LA MUCHACHA PRECOZ La decente
abuela comenzó por propinar un par de bofetadas a la pequeña desvergonzada.
Luego, – mientras la chiquilla derramaba cálidas lágrimas, roja como una amapola
y con las manos cubriendo sus ojos, – le dedicó una muy notable filípica. «¡Era
verdad!¡Así que la niña tenía un amante! Lo confesaba, se atrevía a confesarlo.
Un amante. ¡A los dieciséis años! Con su aspecto de mosquita muerta, con sus
ojos todavía avergonzados, – sin duda la habría acogido el buen Dios sin
confesión,– ella había llegado a tal punto de desenfreno y cinismo. Hubiera
parecido que no tenía en la cabeza otra cosa que su muñeca o su bebé japonés;
¡ah!, la muñeca que agradaba a la señorita era un hombre. ¡Qué vergüenza! Se la
debería tragar la tierra. ¿Cómo era posible que ella, que no había recibido más
que buenos principios y que había tenido en su familia el ejemplo de todas las
virtudes, hubiese cometido una falta tan espantosa? No había otra explicación
más que hubiese tenido el diablo en el cuerpo.» Pero lo que sobre todo
exasperaba a la decente abuela, era que Louisette había logrado engañar la
vigilancia que sobre ella se ejercía. Traducción de
José M. Ramos |