LA MOMIA
(versión breve)
Voy a contar
una aventura que me ocurrió hace dos años. En primer lugar he de decir que las
personas nerviosas que se regocijan siendo impresionadas por la rapidez de los
acontecimientos y lo imprevisto de las situaciones, no encontrarán placer en
ella. Expondré con sencillez, como han sido hechas y dichas, las cosas que he
visto y oído; el lector sagaz me excusará si las exigencias de mi relato me
obligan a hablar en todo momento de mí mismo.
El día en que mi padre consideró que yo estaba provisto de un número suficiente
de diplomas, me hizo llamar a su estudio (mi padre es notario en Dijon) y me
dijo con una sonrisa:
«Hijo mío, tienes veintiún años y nunca he tenido una queja de ti: eres un buen
muchacho. Tu inteligencia no es superior a la mía, tal vez incluso esté algo por
debajo; pero tus profesores siempre me han dado buenas referencias de tu
asiduidad y costumbres. Aquí tienes quinientos francos. Abandonarás Dijon mañana
mismo, para ir a donde te parezca; yo no soy de esos padres que contrarían la
vocación de sus hijos.»
Dicho esto, mi padre me mostró la puerta. No me asombró su conducta. A pesar de
la notable falta de perspicacia que todo el mundo reconocía en mí, yo no
ignoraba que, viudo desde hacía algunos años, vivía en concubinato con una
criada que le había dado varios hijos. Era natural que pensase en alejarme de su
casa; mi presencia le impedía llevar a cabo el proyecto largo tiempo acariciado
de un matrimonio con esa mujer. Me daba quinientos francos, era poco, pues era
rico; era mucho, pues era avaro.
Al día siguiente partí para París, y desde entonces no he vuelto a ver a mi
padre. En los primeros tiempos sufrí un poco nuestra separación; pronto dejé de
pensar más en ello. Pero no olvidaba tan fácilmente a mi tío y a la pequeña
prima que dejaba en Dijon. ¡Era tan bonita Dorotea! – Se llama Dorotea. – Muchas
veces, durante la noche, en ese estado de conciencia no dormido aún, que precede
al sueño, creía verlos a ambos, tío y prima, pasando por las murallas donde los
ciudadanos tiene por costumbre pasear cuando llega el crepúsculo; ella, risueña,
loca y provocadora, no evitando atraer la atención de los oficiales de
caballería que hacen tintinear sus sables; él, serio y con grave porte. Dorotea
llevaba un vestido de algodón estampado de flores que había estrenado el día de
Pentecostés; mi tío tenía su gran chaleco marrón y su pesada cadena de oro. ¡Oh,
la cadena de oro de mi tío! ¡Cuántas veces había soñado con hacer de ella un
collar para mi prima Dorotea!
Sin embargo yo no estaba ocupado solamente con esos recuerdos; aunque una
pequeña plaza en una compañía de seguros, y algunos trabajos de copista me
hubiesen permitido no mermar la suma que yo debía a la munificencia paterna, me
inquietaba mi futuro; y frecuentemente había pensado en acometer alguna empresa
industrial con los fondos de los que disponía. Ahora bien, una mañana, sumido en
esas reflexiones, almorzando en una pastelería, mi mirada cayó sobre la sección
de anuncios de un periódico. Uno de ellos llamó mi atención. Un sabio había
hecho un descubrimiento de una importancia capital y ofrecía compartir los
beneficios con la persona que le confiase una cantidad mínima, pero
indispensable para las últimas experiencias. Yo sabía que muchas personas
desconfían de las ofertas de fortuna insertadas en la cuarta página de las hojas
de los periódicos; pero nunca me había explicado los motivos de tal suspicacia.
Decidí de inmediato ponerme en contacto con el inventor, y, una vez acabado mi
almuerzo, me dirigí, – era domingo, – a la dirección que el periódico indicaba.
A decir verdad, a punto estuve de ser sorprendido cuando llegué ante el número
26 de la calle Saint-Ferdinand; había un número pintado sobre una de las
planchas de un cercado de madera, ¡pero no había casa! Tenía ante mí una especie
de terreno baldío, dónde se levantaban unas pobres barracas de saltimbanquis, y,
entre ellos, un enorme carromato verde desenganchado. Iba a marcharme, creyendo
en un error del periódico, cuando un hombrecillo muy viejo, seco, vestido con
frac negro abotonado hasta la barbilla, descendió del carromato, – especie de
casa con cuatro ruedas, – y se acercó a mí con una sonrisa en los labios.
«¿No desea hablar conmigo, señor?»
Yo le di a entender sin miramientos que no tenía por costumbre relacionarme con
saltimbanquis.
«¡Cómo! ¿Me toma usted por un mostrador de animales curiosos o por un exhibidor
de figuras de cera?»
El anciano adoptó un aire tan profundamente indignado pronunciando esas palabras
que yo permanecí completamente mudo. Él continuó:
«Soy miembro de varias Academias de Alemania y de tres ilustres sociedades de
Noruega; no he dedicado mi vida entera a resolver los más complicados problemas
científicos para ser insultado de ese modo, a mi edad, por un hombre como usted.
Sin embargo, – se había serenado súbitamente – admito que las apariencias están
en mi contra, y, en interés de mi gloria, deseo explicarle las cosas. Los
trabajos a los que me dedico ocasionan grandes gastos; de modo que he tenido que
crear una pequeña industria; con los vestigios de mis tentativas y los deshechos
de mi despacho, he compuesto una colección suficientemente curiosa que los
transeúntes pueden visitar por módicas sumas. Voy de ciudad en ciudad durante la
época de los festejos públicos. Los viajes no me resultan molestos, y de ese
modo viviré hasta que un poco de dinero, prestado por una mano generosa, me
proporcione los medios de convertirme en un hombre rico y glorioso y de
enriquecer al mismo tiempo a mi socio, a mi bienhechor.
Cuando el viejo me hubo dado esa explicación, me sentí muy avergonzado por
haberlo juzgado mal; le pedí mis más sinceras disculpas, que él aceptó solícito;
yo añadí que habiendo leído el anuncio insertado en los periódicos, estaba
dispuesto a asociarme con él si su invento era realmente importante.
«Perdonará usted mi desconfianza, respondió el viejito; más de una vez he sido
embaucado con semejantes propuestas. ¿Habla usted en serio?»
Yo llevé la mano a mi bolsillo con intención de extraer mi cartera; él detuvo mi
gesto.
«Está bien, le creo. Venga.»
Dicho eso, se dirigió, yo tras él, hacia el gran carromato verde. Abrió una
puerta, bajó un escalón y entramos en un lugar en el que reinaba la más completa
oscuridad.
«Va usted a ver cosas muy sorprendentes», dijo mi anfitrión.
A esas palabras, una gran luz invadió la estancia, ¡una luz sangrante,
siniestra! Apenas pude reprimir un grito, pues veía cosas terribles; una mujer
se hubiese desmayado, un niño se hubiese muerto. Me rodeaban numerosos cadáveres
empotrados en las paredes; cadáveres singulares, amarillentos, espantosos. Unos
rompían a reír, otros se retorcían como en convulsiones de agonía; aquellos
estaban desnudos, éstos ricamente vestidos. Había allí frentes coronadas de
abundantes cabellos; había allí condenados sin cabezas. Un recién nacido, bajo
unas mortajas harapientas, se arrastraba como una babosa; brujas medio desnudas
montaban sobre esqueletos de machos cabríos; larvas y estrigias se aferraban con
sus uñas a las paredes, y, sobre sus cráneos, un vampiro inmundo agitaba sin fin
sus fantásticas alas. ¡Oh, rictus espantosos! ¡horrorosas dislocaciones!
¡torsiones imposibles! ¡Oh, fealdades! ¡Oh, demonios! Todo eso parecía vivir y
agitarse, y dispuesto a gritar, y dispuesto a volar; y sin embargo estaba
muerto, nada hablaba, nada se movía. Incluso me parecía que los seres que veía
eran menos que cadáveres; hubiese dicho que se trataba de un aquelarre
repentinamente petrificado en el mismo instante del punto más álgido de su
desenfreno; estaba en presencia de una nada más falsa, más profunda que el de la
muerte. Y en cada boca sin dientes, en cada órbita sin ojos, algo se iluminaba,
algo que brillaba en el exterior y en el interior de los cuerpos; era esa luz
que había invadido bruscamente la estancia; de ahí ese horno rojo en el vientre
de cada espectro, y esas llamas, que parecidas a la sangre, discurrían bajo las
pieles, y, hacia el extremo de las uñas o las garras, desembocaban en destellos.
Jamás espíritu humano alguno concibió un exceso más horrible de infierno y
espanto. Mis dientes castañeaban, me sentía morir.
«¡Basta!, grité, ¡basta! ¡basta!»
Todo se apagó, todo se desvaneció, la oscuridad me envolvió.
«Esto, dijo el anciano que me había introducido en ese fúnebre lugar, no es más
que una inocente fantasmagoría; va a ver usted ahora la realidad de las cosas.»
Encendió una lámpara y distinguí treinta o cuarenta momias en buen estado de
conservación.
«Mire usted, dijo mi anfitrión, aquí no hay nada más sencillo y normal; pero
bastan algunas pizcas de fósforo ardiendo en esas antorchas y en esos ojos para
producir unos efectos fantásticos. Los cadáveres alineados a su izquierda son
momias naturales, es decir que han alcanzado ese grado de sequedad sin la menor
intervención humana. Las momias naturales deben su conservación al calor o al
frío. Un viajero sucumbe atravesando un desierto de arena; el calor del sol
acaba por deshidratar su cuerpo; resulta de ello una momia de una ligereza
singular. Observe ese monstruo arrugado, cuya barba está intacta y cuyo puño
desparece en su boca desmesuradamente abierta: es una momia del desierto. Era
objeto de un culto particular en un poblado libio del que he olvidado el nombre.
La hurté aún a riesgo de perder mi vida; era joven cuando me hice con esta
colección. ¿Le he hablado del poco peso de esas momias?; bastaría con un soplido
para hacerla caer. Pero no se debe creer que la momificación por el calor,
favorecida por los terrenos arenosos, sea imposible en otras condiciones. En
México, en algunos lugares de México, en unas llanuras pedregosas, tuvo lugar un
combate en el siglo XV entre los mejicanos y los españoles; los muertos fueron
numerosos; hoy el campo de batalla está cubierto de cadáveres petrificados. He
traído a esos dos españoles bigotudos cuya fiera actitud revela su nacionalidad.
Mencionaría solamente las cuevas de Saint-Michel en Burdeos, los subterráneos de
los Cordeliers y de los Jacobinos en Toulouse; son cosas que todo el mundo ha
visto; la conservación de los cadáveres se debe en esos casos a la especial
cualidad del suelo y a una temperatura constante de dieciocho grados
centígrados. La nieve produce efectos análogos a los de la arena. Tal vez haya
usted visitado la morgue del monte Saint-Bernard. Es una gruta con dos
aberturas; las momias son colocadas en la roca y unas corrientes de aire
perpetuas favorecen la evaporación de las miasmas que producen la corrupción. Yo
mismo, recorriendo con la mochila al hombro las montañas heladas de Noruega, he
descubierto un gran número de momias; puede usted ver aquí las que me han
parecido más interesantes. A decir verdad, la momificación por el frío no podría
ser tan completa como la resultante por el calor. El calor deseca todo para
siempre; una vez alcanzado de esta manera el grado de sequedad necesario para la
conservación, la momia permanece incorruptible en cualquier lugar a la que se la
traslade. No ocurre esto en el otro caso: el cadáver se deteriora desde que deja
de estar en contacto con el conservador refrigerante. Antes de acometer el gran
problema que soñaba resolver, antes de imaginarme un método de embalsamado,
debía observar los procedimientos empleados por la naturaleza; son completamente
insuficientes. Las momias resultantes, –¡puede usted juzgarlo!– serían objetos
de horror o de asco incluso para aquellos mismos que las hubiesen amado cuando
estaban vivas. Renuncié pues a imitar a la naturaleza y estudié los medios de
conservación utilizados en los pueblos primitivos. Tres tipos de embalsamamiento
se practicaban en el antiguo Egipto. La momificación por la disecación o por la
combustión llevada a cierto grado, estaba destinada a las personas de rango
inferior. Con las personas de clase media procedían mediante la inmersión de los
cadáveres durante varios meses en disoluciones concentradas de natrón1
; una vez retiradas de ese liquido secante, los cuerpos eran llenados con mirra,
áloes y cañamón. Las familias de alto rango observaban ritos más complicados: el
cadáver era de entrada cuidadosamente despojado de las vísceras que son muy
susceptibles de corrupción; las entrañas, mezcladas con hierbas y bañadas en
aromas, se metían en un cofre de madera de cedro que la tradición ordenaba
arrojar al Nilo; se le extraía el cerebro por el hueso occipital, algunas veces
por las narices; una vez realizados esos preparativos, la carcasa humana tomaba
un baño de asfalto; sobresaturado de asfalto, se envolvía de hojas de oro; unos
vendajes de lino empapados en un líquido adherente o con otras sustancias
balsámicas, cubrían las hojas de oro; y los despojos de un hombre que había sido
poderoso reposaban en una caja de ciprés o de sicómoro. Si tuviese que hacer una
relación completa de los procedimientos de embalsamado en los pueblos antiguos,
no debería omitir a los guanches, habitantes de las islas Afortunadas2
. En ese lugar a las momias les llaman xaxos. Al igual que los cartujos horadan
su fosa un poco todas las mañanas antes de desayunar, cada guanche preparaba
cada día, poniéndola a secar al sol, la piel de cabra con la que debía ser
sepultado más adelante. Al día siguiente de la muerte, los parientes llevaban
solemnemente el cuerpo del difunto a aquél cuyo arte era embalsamar. Una mesa de
mármol blanco, que tenía alguna semejanza con las mesas usadas en nuestros
anfiteatros, estaba destinada a recibir el cadáver. Una vez allí se recitaban
plegarias y luego todos se retiraban. Entonces el embalsamador se servía de una
piedra llamada taboua para hacer una larga incisión en el vientre del sujeto.
Los intestinos vomitaban un flujo de sangre negra, sacrílega y nauseabunda. El
interior del cadáver era limpiado como un utensilio de cocina, luego se llenaba
de sustancias con gran poder aromático. Un horno caliente recibía los despojos
así deshonrados, y, quince días después, tenía lugar el entierro en unas grutas
inaccesibles. La muerte se ocultaba en la profundidad, la nada en la nada. Hay
grutas de esas en Tenerife. La más célebre es la del Barranco de Herque, entre
Ario y Guimar, en la región de Abona. Fue descubierta en la época en la que
Clavijo escribía sus Noticias. Se encontraron en ella más de mil xaxos, ¡y todos
con barba y cabellos! algunos tenían las uñas. Se exhala de ellos un agradable
olor. No le hablaré a usted de los persas que conservaban los muertos en miel o
en cera; los romanos, que empleaban una salmuera como para aderezar las
langostas. Solamente los judíos parecen haber descartado el embalsamamiento. El
desprecio por el cuerpo, indicio de fuerza, distingue a los pueblos en cuyo
corazón ha penetrado la esperanza de una eternidad vengadora o remuneradora.
Ahora podría describirle los procedimientos de momificación utilizados durante
la edad media, y le pondría al corriente de los descubrimientos actuales. No
desconozco los trabajos de Tranchina, médico de Palermo, que tuvo la idea de
inyectar en el cuerpo un líquido conservador por medio de una incisión en la
carótida; ni los de Bil, que eran pura superchería; ni los de Charles de Maïto,
que inventó una salmuera de aceite claro y de trementina; ni los de los
holandeses Swammerdam y Ruysch, cuyos métodos se han perdido; ni los de otros
embalsamadores célebres, ni los de ayer, ni los de hoy. Pero debo reducir la
longitud de mi discurso a fin de llevar más rápidamente al asunto que, sin duda,
le interesará en particular.»
El hombre se detuvo un instante, luego continuó:
«¿Qué son todos estos métodos? Imaginaciones más o menos ingeniosas. ¿A qué
conduce todo eso? En retrasar en algunos días, en algunos años, en algunos
siglos a lo sumo, la desaparición del cadáver. ¿Ese es el objetivo? No. La momia
debe permanecer siendo momia eternamente. En el día del juicio debe revelarse
como momia. Ese resultado no lo ha obtenido nadie, y, suponiendo que se hubiese
obtenido, ¡a qué precio sería, gran Dios! Cortes sacrílegos en el vientre,
incisiones odiosas de la carótida, y eso es lo menos horroroso. Me gustaría
mejor ser despedazado por el escalpelo de un estudiante de medicina que ser
embalsamado de ese modo. ¡Pero aquí tengo hermosas momias! mire, – señalaba los
muertos situados a mi derecha, – mire, le digo: sin ojos, raramente cabellos, no
siempre uñas, peor que un cadáver. La perpetuidad en la conservación, el respeto
al difunto y la belleza de la momia, tal es el triple problema. ¡Nadie se ha
atrevido a intentarlo! Yo lo he resuelto.»
El hombrecillo iba y venía nerviosamente. Me tomó de la mano. «Sígame,» dijo.
Entré detrás de él en un pequeño despacho pintado de amarillo. Un ojo de buey
dejaba penetrar una débil luz diurna. Sobre una cama de seda con franjas
escarlatas, yacía el cadáver de una mujer, vestido según las modas orientales.
Unas lentejuelas de oro, agitándose al menor soplido, decoraban su falda y su
blusa. Tenía el rostro cubierto por un velo.
«Ocho meses han transcurrido, dijo el viejo, desde que experimenté mi
descubrimiento sobre este cuerpo. La conservación es perfecta. Las formas han
permanecido intactas. La ligereza de la piel no es comparable a la de una piel
viva. La carne está firme; ningún perfume; olor natural. Un cierto calor se
mantiene en sus miembros! ¿Verdad que parezca que estemos ante la semejanza
exacta de la vida? Según todas las apariencias, el problema está resuelto.»
Yo permanecía estupefacto. Esa momia era algo milagroso. Solamente la
inmovilidad de su pecho, la inflexibilidad de los dedos y una cierta rigidez en
la pose, revelaban que allí estaba un cadáver. Tuve curiosidad por tocarlo. El
hombre del carromato verde me lo permitió. Aplicando mi mano sobre el hombre,
percibí que había exagerado un poco en lo relativo al calor que afirmaba haberse
mantenido en los miembros; el cuerpo estaba envuelto de ese frío que indica la
ausencia de vida.
«Es cierto, dije tras algunos instantes de contemplación, que ha hecho usted un
descubrimiento singular. ¿Por qué no somete esta momia al examen de los sabios?
–Por desgracia, respondió el viejo, no es absolutamente perfecta. Un tinte
amarillo, que usted ha podido apreciar, cubre la piel del cadáver y cada día que
pasa se hace más intenso; ese ligero defecto parecería muy grave a ojos de
algunas personas. Yo sé de donde proviene esa imperfección; mi próxima momia no
tendrá ese problema. Esperaré a hacer una nueva experiencia para exponer mi
sistema a los hombres competentes.
– ¿Y es para esa experiencia por lo que necesita un podo de dinero?
– Para eso mismo.»
Pensé durante algunos instantes. Sin duda había allí grandes beneficios que
obtener del invento del viejo, una vez que fuese conocido y aprobado por los
académicos; y entonces me asaltó la idea de que sería una especie de sacrilegio
deber mi fortuna a una industria (al cabo de algunos años no sería más que una
industria) relativa a los asuntos religiosos de la tumba. El hombre del
carromato verde fijaba en mí sus ojos extrañamente brillantes.
«Sé donde encontrar un buen cadáver de hombre, dijo. Hoy lo haría transportar a
su casa en un baúl, y, esta noche mismo, le revelaría a usted mi secreto.»
Se calló durante algunos segundos, luego añadió:
«¿Quiere darme el dinero?, dijo.
–Sí, de acuerdo», respondí.
Y le entregue cuatrocientos francos. Hecho esto iba a irme habiendo dejado mi
nombre y dirección, cuando una sospecha se apoderó de mí. Yo no había visto el
rostro de la momia; hice la observación.
«¡Cómo! ¿No se lo he mostrado? Es la parte del cuerpo más admirablemente
conservada.»
El velo fue retirado. Me incliné con curiosidad.
Aquí he de decir algo tan extrañamente terrible, tan cruelmente inverosímil que
temo ser acusado de mentiroso por la mayoría de los que me leen.
El cadáver extendido ante mí era el de mi prima Dorotea.
A la vista de mi prima Dorotea muerta y embalsamada, no emití ni un grito, no
vertí ni una lágrima. La sorpresa confundió al dolor. Los rasgos de mi rostro
debieron testimoniar tal profunda estupefacción, que el viejo me dijo:
«¿Es admirable, no es así?
–¡Admirable, en efecto!», respondí.
Luego añadí con voz apenas temblorosa:
«¿Dónde ha conseguido este cadáver?
–Lo encontré a orillas de un pequeño río, yendo a no sé que feria. Con toda
probabilidad es el cuerpo de una muchacha ahogada que la corriente había
arrastrado hacia la orilla.
–¿A orillas de un pequeño río? ¿Cerca de Dijon, sin duda?
–Sí, creo que cerca de Dijon.»
Esta vez la emoción atenazó mi garganta. No habría podido añadir una sola
palabra más. Estaba sin pulso. El hombre del carromato verde me llevó hacia la
puerta diciendo: «Esta noche iré a su casa, le revelaré mi secreto. Hasta esta
noche. Hacia las diez.» ¡Hice con la cabeza una señal de asentimiento, salí de
la barraca y eché a correr! Sin ser dueño de mí, corría por las calles, a lo
largo de la avenida de la Grande-Armée, a lo largo de los Campos Elíseos. Era la
hora en la que la gente regresaba de su paseo por el Bosque. Me debieron tomar
por un loco, y en efecto lo estaba. Mil pensamientos diversos bullían en mi
cerebro. Mientras tanto seguía corriendo. No sé hasta donde habría llegado si no
hubiese encontrado un banco contra el que chocaron mis rodillas al no haberlo
visto. Me hice mucho daño y el dolor me obligó a sentarme. Entonces comencé a
llorar. Volvía a ver a mi prima vestida de exótica bailarina, sobre el lecho de
seda, en el pequeño despacho pintado de amarillo. El hombre del carromato verde
estaba acostado a su lado y le hablaba de amor. ¿Quién sabe? ¿Tal vez existían
inexplicables lazos entre la niña sumisa a infernales hechizos y el mago que la
había enterrado para siempre en esa muerte tan parecida a la vida? En ese
momento no me pude explicar las razones y mi desesperación se complicaba con
celos y odio. En definitiva, tal como era, cadáver o momia, mi prima era
hermosa. Ese hombre no era tan viejo y decrépito como se hubiese podido pensar
en un primer vistazo; yo lo había visto animarse de un modo singular. No era a
causa de los tintes amarillos con los que ella estaba invadida por lo que no
quería hacer admirar a todos esa momia; la conservaba, porque la amaba. Luego,
volví a ver a través de los resplandores sombríos que formaban mis pestañas
brillantes de lágrimas, las fantasmagorías de la habitación negra. Las brujan se
sentaban familiarmente sobre mis hombres; apoyaban sobre mi boca sus bocas
iluminadas por el fósforo, mientras los machos cabríos tiraban de la tela de mi
chaleco. El vampiro me abanicaba con sus siniestras alas, asistía al encuentro
entre los mexicanos y los españoles. Yo era español. Caía muerto. Durante tiempo
permanecí inmóvil, mucho tiempo, mucho; ¡los días pasaron, luego los años,
después los siglos! No podía levantarme ante el juicio final. Una gran rigidez
inmovilizaba mis miembros, no podía tocar mi cuerpo, pero sentía que estaba
desecado. Ya no tenía ojos, sin embargo veía todavía. Un ave rapaz se abatió
sobre mi vientre esforzándose por despedazarlo; pero usó su pico contra mi
costado curtido sin lograr ni un trozo de mi carne solidificada. Surgió un viejo
al que seguía un payaso vestido de negro y blanco. Me examinó ampliamente, me
olió, me dio la vuelta en todos los sentidos y dijo: «Está bien.» Con la ayuda
de su compañero fui cargado sobre sus hombros y transportado hacia un gran coche
que estaba estacionado a alguna distancia, y mientras íbamos, grupos infernales
de espectros y momias, hombres de nieve y animales disecados, surgían a nuestro
alrededor de las tinieblas.
Ignoro cuanto duró esa pesadilla, pero fue horrible. Cuando volví en mí, la
noche era cerrada.
En realidad nunca había estado profundamente enamorado de mi prima. Conocida en
circunstancias ordinarias, mediante una carta, o un pariente encargado al mismo
tiempo de otros mensajes, su muerte no me hubiese tal vez desesperado más que de
un modo mediocre. Así es el corazón del hombre. Habría dicho: «¡Pobre
chiquilla!» luego me habría acordado que mi prima era bastante condescendiente y
demasiado poco dócil a mis consejos. Admitiendo que, de milagro, yo hubiese dado
continuidad a mis proyectos de infancia, bien habría podido arrepentirme un día
u otro. Mi tío estaba tan débil, y ella había sido tan mal educada, ¡la pequeña
Dorotea! Pero, en las circunstancias presentes, yo veía las cosas de otra
manera. Lo fantástico me invadía. La más ínfima tontería habría tenido a mis
ojos una importancia maravillosa; y me parecía que la muerte de mi prima me
dejaba solo y miserable como lo habría podido hacer la muerte de una esposa o de
una amante adorada.
Decidí buscar alguna distracción a fin de sustraerme a la posible reanudación de
una crisis; me dirigí hacia el bulevar y tomé una silla en no sé que pequeño
teatro.
Se representaba una comedia fantástica. Había una gran afluencia de
espectadores.
No recuerdo demasiado de que se trataba esa comedia; Tenía bonitos decorados y
unos giros en el guión muy divertidos.
Tras el primer acto ya no me quedaban de las emociones de la jornada más que un
entumecimiento cada vez menos sensible.
Consulté mi reloj. Tenía tiempo de asistir a algunos cuadros todavía sin demorar
la hora de la cita convenida entre el viejo y yo. Esa cita, en suma, era mi gran
negocio. De ella dependía mi fortuna. Ya entreveía bajo colores menos lúgubres
la muerte de mi prima. Viva, no habría sido embalsamada y el hombre del
carromato verde no habría podido convencerme de la excelencia de su método.
Había prometido traerme un buen cadáver. Yo hacía una buena acción favoreciendo
una empresa cuyo éxito no podía dejar de ser agradable a la sociedad. Estaba muy
satisfecho conmigo mismo.
En el séptimo cuadro de la comedia actuó un ballet con una coreografía
extraordinariamente ingeniosa. Flora, la diosa de los jardines, deseó ofrecer la
más bella de las flores a Miranda, la más bella de las mujeres. La Rosa, la
Violeta y el Lis, se disputaban el precio de la belleza, bailando cada una a su
vez ante el trono de su reina. Flora, igualmente radiante por los encantos de
sus tres súbditas, se encontró en un gran compromiso. Acabó por enlazar juntas
las flores rivales en medio de una guirnalda de hiedra, y el ramo vivo se
arrodilló con languidecientes poses ante la joven muchacha. Entonces el parterre
entero se animó; bailarinas, en trajes floridos, surgían por todas partes; fue
la entrada del cuerpo del ballet.
Y fue en ese momento cuando emití un grito terrible: mi prima Dorotea estaba
allí, vestida de bailarina, ¡figurante del Crisantemo, la pálida flor de los
muertos!
Bruscamente abandoné el teatro, – y me senté muy emocionado. Estaba preocupado
por mi salud mental. Se ha visto a personas volverse locas a consecuencia de
aventuras menos singulares. Pasaba por allí un vendedor de cocos; bebí trago
tras trago tres vasos de limonada; me tranquilicé un poco. Vamos, había sido
víctima de una alucinación; no había que pensar más en ello. Comencé a caminar
muy aprisa para regresar a mi domicilio; un cuarto de hora más tarde hacía sonar
el timbre de mi hotel.
«¿Mi llave? pregunté al portero.
– Hay alguien en su cuarto», respondió una voz desapacible.
«Llego con retraso», pensé, y subí rápidamente la escalera. Mi apartamento –
todavía vivo en él – estaba en el cuarto piso. Llegué sin resuello ante mi
puerta. Un temor – no sabía decir cual – me impidió abrirla; hice ruido para
anunciar me presencia.
«¡Entre!»
Entré.
«¡Hola, primo,» exclamó Dorotea saltándome al cuello; ¡mi prima Dorotea, viva,
perfectamente viva, vestida de bailarina, figurante del Crisantemo!
Dorotea me explicó todo. El hombre del carromato verde se había aprovechado de
mi credulidad para obtener algunos francos. En cuanto a la prima, había
abandonado Dijon hacía diez meses, del brazo de un oficial de caballería que la
había llevado a París. Habiéndola abandonado, ella había amado a otro, luego a
otros más. Convertida en una miserable, actuaba por módicos emolumentos en los
más pequeños teatros de los bulevares. Durante seis semanas había posado en los
talleres de pintura. Más tarde había hecho de sonámbula en los espectáculos de
un charlatán de feria. Un buen día, había llegado a interpretar los papeles de
momia artificial para el hombre del carromato verde.
«En la barraca, añadió, no reconocí tu voz y no te vi, puesto que tenía los ojos
cerrados; pero tras tu partida supe tu nombre y tu dirección. Tenía que trabajar
en el teatro esta noche. No tuve tiempo de cambiarme y he venido a consolarte de
tu desventura.»
A decir verdad, experimenté una gran humillación por haberme dejado timar;
además fui muy sensible a la pérdida de mi dinero.
«¡Bah! exclamó mi prima, tú no tenías casi nada, y no tienes nada del todo. No
pienses en ello y déjame decirte una cosa: Mi buen René, ¡te amo!»
Traducción de
José M. Ramos
Publicado en Gil Blas el 10 de octubre de 1884
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