EL MUSGO
DORADO
En el convento
en el que Mazet de Lamporechio fue jardinero, pero antes de que hubiese
trabajado en el jardín, – quiero decir en los tiempos de las primeras
inocencias, – un día se propagó el rumor, sin que nadie pudiese saber su origen,
que un hombre se ocultaba bajo el hábito de una de las novicias.¡Uno de esos
ángeles era un diablo! ¡una de esas ovejas era un lobo! Les dejo a ustedes que
se imaginen el pavor. No se hablaba de otra cosa en el refectorio, en la
capilla, en las avenidas del vergel. Eran todo rubores, temblores; no se
caminaba más que con ganas de volver atrás, de huir, como en un bosque donde se
supiera que merodea una gran bestia. Un hombre, ¡qué espanto!. Incluso las más
íntimas amigas se miraban la una a la otra sospechando. «¿Quién sabe? ¡tal vez
ella sea el hombre!» La hermana responsable del torno se convirtió en objeto del
horror general, porque tenía bigote.
Pero la que se encontraba más atormentada, era una pequeña y delicada novicia,
de apenas trece años, que se llamaba sor Ninetta. Los ojos enrojecidos como de
haber llorado, golpeándose en todo momento el pecho, como en los remordimientos
de algún gran pecado, no podía estarse quieta y emitía grandes suspiros. Si se
le preguntaba: «¿Qué te pasa, sor Ninetta?» ella huía muy aprisa, sin decir una
palabra, con aire de guardar algún horroroso secreto. Por fin, un día, después
de haber quedado encerrada toda la mañana en su celda, fue a buscar a la
superiora y le dijo, con la cabeza baja, temblando, con las mejillas como
amapolas:
– ¿Sabe usted, madre, que hay un hombre en el convento?
– Sé lo que se cuenta, pero no creo nada de eso, hija mía.
–¡Ah! madre, está usted muy equivocada al no creerlo! Es verdad que una de
nosotros no es lo que parece ser.
–¡Qué! ¿Acaso tienes alguna prueba...?
– Por desgracia sí, – dijo sor Ninetta, con la frente en las manos.
La buena abadesa, inquieta, también quedó asombrada. Sor Ninetta era la más
dulce virgen; habiendo entrado muy pequeña en el convento, apenas tenía la edad
en que las chiquillas pronto serán mozitas, y se podía decir que nunca había
tenido en cuenta a otros hombres que al San José de largas barbas y a los
Evangelistas, barbudos también, pintados en los vitrales de la capilla. ¿Cómo
imaginarse que, completamente inocente, hubiese descubierto lo que había
escapado a miradas más sutiles y más al corriente de las cosas?
–¡Explícate Ninetta. Cuál de entre vosotras piensas que es un hombre, es...
–¡Soy yo, madre!– exclamó la novicia anegada en lágrimas.
A esas palabras, la superiora, como era de esperar, se sintió muy tranquilizada.
–¿En serio? ¿Eres tú? – dijo.
–Yo mismo, por desgracia.
–¡Eh! sor Ninetta, ¿cómo te has dado cuenta de eso?
–Nunca me atrevería a decirlo en voz alta.
–Entonces hay que decirlo en voz baja.
Entonces, sor Ninetta, habiéndose acercado, le habló al oído, enrojeciendo cada
vez más, durante mucho tiempo, mucho tiempo, y diciendo cosas tales que la
abadesa, por fin, no aguantó más y rompió a reír agarrándose las costillas.
Luego, propinándole un cariñoso cachete en la mejilla, le dijo:
–Vamos, vamos, pequeña, deja de preocuparte, y créeme que no serás un hombre
¡del mismo modo que no tendrás en el mentón un pequeño musgo dorado que se riza!
Traducción de
José M. Ramos
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