LA MONEDA DE ORO BIEN EMPLEADA

I

Érase una vez una moneda de oro de 10 francos que era mágica. Y rodaba, rodaba bajo las aceras a través de toda la ciudad. Vosotros pensáis: «¿Por qué no la cogían? no faltan personas dispuestas a agacharse de inmediato para tomar lo que brilla.» Es que, debido a su poder mágico, se había vuelto invisible; y nadie sabía que la moneda de oro de 10 francos rodaba bajo las aceras de la ciudad. En cuanto a la razón que la obligaba a circular de ese modo, no seré yo quién os lo oculte. Por alguna mala acción, no demasiado grave, – creo que fue la bonita falta de haberse deslizado en una cerradura, impidiendo a la llave abrirse en manos de un marido que venía, muy feroz, a interrumpir las delicias de un agradable adulterio, – un hada muy ilustre antes y vestida de pedrerías, había merecido transformarse en una pequeña moneda; y, – tal era el decreto de Merlín que como se sabe tiene su morada bajo el tercer roble a la izquierda, después de la casa del guarda en el bosque de Meudon, – no recobraría su forma original y todo su poder hasta que hubiese hecho consigo misma, ¡moneda de oro!, la mejor de las caridades posibles. Hacer la caridad no le disgustaba, bien al contrario, pues al no ser de esas malvadas hadas que se divierten atormentando, nada le resultaba más placentero que socorrer a los pobres. Pero se sentía muy inquieta en lo que concernía a la elección que se le había impuesto. Se le habían prometido los peores castigos si se ofrecía en limosna a quien no fuese digno de ella; y, perpleja, rodaba, rodaba más aprisa, con ese ruidito de las ruedas de la cáscara de nuez que es la carroza de la reina Mab.

II

–¡Una caridad! mis buenos señores, mis buenas damas, ¡una caridad por favor! ¡Tened piedad de un pobre ciego que ni siquiera tiene con que comprarse un clarinete!
Ella se detuvo. ¿Y si se entregaba a ese desdichado hombre? Pero entre los párpados cerrados del mendigo, se deslizó una mirada tan sutil que ella se sintió casi vista, por invisible que fuese. Comenzó a girar sobre sí misma. A la puerta de una panadería, había una tumultuoso algarabía; unos sargentos municipales detenían a una pobre anciana que lloraba y se debatía con unos pequeños colgados de sus faldas; según las palabras que pudo escuchar en el tumulto, se conducía a esa miserable a prisión porque había robado un pan en la panadería; el dueño, cubierto de harina, había hecho venir a la policía. El hada a punto estuvo de entregarse a la vieja; pero pensó que con el dinero que ella valía se le pagaría el pan al panadero; y no quiso beneficiar a un hombre tan malvado. Además a esa pobre, ¿de qué le serviría no ir a prisión, subsistiendo algunos días mas? y los pequeños si no morían de hambre, ¿no serían desgraciados como su madre o crueles como el panadero? Es caridad, por ellos y por los demás, dejar morir a aquellos que no vivirían ni felices ni fuesen buenos. Y el hada se alejó entre los zapatos y los botines. No lejos de allí, delante del escaparate de una tienda de confecciones, una pequeña recadera de quince años, delgaducha, encantadora, con la nariz rosada y unas greñas pelirrojas, admiraba con ojos devoradores una corbata de seda bordada de encajes. ¡Ah! ¡cómo le hubiese gustado ponerse al cuello esa corbata que costaba tan cara! Y, con la llama del deseo, tenía en los ojos esa tristeza húmeda del lamento. El hada se sintió conmovida. Con los 10 francos que ella era, la recadera podría comprar la corbata. Pero pensó que ese cuello frágil y pálido era más exquisito desnudo de lo que podría estar velado con sedas; y además, pronto tendría, y más que quisiese, corbatas de encajes, ¡y collares y más collares! Se marchó de allí rodando. No se fijo incluso en un trotacalles que, con rostro hambrienta, miraba a través de los cristales de un restaurante famoso un faisán con todas sus plumas y trufas desbordantes del esqueleto del pájaro, que había sido la cena de dos banqueros judíos de hermosos vientres. Sobre el bulevar, estuvo a punto de entregarse, un instante enternecida, a una de esas errantes que hablan en voz baja a los transeúntes, agarrándolos por el codo y que quieren llevarlos hacia las sombras de las calles vecinas, donde las esquinas de las puertas de los garajes se parecen a trocitos de alcoba; pues ellas son el lamentable desastre y la desesperación, cuando se ignora la belleza y el amor, de todo el ideal humano. Sin embargo la moneda de oro continuó rodando. Apoyado en el parapeto de un puente, un anciano tenía la mirada fija en el agua oscura que discurría; y, porque era hada, escuchó hablar el alma que se lamentaba de este modo: «¡Yo traía a los hombres el esplendor realizado de los sueños! Inventor, les ofrecía el creciente bienestar, la vida prolongada, la perdurable dicha; poeta, abría en su espíritu el infinito mundo de exquisitas y sublimes quimeras! Y ellos no han querido escucharme y me han expulsado! Y, esta noche el botones del hotel me ha negado la llave de mi habitación porque no pagaba desde hacía tres meses! Es hora de morir. Me arrojaré a este río, ahí, en este bello lugar luminoso, donde los fulgores cruzados de dos farolas horadan como una abertura esplendida de cielo.» La pequeña moneda de oro rodó hasta los pies del desesperado; iba a hacerse visible, a dejarse recoger… No, siguió su camino mientras el hombre se precipitaba al río. Le parecía que había, ella no sabía donde, miserias más dignas de la caridad que debía hacer. Vio, en las más negras tinieblas, a unos delincuentes a quiénes una limosna hubiese ahorrado tal vez el crimen y el cadalso; no se entregó. Vio, delante de las tabernas, mujeres que esperan con la frente pegada al cristal, al marido o al amante que acabe de beberse la paga de la semana; ella pasó. Vio al vagabundo nocturno insinuarse bajo los puentes, descender a las pozos de las canteras; pasó, pasó. Llegó ante una gran puerta abierta, iluminada por un semicírculo de farolillos blancas. De allí salían gritos, risas y músicas para bailar. La puerta de algún baile. No era que allí encontrase la miseria digna de ser socorrida. Allí no había más que alegría. Iba a seguir rodando…Advirtió, sentado en un banco a un joven que lloraba con la cabeza entre sus manos. Y escuchó el dolor de ese joven: «¡Ella está ahí! ¡ríe, baila con todos los demás! Pronto la veré salir. No estará sola. Se Irán. Yo tendré los cobardes celos de seguirlos. ¡Los veré entrar a ambos en la casa de él! Y me habría amado esta noche si yo tuviese con que entrar en el baile con ella, con que invitarla a beber, ¡como hacen los ricos!» El hada no dudó. Haciéndose visible, se arrojó hacia el joven sumido en llantos. Él la recogió con un grito de alegría, se lanzó hacia el tugurio, cambió la moneda y tomó un billete, entró en el baile, alegre, feliz, soberbio, encontró a su amiga, la tomó en sus brazos, bailó con ella, apasionadamente, le ofreció ensaladeras de vino, la embriagó, la encantó y se la llevó; y, en la pequeña habitación del hotel, –«a 2 francos el reservado por la noche »– el hada, reducida, de cambio en cambio, a no ser más que una moneda de dos centavos en un rincón de la repisa de la chimenea, escuchó hasta el amanecer los estertores adorables de los amantes extasiados.

III

Se acercó al roble no sin inquietud – el tercero a la izquierda después de la casa del guarda – donde reina todopoderoso Merlín en el bosque de Meudon. Oculta entre las altas hierbas, esperaba que él apareciese; y el corazón le latía con fuerza. ¿Sería recompensada o castigada? ¿Habría hecho una buena elección? ¡Había desdeñado tantas lamentables o nobles miserias! Pensaba que tal vez el juez iba a presentarse ante ella en terrible aparato, y seguido de torturadores por los que son castigadas las hadas culpables. ¡Oh! ¿qué ocurriría? Tal vez se la condenaría a permanecer durante cien años completamente desnuda entre bancos de hielo polares; tal vez la encerrarían durante más de dos siglos en algún árbol hueco, lleno de ratas y de hormigas trepadoras; o bien, se la precipitaría a las profundas sombras sin estrellas ni mañanas?... Todo el bosque se iluminó con una deliciosa luz, como si hubiese sido atravesado por todas partes con mil luciérnagas color de perla; y entre su corte de duendes vestidos de seda, y de damas con brocados y de gnomos cargados de pedrerías arrancadas a las oscuras minas, el hechicero Merlín, rey de los seres misteriosos, se sentó en su trono de oro incrustado de rubíes y de crisolitos; y su cara resplandeció de contento y de elogio. Otro trono estaba a su lado. «¡Ven! ¡ven!, dijo él, ¡oh, admirable hada! Toma asiento a mi lado: no solamente recobrarás tu forma y tu poder original, sino que las glorias que te fueron hasta este día desconocidas te serán ofrecidas; puesto que, monedita de oro, has hecho un tan juicioso y tan buen empleo de ti misma.» Ella se acercó y se sentó al lado del maestro, mientras a su alrededor, levantando y bajando los brazos, los duendes, las damas y los gnomos la felicitaban con genuflexiones y alabanzas prosternadas. «¡Habla!, dijo Merlín. ¿Quieres ser vestida de aurora y estrellas? ¿Quieres que las tormentas del mar obedezcan al soplido de tu boquita? ¿Quieres el poder de hacer abrir las rosas entre las nieves invernales? ¿Quieres vivir en palacios de sol donde tendrás por ayudantes todas las reinas y todas las diosas, felices de ser tus sirvientas? Pues no hay nada que no hayas merecido.» El hada, exigente, respondió: «Acepto gustosa las glorias que me ofreces. Pero puesto que me juzgas digna de todas las recompensas, hay una que me atrevería a solicitar, debiendo renunciar por ella a todas las demás. –¿Y cuál es?, preguntó Merlín. – Una hora, una hora solamente, dijo el hada, quiero ser como fue, en la pequeña habitación del hotel, aquella que suspiraba en los brazos de su amigo cuando yo no era más que una moneda de dos centavos en la repisa de la chimenea.»

Traducción de José M. Ramos
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