HISTORIAS TERRIBLES

 

LA MUÑECA

 

I

 

Una mujer joven, con un vestido pobre, llevaba un paquete bajo un chal; iba a salir de su apartamento con un candelabro en la mano. Era muy delgada, muy pálida, sus dientes castañeaban, se apoyó a la pared para no caer. Tomó aliento y se sintió menos débil, empujó la puerta. Como no veía, levantó la luz en el angosto y largo corredor. Una voz tras ella exclamó con un quejido:

–¡Madre! ¡madre! ¿a dónde vas? ¿Te marchas? Tengo miedo. No me dejes sola. No quiero quedar sola en la oscuridad. Tengo miedo. ¡Oh! llévame.

La mujer volvió a entrar en la habitación, trató de tranquilizar a la niña que acababa de despertarse con palabras y caricias – una niña de tres o cuatro años – sobre las dos sillas juntas en la que tenía su cama.

–Regresaré enseguida, tengo que hacer un encargo, vuélvete a dormir querida. Sobre todo no hables, no llores, sé prudente; los vecinos podrían oírte. Tú ya sabes que los vecinos son despreciables y golpean las paredes si hacemos un poco de ruido al acostarnos. Te lo ruego, procura estar tranquila. Voy a regresar, cierra los ojos, duerme.

Pero la chiquilla, en su instinto de no ser abandonada en una habitación oscura, echaba los brazos al cuello de su madre, gimiendo y sollozando:

–¡Llévame! ¡Tengo miedo! ¡No quiero quedar sola!

Esos gritos, dolorosos y persistentes, se debían oír en las habitaciones contiguas.

La mujer pensó durante un instante.

–Muy bien, de acuerdo. Ven conmigo. Pero no harás ruido por la escalera, ¿me lo prometes?

–No, no – dijo la niña – seré muy prudente, ya verás.

Deslizó las sillas, la vistió rápidamente y siguió a su madre por uno de esos amplios pasillos como se ven en los últimos pisos de las casas de obreros. Se ocultó entre las faldas de su madre para no ser vista, cuando el portero, asombrado de esa salida nocturna, preguntó con la frente pegada al pequeño cristal:

–¿Quién anda por ahí?

Y, tras el pesado golpe del portón que retumbó, la niña se dispuso a caminar sobre la acera, muy aprisa, pero seriamente, sin palabras, al lado de la mujer, con un vestido pobre, que llevaba un paquete bajo su chal.

Sin embargo, al girar la primera calle, preguntó:

–Entonces, mamá, ¿ya no estás enferma?

–No.

Se produjo un silencio, más largo. Ambas se apresuraban, la madre tirando de la hija. La niña volvió a preguntar:

–¿Tienes algo bajo tu chal? ¿Es el encargo que me dijiste, dime?

–Sí, el encargo.

Continuaban caminando con aire de huida a lo largo de las casas cerradas, bajo la luz reverberante que se estremecía en la humedad negra las aceras y los adoquines del pavimento. Caía una fina lluvia entre la soledad de las calles, entre las tinieblas de las ventanas apagadas. Los pasos de la mujer y de la niña hacían ruido en el silencio.

 

 

II

 

Ninguna mujer era más famosa y más triunfal que Marta las Bella Manos. Hay que decir que tenía un palacete en la avenida del Bosque y un chalet en Trouville; que sus vestidos estaban confeccionadas por un incomparable sastre según los diseños de Willette; que ofrecía a doce personas, todas las noches, cenas preparadas por una cocinera que había servido en provincias en la casa de un coadjutor de un arzobispo, unas cenas donde se bebía vino de Burdeos, que realmente era vino de Burdeos. No hubieseis encontrado, ni en sus salones, en sus salitas ni en su dormitorio un bibelot que no fuese japonés; pues ella había comprendido, siguiendo los consejos de un poeta del que no había sido amante – así lo habían preferido, el uno y el otro, – que la tontería de los kakemonos sin perspectiva, con la nieve sobre las colinas altas y los volcanes parecidos a petardos de un centavo, había durado mucho tiempo, que los apartamentos modernos pedían otro tipo de decoración que la de los crespones y los estores estampados con aves quiméricas y flores de crisantemos, enredadas entre cañas de bambú donde la cabeza de los tigres emergían como salpicaduras de cohetes; ella dejaba eso lujo fácil a los empleados a quinientos francos al mes. Parisina de Paris, – y no de Yeddo, esa falsa Atenas, –arruinaba perdidamente a aquellos que fingía amar en compras de telas modernas, fabricadas en Lyon, objetos de arte moderno, fabricados en la calle de Lancry; y su casa ofrecía el ejemplo admirable,– gracias a sumas inimaginables que hubiesen sido el asombro de las más insaciables huchas, – el ejemplo, digo, de un domicilio que no se parecía a los domicilios de antaño ni de lejos, y que, un día, en los siglos futuros, podría servir de modelo a los imbéciles que no fuesen capaces de crearse un lujo y un arte intimo, ¡realmente personales!

En cuanto a decir el número de amantes de los que no rechazaba las ofrendas para vivir en esa perfecta magnificencia, no me atrevería a indicarlo. ¿Quién pagaba la factura del tapicero, del cochero, del costurero, las facturas por todas partes? Preguntas frívolas. Por añadidura, no estoy seguro que tuviese amantes en efecto, puesto que estaba en posición de tenerlos. Hoy, lo que distingue a las personas que ejercen un oficio cualquiera, son aquellas que no realizan ninguna de las funciones, no cumplen ninguno de los deberes que su oficio parece implicar. No diría nada nuevo al menos experimentado de mis lectores afirmando que los usureros son precisamente las personas que no prestan dinero;  que se llaman generales los hombres que desconocen totalmente el arte militar, restauradores a extraños industriales que venden cosas que nadie podría comer; y está claro que es a menudo mucho más difícil ser amado, – cuando se tiene poco tiempo que perder – por las buenas muchachas reputadas como las más hospitalarias, que por honestas burguesas sobre las cuales no hay nunca nada que decir. Podía ocurrir que Marta las Bellas Manos, – así llamada porque sus manos eran, precisamente, lo que tenía menos bonito, – no se acostase sola todas las noches; pero también podía ocurrir que tuviese una sola almohada en la cabecera de su cama! Tanto o más en la época que vivimos, todo el mundo, hacia las dos  de la madrugada tiene ganas de dormir en su casa. La indiferencia de las cortesanas tiene por cómplice, – en ese crimen: el no amor. – la lasitud o la pereza de aquellos que, arruinándose por ellas, no tienen otro objetivo que hacerse creer capaces de una pasión que les está prohibida! Y pagan lo que no tienen; como, después de las cenas, uno no hace deducir sobre la cuenta los platos de los que no se ha comido. Además, desde que es famosa, una muchacha no tiene necesidad de protectores pródigos para vivir en el más extravagante de los lujos. Todos los proveedores, – desde el joyero de la calle de la Paz hasta el frutero de la esquina, – dan crédito a su renombre; y podría permanecer virgen sin verse obligada a ninguna disminución de su despensa; hasta el día en el que, la leyenda desparecida como revienta una pompa de jabón, el pastelero le niega dos centavos de leche – antes de que el orfebre le niegue un brazalete de diamantes! Marta las Bellas Manos, famosa como lo fue Rodofo en Tebas y Lis en Corinto, estaba bien lejos aún de ese desenlace fatal. Es cierto que rumores falsos corrían sobre su persona. Algunas personas contaban que era de baja extracción, – ¡ah! ¡imbéciles! ¡Y bien! ¿Y Catalina I? – que había enviudado a los veinticinco años de un obrero borracho, vivido en los más viles barrios, comiendo en los tugurios, frecuentando las tabernas; también se decía que tenía que ser arrestada por un infanticidio, que había habido una investigación con comienzo de instrucción, pero habían faltado las prueba materiales. ¡Eran realmente pobres objeciones a un perfecto triunfo! Marta las Bellas Manos  ni se dignaba a tener en cuenta esas calumnias. Y reía, orgullosa de ser una de las más magnificas y radiantes criaturas que exaltaba la ociosidad parisina.

Una mañana ocurrió algo singular: cuando descendía por las escalinatas de su palacete, con la fusta en la mano, acabando de ponerse los guantes, – pues era la hora de su paseo a caballo por el Bosque, – unos agentes de policía entraron en el jardín y la condujeron a la Comisaría en un coche.

 

III

 

El día anterior, la pequeña Emmeline, de cinco o seis años, fresca y dorada, como una rosa que tuviese cabellos rubios, – era la hija de Marta las Bellas Manos, – salió como de ordinario con su criada inglesa, para ir al parque Monceau. Estaba tan elegantemente vestida, con cintas y encajes, como su muñeca, – que ella no había querido dejar en casa – estaba casi tan bien vestida como ella. Pero la criada esa tarde, no se preocupó de ir al parque Monceau porque tenía una cita, – muy lejos de allí – con un amante del que estaba muy enamorada. La chiquilla no hizo ninguna objeción a un cambio de itinerario. Ella seguía a la inglesa por las calles, a lo largo de las casas. Era un día triste; llovía un poco. Incluso no se sorprendió cuando su criada, – estaba a orillas de un río, o de un canal, – comenzó a conversar con un hombre, no demasiado joven, con la tez rojiza, bigotes, que parecía un militar aunque no vistiese uniforme. Las personas que han estudiado un poco los caracteres de las calles parisinas, hubiesen fácilmente adivinado que se trataba de un agente de policía burgués. Pero ser funcionario no impide estar enamorado. Ese hombre,- entre sus deberes – no desdeñaba tiernas ocupaciones; y, siempre caminando al lado de la criada inglesa, que enrojecía, mantenía el más galante de los discursos. ¿Pensáis que la pequeña Emmeline se preocupaba de esas cosas?. No. Lo que le interesaba era su muñeca, que estrechaba contra sí, bajo una bufanda de muselina dorada, con un movimiento de balanceo.

Caminando los tres de ese modo, atravesaron el canal, o el río, sobre un puente bastante estrecho.

De repente, en mitad del puente, la pequeña Emmeline se detuvo, extrajo la muñeca de debajo de su bufanda, y, tras haber mirado furtivamente de derecha a izquierda, la arrojó, por encima de la barandilla, al agua.

–¡Señorita! ¡señorita! –exclamó la criada inglesa –¿qué es lo que hace?

Pero la pequeña estalló en carcajadas.

–¡Pues bien! – dijo – ¡hago… como mamá!

 

CATULLE MENDÈS

Gil Blas 3 de agosto de 1886

Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra, agosto 2013

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