LA MOSCA

Sonriente todavía, con los cabellos despeinados bajo su sombrero evidentemente puesto apresuradamente, la Señora Lise de Belvélize, bonita, menuda y frágil, con su traje de abigarrado colorido y el aspecto de una figurita de porcelana de Sèvres un poco grande, entró en el salón de su amiga, dio una vuelta por la habitación, aplaudiendo, saltando a la pata coja como alguna colegiala que viene de cometer una alegre chiquillada; y, mientras la baronesa de Linège, totalmente sorprendida, la miraba, dijo:
–¡Qué felicidad! ¡hi!, ¡hi! ¡Ah! sí, mi marido se ha salvado por los pelos, y se puede decir que ha necesitado bien poco... Pero, aquí estoy, ¡estoy salvada! ¡hi! ¡hi! ¡qué alegría! ¡Ah! Dios mío, que divertido!
–¿Es que os habéis vuelto un poco loca? – preguntó la baronesa.
– Al contrario, sabia. Tan sabia como es posible. Cuando vos sepáis el asunto, os regocijareis conmigo, pues se el cariñoso interés que tenéis en todo lo que a mi respecta.
–Explicaos pues, querida.
La Señora de Belvélize, finalmente se dejó caer en un sillón.
–¡Es toda una historia! Pero, antes, decidme una cosa, querida; ¿qué pensáis de las moscas?
–¿De las moscas?
–Sí, de las moscas, de esos pequeños bichos negros que vuelan y que se posan moviendo sus finas patas.
–No pienso nada.
– ¿Ha oído usted decir que el diablo es el señor de las moscas? (mi marido, que es muy culto, pretende incluso que es por eso que se le llama Belzebú), y que las moscas son una especie de pequeños Satanás convertidos en insectos; parece que un monje – ¿era Lutero?, sí, creo que era él, – tan pronto como veía una, no dejaba de aplastarla, creyendo matar al mismísimo demonio.
–¿Y qué?
– Pues bien, querida, ese Lutero no entendía nada de nada. ¡Las moscas no son diablos! Nada más lejos de la realidad; son ángeles, incluso ángeles guardianes; y, tal como me veis, en este momento yo estaría entre sábanas, ¡ah!, sí, entre buenas sábanas de tela muy fina, adornadas de encajes, ¡con una corona bordada en rojo si no hubiese moscas en el mundo!
Y se reía cada vez más bella.

***

Finamente, más tranquila, Lise de Belvélize continuó:
– No tengo nada que ocultaros, y esta es toda la aventura. Al principio, debo confesaros que, desde hace algún tiempo experimentaba por Valentin, –¿Valentin, vos sabéis? no tengo necesidad de decir el otro nombre – unos sentimientos que no se parecían en nada a la indiferencia. ¡Por desgracia, eso que forma parte de nosotras! Después de la traición sin par con la que el Señor de Marciac me había tan cruelmente ultrajado, me hice la promesa de defender mi corazón contra las más seductoras tentaciones y de ser a partir de ese momento la más decente y austera de las esposas. ¡Sí, me juré ser irreprochable! y mantuve durante tres meses mi juramento.
–¿Más de tres meses? ¡Rayos!
– ¡Tres meses y siete días! Pero ¿qué pueden contra el destino las más firmes resoluciones? El azar quiso que en una cena, después del cotillón, en casa de la Sra. de Portalègre, Valentin se sentase a mi lado. ¿No me apliqué lo suficiente esa noche defendiendo desde los primeros madrigales cualquier esperanza? Lo que sí es seguro es que, al día siguiente, me hizo una visita; y volvió todos los días; y, habiendo transcurridos dos semanas, no pude impedir reconocer que yo también estaba prendada locamente de la tierna ensoñación que poseen sus ojos marrones, y sus frescos dientes, menudos como dientes de mujer, que brillan bajo los rizos de su fino bigote. De modo que, ayer, en mi salón, ante las lámparas encendidas, cuando me suplico que fuese a verlo al día siguiente a su apartamento de soltero, ¡experimenté todas las penas del mundo en no decir sí más que en voz baja! ¡Por poco casi lo grito!
– ¡Pero eso está muy mal!
– ¿A quién se lo contáis? ¿Acaso creéis que no me dirigido los más severos reproches? Pasé una noche horrorosa, llena de dudas. ¡Ah! Dios, ¡cuánto he combatido! « ¡No! ¡Tú no irás! ¡Eres virtuosa! ¡Eres fuerte! ¡No irás!» ¡Vanos esfuerzos! Esta mañana, a la hora convenida, descendí de un coche, muy tapada, delante de una casa desconocida; subí por una escalera, me detuve ante una puerta que se abrió muy rápido...
–¡Ah! ¡Mi pobre amiga! ¡Estáis perdida!
–Lo habría estado sin la mosca!
–¿Sin la mosca?
–Sí; no me interrumpáis más.

***

Ella continuó hablando con su bonita sonrisa en los labios:
– ¡Oh!, querida, Valentin es un hombre al que no le gusta perder el tiempo. Apenas hube dado el primer paso dentro del apartamento, me tomó en sus brazos, me levantó, me transportó y me encontré sentada en un diván con él a mis rodillas, en una habitación muy agradablemente perfumada donde, a pesar de mi turbación, no pude impedir notar, enrojeciendo, que allí había, hacia un rincón un poco sombrío bajo muchas cortinas, algo que se parecía a...
– ¿A qué?
– A...
– ¿A una cama, tal vez?
– ¡Lo habéis adivinado, querida! Yo enrojecía cada vez más, y mi turbación no cesaba de aumentar. Pues él me decía palabras con intención de encantarme y debilitarme: «¡Qué yo era la más bella entre las bellas! ¡Qué me amaba con frenesí! ¡Qué siempre me amaría! ¡Qué se mataría si yo no consentía en ser dulce con él! » Y yo, con el corazón latiendo a mil, un escalofrío por toda la piel, no tenía el valor de rechazarlo con mis manos, que él besaba, que besaba todavía con apasionados balbuceos. Ciertamente ya me había ganado, cuando...
– ¿Cuando?
– Cuando... ¡Ah! querida, imaginaos... mientras sus labios me quemaban los dedos, una mosca, un pequeña mosca, muy viva, con aire divertido, se posó sobre la nariz de Valentin, iba, venía, se detenía, frotaba sus patas una contra la otra, entraba en la nariz, salía, volvía a entrar. ¡Comencé a reír a carcajadas! Pero Valentin, con un movimiento de cabeza, se desprendió del bicho; y me abrazó con tanto ardor y tanta fuerza que sentí mi boca muy cerca de su boca. ¡La idea de resistirme era en aquel momento la que más alejada estaba de mi mente! Sí, quería sus labios como él quería los míos, sus jóvenes dientes, menudos como dientes de mujer, brillaban, tan frescos, y nos hubiésemos dado pronto un beso, veinte besos, cien besos... pero la mosca vino a posarse sobre el extremo del moreno bigote, entre nuestros alientos ya mezclados; ¡y no pude contenerme! ¡Reventé de risa! Valentin, para espantar al insoportable bicho, se golpeó la mejilla con la mano: éste desapareció; pero yo continuaba riendo y él me miraba con un aspecto muy confundido.
– Tanto que – dijo la Sra. de Linège – no insistió en obtener de vos lo que vuestra debilidad le había permitido esperar; y vos misma, lograsteis tomar de nuevo posesión de vuestro espíritu gracias a este intermedio cómico...
–¡Ah! ¡Qué poco conocéis a Valentin! Entérese de lo que aconteció, se lo ruego.

***

La Sra. de Belvélize prosiguió:
– Cuando mi ataque de risa se apaciguó un poco, él consideró, sin duda ante el temor de algún otro infortunio, que no había ni un minuto más que perder, ¡que era necesario apurar las cosas! Y las apuró del modo más extraordinario. Creo que solo las personas, que han visto por los aires a un feroz gavilán desplumar en un abrir y cerrar de ojos una blanca tórtola, podrían hacerse una idea de la rapidez verdaderamente inconcebible con la que, a pesar de mis más sinceras resistencias, volaron, se esparcieron, se desvanecieron todas las sedas, todas las batistas, todos los velos con los que mi pudor se había envuelto tan prudentemente. ¡Ah!, querida, conocí el horror completamente insoportable de parecerme, eso sí, un poco más rosada, a las estatuas menos provistas de trapos, y no tuve otro recurso que el de huir, de ocultarme, hacia el rincón casi sombrío de la habitación, detrás de las cortinas...
– Sí, cerca de la...
– Por desgracia, yo estaba tan turbada. Pero él, Valentin, él se aproximaba, terrible y soberbio, parecido a un joven dios.
– ¿Cómo? ¿Parecido a un joven dios? Queréis decir con ello que el gavilán, tras haber desplumado a la tórtola, se estaba él mismo...
– ¡Parecido, os digo, a los inmortales jóvenes de los museos! y no podía impedir, aun dispuesta a morir de vergüenza, admirar su violenta gracia y su delicada fuerza. ¡A fe mía, tanto peor! Esta vez estaba perdida, ¿no es así? completamente perdida, nada podía salvarme. Tome partido, y, tras haber pedido perdón mentalmente al Sr. de Belvélize por el lamentable accidente que no me correspondía ya ahorrarle, me abandoné completamente a la esperanza de una alegría cuyo dulce recuerdo debería atenuar mis remordimientos del día siguiente. Me invadía una dulzura, una languidez, mientras Valentin avanzaba, encantador y magnífico, dispuesto a las más heroicas hazañas; y, desfalleciente, como deslumbrada, bajé los ojos, y... y entonces... ¡hi! ¡hi!... bruscamente... ¡hi! ¡hi! ¡Me retorcí de risa! y reía, reía, no dejaba de reír! porque la mosca... iba, venía, subía, bajaba... y era tan divertido que reía hasta llorar en todas las cortinas agitadas!
–¡Ah! ¡Pobre muchacho!
–Él comprendió que su ternura no triunfaría sobre mi hilaridad! Mientras me observaba con el aspecto más penoso posible, yo recogía, me ponía, abrochaba todas las telas, como se volvería a emplumar una tórtola; y marché, salvada, dando gracias a las moscas!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes