MUEBLES VIEJOS
Cuando la cama
rompió, ella dijo:
–¡Apañados estamos! Le pregunto lo que pensarán de mí mañana en esta casa
decente, en este hotel de pequeño villorrio, cuando adviertan el sommier hundido
y demás desperfectos causados por su indigna conducta. Hay que reconocer,
caballero, que ha cometido usted brutalidades singularmente comprometedoras;
crea que si hubiese podido prever su brusquedad, habría evitado hacer este viaje
con usted que no ha dejado de ser muy perjudicial para el honor de mi marido.
¡Pobre hombre! Cree que he ido a ver a mi tía de Compiègne; ¡a esta hora estará
durmiendo apaciblemente en una cama que jamás ha roto! ¿Por qué no habrá imitado
usted la tranquilidad que él despliega? No estaré dispuesta a sonrojarme ante el
patrón y los criados del hotel. Señor, puede que haya tenido por usted, en mi
ignorancia de sus defectos, sentimientos cariñosos, pero sus arrebatos me
obligan a reconocer que he cometido el gran error de depositar en usted mi
confianza. ¡Si le amaba, ya no le amo! y le ruego que pierda, con la esperanza
de no volver a verlas repetirse, el recuerdo de las culpables condescendencias a
las que usted me ha arrastrado.
Hablando de ese modo en medio de la habitación, Roberta desplegaba unos
movimientos coléricos, muy bien imitados, que se acabaron mediante un gesto
digno, solemne, casi trágico; y, como estaba en camisa, ese gesto fue el más
bonito del mundo con la caída de los rizos pelirrojos, mientras se abrochaba la
hombrera desatada.
El rompedor de camas trató de disculparse.
- Pero, querida… - dijo.
Ella lo interrumpió de inmediato.
-¡Oh! ¡Sé perfectamente lo que va a decirme! Que usted no ha sido dueño de sí;
que ha esperado mucho tiempo, debido a mi persistente virtud, el minuto en el
que dejase de ser cruel con usted, y que, llegado ese momento, no ha podido
hacer gala, convenciéndose de mi misericordia, de toda la moderación deseable.
Tal vez sugiera también que en las viejas casas de provincias, los muebles son
de dudosa solidez, que no es culpa suya y que yo me he acostado, con apenas
veinte años, en una cama vieja de al menos cien años: sí, todas esas razones, se
lo advierto, no harán mella en mí. Que la cama ha roto, señor, es un hecho
inalterable, patente, incuestionable, – ¡Oh! ¡Qué ruido ha hecho! Fíjese,
¡debería usted morir de vergüenza! – y, mañana, los criados tendrán una sonrisa
en los labios al verme descender por la escalera, completamente ruborizada bajo
mi velo.
Él no trató de disculparse, siendo su crimen demasiado evidente; pero tuvo una
idea.
–¡Eh! querida,– dijo, el daño no es tan grande como parece. El somier hundido,
los muelles rotos, la madera de la cama agujereada como un decorado de una
fantasía por donde pasa una hada, todo eso puede arreglarse; con un poco de
tiempo y habilidad yo pondré las cosas en tan buen estado que nadie podrá
concebir una sola sospecha de la furia a la que me incitaron el consentimiento
de vuestros dientes demasiado blancos y el desafío de las puntas de vuestros
senos, demasiado rosas.
Ella se serenó.
Sí, desde luego, arreglar la cama era lo mejor que podía hacer; sin perder
tiempo se dedicarían a ello los dos lo mejor que pudiesen; hubo interrupciones
en el trabajo a causa de los brazos blancos que ella tenía y donde se posaban
los labios con un encarnizamiento de abeja; pero finalmente acabaron el trabajo
emprendido; levantada, unida, encajada, el lecho tuvo un aspecto completamente
irreprochable. Los criados dirían al día siguiente: «¡Dios mío! ¡Qué sueño más
apacible tienen estos viajeros!» Ahora no era cuestión de acostarse de nuevo
sobre esa peligrosa estructura; al menor peso, bajo la más leve sacudida, todo
se hubiese desmoronado. Pero había allí un diván, muy largo, entre las dos
ventanas, debajo de un viejo tapiz donde Tircis vestida de violeta miraba a
Climena que introducía la punta de su dedo pulgar rosa en el caudal de un
arroyo. Y se acomodaron en el diván, que chirrió mientras suspiraban.
II
Cuando rompió
el diván, Roberta exclamó:
–¡Otra vez este asunto! Debo decirle caballero, que es usted el hombre más
insoportable que pueda nadie imaginar. Insoportable, ¿entiende? No, los más
pesados gigantes, los pantagrueles, los gargantúas, y los colosos que se exhiben
en la feria de Neuilly, no cometerían tantos extraordinarios destrozos.
¡Hércules no rompió el lecho dónde Onfale le permitió hilar el oro de lana
rubia! y lo de usted es tanto o más imperdonable, toda vez que no es ni obeso,
ni enorme. Incluso tiene cierta esbeltez. Usted suple, inexcusablemente, su
fogosidad por su peso. ¡Dios mió!, la cama rota, es algo con lo que, bien
pensado, yo habría podido disculparle en cierta medida. El vigor de mis
negativas – pues usted lo sabe, señor, me ha hecho valedora de la confianza de
mi marido que piensa que he ido a ver a mi tía de Compiégne! – el vigor de mis
negativas legitimaba, desde su punto de vista, la impetuosidad de sus ataques. Y
además, sobre esta cama de albergue, usted me hablaba al oído por primera vez;
¡la novedad de la victoria implicaba el tumulto de la batalla! Pero este diván
era el campo tranquilo tras el combate – que yo, turbada como estaba, ya había
terminado con su ventaja, – ¡y no tenía ya usted ningún motivo para socavar las
posiciones que yo había conquistado! Señor, sucederán mañana temprano cosas cuyo
pensamiento no podré tolerar. Una criada, tal vez una chica decente, – pues todo
es posible en provincias, – entrará en este apartamento, y comprobará que el
diván está dislocado bajo el viejo tapiz en el que Tircis mira las piernas de
Climena. Puede estar seguro de que no le perdonaré nunca la vergüenza a la que
ha reducido mi inocencia; y siento ya que no experimento por usted más que un
odio suavizado en vano por el recuerdo de las ilusiones frustradas.
Y hablando así en medio de la habitación, Roberta tenía lágrimas en los ojos,
pequeñas lágrimas más gruesas que pequeñas perlas, – siempre que sean bonitas
todas las perlas son autenticas, – y, como ella estaba sin camisa, no había nada
más encantador, sacudido e hinchado por los sollozos, que su blanca desolación
visible de pies a cabeza.
El rompedor de divanes trató de disculparse.
–Pero, querida, dijo...
Ella lo interrumpió de inmediato.
–¡Oh! ¡sé perfectamente lo que va a responderme! El culpable, esta vez, no es
usted solo. Gracias a enojosas insistencias usted ha logrado introducir en mí
unos pocos de detestables pensamientos que lo acosaban. En mi abandono he tenido
turbulencias cuyo único objetivo no consistían en evadirse de las suyas. Soy yo,
– ¡se atreverá a dármelo a entender! – quién ha roto el diván. Pero sepa usted
que no admitiré un solo instante tal ofensiva hipótesis,. Al principio me miré
en el espejo, enfrente del tapiz, y estoy segura que no me he dejado de mantener
ni un solo minuto, a pesar de algunas apariencias de complacencia, la actitud
desinteresada que conviene conservar. ¡Lo demás, no importa! el hecho subsiste,
real, innegable: ¡el diván es una ruina! y no espero que pretenda que me someta
a la humillación que me reservan los cuchicheos y las risitas de los criados.
–¡Eh!, querida – dijo – arreglemos el diván del mismo modo que hemos arreglado
la cama.
III
Pero cuando
finalizaron la tarea, cuando el diván tuvo el aspecto de un decente sofá sobre
el que se hubiesen sentado apenas unos burgueses de visita, fue muy grande la
perplejidad de los dos enamorados, pues ¿dónde acabaría su noche? No era
cuestión de pensar en la cama semejante a un castillo de naipes, ni en el otro
lecho, que un soplido hubiese convertido en astillas; y el amante, –¡tanto sueño
tenía! – adoptó un aspecto tan penoso, considerando las sillas, estudiando los
sillones, midiendo a ojo la repisa de mármol de la cómoda, que Roberta
finalmente emitió una carcajada bajo toda la sacudida de sus cabellos que la
cubrían como una camisa de oro.
Y, de inmediato, vestida con un camisón, tiró violentamente del cordón del
timbre.
–¿La señora ha llamado? – preguntó entreabriendo la puerta, el botones del
hotel, al que se le notaba que lo habían despertado.
Ella continuaba riendo.
–¡Eh! sí, he llamado.
Luego, encantadora, con todas las locuras en los ojos y en los labios, dijo:
– Esta habitación es incómoda. Pasa el aire bajo las ventanas. ¿No tendrán otra
con muebles más sólidos?
Traducción de
José M. Ramos
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