EL NARCISO

I

¿Había una gran conmoción en todo el reino porque la hija del rey iba a morir de hambre? ¡Cómo! ¿de hambre? ¿Una princesa? ¿No había ganado en las praderas, caza en los bosques, legumbres en los campos ni frutas en los vergeles? ¿o es que no había ya cocineros en las cocinas? ¿Qué catástrofe había sobrevenido? ¿Cómo podía suceder que una persona tan noble y tan rica no tuviese siquiera lo que raramente falta a un campesina en su cabaña o al mendigo en su choza, – un pedazo de pan? Pues bien, ella tenía tanto pan como se pudiese desear, pasteles también, los más azucarados del mundo; le habría bastado hacer una señal para que se pusiesen ante ella sobre la mesa, las carnes más sabrosas, los más delicados venados, y unos pequeños guisantes frescos como gotas de rocío, melocotones de terciopelo violeta y naranjas de oro. Pero la princesa no podía comer los víveres con los que se sustentaban los hombres y las mujeres; las hadas, inclinadas tiempo atrás sobre su cuna, habían decidido que se alimentaría únicamente de las flores recientemente eclosionadas o de las mariposas que se posan encima. Ahora bien, hacía dos semanas que una borrasca había caído en ese reino, arrasando los jardines, rompiendo y volcando los invernaderos, de tal modo que era imposible encontrar un pétalo de gavanza o un cáliz de cactus. No, en los parterres ni un jacinto, ni un jazmín, ni una margarita, ni una cola de dragón, ni un tulipán, ni en las hayas una rama de espino florido. Por lo que respecta a las mariposas hacia tiempo que las ráfagas de viento se las habían llevado a todas, a lo lejos, no se sabía a donde, hacia países desconocidos donde ahora caían, tal vez, tristes y muertas, como despojos de copos de nieve. De modo que la princesa estaba en el más patético estado que uno pueda imaginarse; estaba más pálida que las más pálidas flores de las que una solamente habría bastado para salvarla; moriría si su ayuno se prolongaba durante algunas horas más; y como tenía bastante mal carácter, aun cuando comía hasta hartarse, imaginad las recriminaciones que hacía a sus damas de honor cuando éstas entraban en la habitación principesca sin traerle la más mínima florecilla de los campos o los bosques.

II

He dicho – y tengo motivos para decirlo – que todo el reino estaba sumido en la desolación a causa de la inmediata muerte de la princesa. No habríais reconocido al rey de lo que había envejecido en algunos días; y a los ministros, a los chambelanes y a los mayordomos daba pena verlos, porque sería verdaderamente indecoroso que los mayordomos, los chambelanes y los ministros estuviesen de buen humor cuando el jefe del Estado estaba tan triste.
Pero la más sincera y más violenta desesperación se encontraba en el corazón de un pequeño paje, pues desde hacía tiempo él adoraba, sin esperanzas, a la princesa; la idea de que pronto se convertiría en una persona muerta le sumía en tales congojas que habría hecho conocer la misericordia a los tigres de los bosques y a las rocas de los montes si se le hubiese visto entre rocas y tigres. ¡No se trataba precisamente de que él alabase la clemencia de la princesa! Bien al contrario. Ninguna palabra podría expresar las crueldades a las que ésta había sometido al pequeño paje que estaba a su servicio. Desde que él suspiraba, ella reía. Desde que él se acercaba a ella, por la noche, para darle algún recado, ella no se volvía, lo que hubiese sido caritativo, sino que lo miraba a los ojos, se sentaba y le decía: « Bien, bien, ven, es hora de dormir, quítame mis medias, te lo ruego » luego se alejaba burlándose, con sus damas, que no dejaban de reír, crueles también. Pero éstas últimas estaban justificadas al no ser amadas por ese pobre muchacho. Tanta barbarie no impedía al paje ser el más tierno de los enamorados; si vinieseis a decirle que la princesa no era tan dulce como las corderillas de los prados, habría enrojecido de ira; y probablemente tuvierais algún problema con él.
Desde el momento que supo que la hija del rey se marchitaba a causa de la borrasca que se había llevado todas las flores con sus mariposas, no tuvo ni un instante de vacilación. Se echó a correr a través del reino, buscando rosas, flores de lis, margaritas, no importa, para la comida de la que amaba. Pero no encontraba nada. Continuó buscando. Alguien dijo a la princesa: « ¿Vuestra Alteza sabe que el paje ha partido con la esperanza de buscaros un almuerzo? » Ella sonrió con desdén. Parecía que almorzaría con pena las flores que le trajese el pobre muchacho, y dijo: « ¡Ah! ¡qué hambre tengo!» Él, sin embargo, recorría todo el país, en busca de floraciones y descendió por los barrancos y subió las más altas cotas, y esperaba que tal vez encontraría entre dos rocas, cerca de los glaciares, la misteriosa flor de los Alpes, tan pequeña y azul, que hubiese impedido morir a aquella de la que él estaba prendado. Pero no, incluso sobre las más altas cimas, incluso en los más profundos agujeros, ¡ni una flor! tan formidable y encarnizada había sido la tempestad; regresó de todos sus esfuerzos con la angustia del fracaso. « Ya lo había previsto, dijo la princesa; es ridículo que se confíe a tales niños el cuidado de las personas regias.»

III

Entonces, sabiendo que ella había proferido esas crueles palabras, el pequeño paje sintió su corazón encogido y desgarrado, como si un buitre se hubiese arrojado con las garras abiertas sobre ese pajarillo rojo. Puesto que ella tenía esa doble inclemencia de estar enferma y de no reconocer los cuidados de aquél que la quería curar, él decidió no vivir más, estando ella moribunda; corrió hacia una fuente cercana, muy clara y muy profunda a fin de arrojarse allí.
Llegó a la orilla, y tras haber comprado si ningún loto florecía allí – pues un loto habría bastado para saciar el apetito de la princesa, – se inclinó queriendo caer. Sin embargo vacilaba, pues es enojoso morir cuando se es todavía joven y hay tantas personas bellas en el mundo.
¡Le sobrevino una idea!
Había leído en viejos libros, que un joven, por haberse mirado en las aguas, ¡se había convertido en flor! ¿Por qué semejante suerte no le estaría permitida a él? Siendo flor, él sería comido por la princesa y de ese modo ella se salvaría.
Se inclinó hacia la fuente y miró allí su imagen reflejada; la miró durante mucho tiempo, y finalmente se dejó caer…
Apenas había caído en el agua, cuando una dama de honor de la princesa, que desde hacía un instante merodeaba por allí y lo acechaba, cogió sobre la orilla un narciso, hecho del paje, un narciso pálido que acababa de florecer.
El narciso puso a la princesa en condiciones de esperar a que las margaritas, – cesando la borrasca, – volviesen a florecer en los prados, y los tulipanes en los parterres, y las rosas en los rosales. Sin embargo apenas quedó satisfecha, y decía mordiendo con sus bonitos dientes los pétalos que, según le contaron, eran el mismo paje, muerto por ella y luego resucitado en forma de cáliz: «¡Sí ¡sí! realmente debo comérmela, pero esta flor no está muy buena.»

Traducción de José M. Ramos
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