el perro leonado y erizado al que molestaba el sueño gruñón bajo la sombra de los castaños. Incluso el esplendor de los vestidos de seda y de los brillos luminosos no la había deslumbrado; ella se volvía a ver, en pensamiento, con los pies descalzos, vestida con una falda de algodón rojo, una camisa de gruesa tela rústica; y, sin saber que imitaba al pastor de la leyenda, conservaba, en la gran maleta, bajo sus vestidos de circo, los harapos de antaño, siempre queridos, que no habían perdido el olor de los vellones acariciados… En el vuelo atrevido de un trapecio a otro, – durante este minuto peligroso donde la menor distracción tal vez, sino la muerte o al menos algún miembro roto, – le sobrevenía el pensamiento de los brincos de las bestias blancas a lo largo del camino descendente, y ella se decía que el corderillo debía haber crecido mucho desde que ella había partido! Al regresar a bambalinas o en la caballeriza después de las tres llamadas, se la veía que se echaba a llorar, con la cabeza entre las manos, mojando de lágrimas su bonito traje de trapecista. Una única esperanza la consolaba de su pena. Dos años, es mucho, es mucho, pero, en fin, no es toda la vida. El contrato que la vinculaba al director del circo estipulaba un compromiso de dos años. ¡Ella sería libre, más tarde! Con qué impaciencia esperaba la hora de la liberación. Pasaron meses. Viajes, peligros, triunfos. ¡Contaba las semanas, los días! ¡El tiempo no parecía pasar! Sin embargo, ya no lloraba. Estaba casi alegre. Se aproximaba el momento en el que podría regresar allá abajo, cerca de sus animales. Todo llega, incluso la felicidad. «Señor, dijo, una tarde, – en el momento de comenzar sus ejercicios, – ¿mañana podré regresar a mi casa?» Pero el hombre prorrumpió en una gran explosión de risa «He renovado el contrato con tus padres, y me perteneces durante cinco años más aún.» Ese fue un golpe terrible. Le pareció que algo se rompía en su corazón, y que iba a morir. Se la empujó al circo. Tenía que trabajar: Maquinalmente, – como en una borrachera donde no se sabe ya lo que se hace, – tomó la cuerda, se izó. ¡Era posible! ¡Cinco años todavía! ¡Cinco años! Se sentó sobre el trapecio, se balanceó, pensando. ¡Tantos años! ¡Tanto como decir siempre! No volvería a ver jamás a sus corderos bajo los árboles. Cuando regresase, el perro estaría muerto. Dejó uno de los trapecios, se agarró al otro, en un ruido furioso de aplausos. ¡Oh! ¡cómo maldecía esos bravos! Si no fuese tan ligera y osada, se la dejaría partir. Las personas torpes son muy felices; incluso las personas lisiadas son todavía más felices; Había llegado el momento en el que se introducía en la boca del cañón. Se deslizó hasta el fondo. La música se calló, como es costumbre para el final o el más arriesgado de los ejercicios. En ese silencio, ella todavía pensaba. ¡Ah! sí, ser lisiada, – coja, o una pierna rota – eso sería una suerte. Se produjo la detonación. Lanzada con fuerza, miss Carlino se hundió en el aire luminoso. «Lisiada, lisiada» se decía. El trapecio estaba allí, ante ella, al alcance de la mano… No lo agarró, y cayó al borde de una grada, entre la huida de los espectadores espantados que gritaban.

III

Hace algunos meses, con un hatillo sobre la espalda, un viajero, tal vez un pintor, tal vez un poeta, tras haber caminado toda la mañana por una región desierta, muy lejos de las vías del ferrocarril y de las ciudades, llegó a un llano verdoso donde una muchachita cuidaba unos corderos a la sombra de los castaños. Estaba sentada al pie de un árbol, acompañada de un perro pastor, erizado y leonado, que dormía en la hierba, con la cabeza sobre las patas. Ella reía, con aspecto contento, mirando sus animales. El paseante la miró durante mucho tiempo. Resultaba encantador verla así, tan feliz. Bruscamente se produjo una alegre conmoción entre los corderos y las ovejas; unos balidos que parecían reír. La pastorcilla, entonces, se levantó, corrió hacia los animales alegremente, y se puso a saltar con ellos, como ellos, en una diversión de locura. Y lo que había de singular es que ella tenía bajo uno de sus brazos una pequeña muleta que no la molestaba del todo.

Publicado en Gil Blas el 26 de octubre de 1883
Traducción de José M. Ramos González
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