LOS NIÑOS TERRIBLES

PAUL

I

Junto con los Planchemin, – una viuda, su padre, muy viejo, y tres hijas ya señoritas hechas y derechas, Berta, Susana y Constanza, – los padres de Paul, personas retiradas del comercio y acomodados, el Sr. y la Sra. Barinel, habían alquilado una casa de campo para pasar el verano en Saint-Cloud. Las dos familias Vivian amistosamente en la casa compartida y en el jardín común. Como ocurre raramente, ellos tenían más o menos los mismos gustos en materia de cocina y de flores, prefiriendo las salsas de aceite a las de mantequilla y las dalias a los claveles. En los días muy calurosos, celebraban agradables comidas bajo el emparrado de las viñas y los aristoloquias; y acercándose el crepúsculo se entretenían en los tiernos silencios escuchando al único ruiseñor que cantaba en el bosquecillo de acacias.
Paul, un muchacho de doce años, gordo, fuerte, bajo, moreno, con las cejas juntas y un pelo alborotado cayéndole en flequillo, miraba a veces con ganas de querer morder a Constanza, la mayor de las pequeñas Planchemin, de diecinueve años, no guapa, con la nariz ganchuda y los labios hinchados como dos babosas rojas, pero blanca, de un blanco color crema, y muy gorda delante y detrás, que, sentada enfrente al Sr. Barinel, se volvía por instantes toda roja, parecida a un helado de vainilla aderezado con sirope de frambuesa. ¿Por qué se sonrojaba de ese modo, con un ensanchamiento de caderas que indicaba que, bajo su servilleta, apartaba las piernas como una perra acariciada? Paul, por debajo de la mesa, la miraba ferozmente. Incluso, no pudiendo contener su rabia, se levantó para irse y salir del jardín, diciendo que no tenía ni hambre ni sed, que no acabaría de cenar, que prefería pasear por el camino.
Sobre el camino y frente a la casa había una barraca de fotógrafo hecha con planchas de madera pintadas de cinabrio decoradas con cien pequeños retratos en marcos de falsa concha; los burgueses domingueros que bajaban de la estación hacia el parque se detenían allí para hacerse una fotografía por un franco; el fotógrafo, Hans Schwab, un alsaciano, no mayor de veinte años, rosado con cabellos rubios, se ganaba de ese modo la vida. Paul y Hans habían entablado una buena relación; Paul a causa de la diversión que le suponía curiosear entre los utensilios de fotografía y Hans porque se había encaprichado de la gruesa Constanza, vista en la ventana de la casa de enfrente, y algún que otro día enviaría al niño con un recado o una carta.
Pero en la mesa común nadie daba importancia a los malos humores de Paul, y, cuando regresaba ya calmado, las pequeñas Planchemin estaban jugando a las damas sobre el mantel todavía sin recoger, con tazas de café y botellas de licor; el viejo Planchemin fumaba su pipa contando a la Sra. Barinel la fuga a América de un antiguo socio suyo; la viuda se adormecía en el balancín de mimbre lentamente mecido. Paz, cordialidad y serena dulzura de almas en la suavidad del atardecer; y un único ruiseñor cantaba agradablemente en las ramas de las acacias floridas de luna.

II

El Sr. Barinel era el amante de Contanza Planchemin.
Cuarenta y cinco años, obeso, con manos pesadas como unos colgajos carnosos, una vez cenando, después de tres vasos de vino espumoso, había hundido bajo la mesa la punta de su grueso zapato entre las caderas de la gruesa señorita; ella había resoplado, con el pecho subiendo y las mejillas sudando en rosa. Antes, jamás le había dicho una palabra cariñosa, ni siquiera la había mirado con aire de desearla. Fue de repente, la brutalidad de un macho aceptada por una hembra sorprendida e inexperta. Y en ningún momento hablaron de amor. Si se encontraban en algún corredor oscuro se estrechaban sin juntar sus labios, con las manos palpando torpemente la piel bajo las telas levantadas o desabotonadas, pegándose el uno al otro, jadeando y dejándose sin una palabra de despedida, sin una mirada atrás. No se citaban. Pero casi todos los días, a las horas en las que el calor hace que se abran las flores y todas las cosas, ella iba, sabiéndose acechada y luego seguida, al bosque de acacias, a una estrecha y alta cabaña de madera donde el jardinero guardaba sus herramientas. Él se unía a ella, habiéndose asegurado de que nadie los había visto deslizarse entre los árboles, cerrando la puerta tras él. La cabaña era tan poco espaciosa que debían, el uno contra el otro, mantenerse de pie. Las maderas gemían al ser empujadas; y de la choza oscilante con sacudidas, salían unos chasquidos de pieles bajo palmadas y unos resoplidos. Una vez Constanza, hablando por fin, masculló: «¡Ah! ¡Dios mío! ¡ah! ¡dios mío!» Había creído oír un ruido, como de alguien que se acerca. El Sr. Barinel, levantando con una mano su pantalón caído, entreabrió muy lentamente la puerta y pasó el cuello por el bostezo, inquieto… No vio a nadie. Oyó un intenso crujir de hojas y creyó que era el viento que se escapaba entre las ramas.

III

Seguro de que su padre era el amante de la señorita Planchemin, – pues las palabras de los chicos mayores en el Instituto, y los sucios pensamientos después de los malos libros, le habían dado una experiencia teórica que no le hacía ignorar ya nada de los misterios sexuales, – Paul se vio devorado por una espantosa rabia. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué es lo que podía hacerle a él que el Sr. Barinel besase a Constanza en los corredores y que le tocase el cuerpo en la cabaña del bosquecillo? Él no tenía casto horror a los acoplamientos; al contrario, su bestialidad pueril los esperaba, los deseaba, y los suplía. Travieso mediocre y duro, no experimentaba por su padre más que una de esas ardientes ternuras que son, en algunos seres apasionadamente filiales, como una necesidad de reintegramiento en el ser creador, y que, contra todo lo que los aparta, los separa e incluso los frustra de una muy pequeña parte de aquél que los engendró, sentía unos celos enconados y fanáticos. En cuanto al engaño perpetrado a su madre, buena mujer cuyas caricias le resultaban un fastidio y los arrumacos una ocasión de encogerse de hombres impúdicamente, ni siquiera pensaba en eso. ¿Era tal vea que él también deseaba a Constanza; que, muchas noches había creído en sueños estrecharla desnuda y blanca, entre sus brazos cerrados? En absoluto. Ella le disgustaba, demasiado blanca, demasiado gorda, demasiado mullida; desde hacía tres meses estaba prendado de la criada, delgada, enjuta, bizca, contra la que él se frotaba en el corredor de la cocina cuando, con las manos ocupadas en los platos, no podía depositarlos y no conseguía intimidarlo amenazándole con llamar a la Señora. Entonces, ¿de dónde procedía su cólera y su odio contra Constanza, contra todo el mundo? No lo sabía, no trataba de saberlo. Pero estaba rabioso, furioso. No dormía ya, mordiendo su almohada con el pensamiento de que ayer, el Sr. Barinel había besado a Constanza, y mañana la volvería a besar. Caminaba muy rápido por la avenida, a lo largo del muro, propinando patadas al yeso, luego se detenía apretando los puños como si rompiese algo. Y, cada día, después de cada acecho, su resentimiento se exasperaba. Cayó enfermo. Una ictericia. A causa de la bilis agitada.

IV

Una tarde, al otro lado del camino, en la caseta de Hans Schwab el fotógrafo, observó, entre unas pequeñas botellas, verdes, negras y azules, un frasco transparente donde en el fondo había como un pequeño guijarro cuadrado, muy blanco, un minúsculo bloque que parecía una tiza; y sobre la etiqueta del frasco estaba escrita esta palabra: «Gift» debajo de una pequeña calavera y dos tibias cruzadas.
–Eso, –dijo el alsaciano, es para lavarse las manos.
–¿Eh?
–Sí.
–Las drogas que utilizamos en nuestro trabajo dejan sucios los dedos. Hay que lavarse en agua caliente, enjabonarse con jabón de Marsella, y aun así las manchas no se van. Pero frotadas con esa piedra, tenemos las manos limpias. Lo único es que es peligroso. «Gift» en francés es veneno. Si nos hiciesemos un rasguño en el dedo y ese pequeño fragmento blanco se introdujese en él, habríamos palmado en menos tiempo del que hay para contarlo.
–¿De verdad?
–Como te lo digo.
El niño reflexionaba.
–Entonces, – exclamó – ¿te sigue gustando la vecina?
–¿La señorita Constanza? ¡Oh! ¡no te puedes imaginar el efecto que me produce cuando la veo abriendo la ventana por la mañana con sus brazos desnudos!
– ¿Te gustaría que le hablase por ti, que le entregase una carta?
–¡Señor Paul!
–Vamos, vamos, escríbele. Pero sobre todo, nada de dulzuras ni de sentimientos. Sencillamente pídele una cita en tu casa y júrale que te matarás o que la matarás si ella no viene. Eso es, añade, un poco de rudeza, cómo hay que comportarse con las mujeres.
Hans Schwab, ya ilusionado, escribía con la espalda vuelta, mientras que, con el frasco abierto, Paul recibía en la palma de su mano el pequeño trozo de veneno blanco. Y le llevó la carta diciendo: «Todo irá bien, verás como todo irá bien.»

V

Constanza, tras un vistazo hacia la casa donde todo el mundo echaba la siesta, excepto el Sr. Barinel, se dirigía hacia la alta cabaña estrecha en el bosque de acacias. Pero se encontró de frente con Paul que prorrumpió en carcajadas.
–¡Cucú!– dijo – Si quieres podemos ir a jugar al escondite, o a correr. Pero antes toma esto.
Y le metió un papel en el bolsillo.
–¿Qué? ¿Qué es eso?
–¡Nada! ¡Es para reírse!
Luego, como ella era muy joven y él muy pequeño, – dos niños en realidad, – se pusieron a jugar, con huidas, con retornos, y cuando ella lo atrapaba lo estrechaba demasiado fuerte con los ojos húmedos; corrían, gritaban, se fatigaban; en un momento, – ella iba a alcanzarle, – él cogió cerca del muro una mata espinosa de acacia con la que, para divertirse, le rozó todo el rostro. Ella se enfadó. «Eso no era un juego! ¡él le había hecho daño! ¡se quejaría al Sr. Barinel!» En efecto, a causa de las picaduras, ella sangraba por las mejillas y sobre todo por los labios. Pero él le dijo:
–Eso no será nada! ¡vas a ver! eso no será nada. Yo te voy a curar. En mi bolsillo tengo con qué curarte enseguida. Déjame a mí. En un instante estarás curada.
Había extraído de su bolsillo algo que se parecía a una piedrecilla blanca, o a un pequeño trozo de tiza; y con esa pequeña cosa dura frotaba y frotaba los arañazos rojos que ella tenía en la boca.
–¡Acaba ya! ¡me haces daño! Me lavaré con agua fresca. Te digo que te…
No acabó. Abrió desorbitadamente los ojos y se desplomó sobre la arena del sendero, como algo muy pesado que cae.

VI

Pasado algún tiempo de eso, – havía ya cuatro o cinco días que habían enterrado a Constanza Planchemin, – Paul, en el umbral de la puerta, vio venir a lo lejos por la carretera, a tres hombres que tenían aspecto de buscar algo o a alguien. Se detuvieron, habiendo observado la barraca de tablones pintada de cinabrio.
–Amiguito, – preguntó a Paul uno de los tres hombres – ¿es este el domicilio del Sr. Hans Schwab?
–¿El fotógrafo? Sí, señor, es ahí y precisamente está en casa. Si usted quiere hacerse un retrato…
Los policías entraron en la cabaña roja. «¡Quedáis arrestado en nombre de la ley!» El proceso de Hans Schwab, tres meses más tarde, dio mucho que hablar. Y ni un instante el acusado pudo tener la esperanza de salvar su cabeza. La carta que había escrito a Constanza Planchemin y que se la había encontrado en su bolsillo, carta donde él la amenazaba de muerte si ella no acudía a la cita, y sobre todo el trozo de veneno blanco descubierto en su casa en un frasco, con manchas rojas de sangre en uno de sus lados (sin duda había aprovechado el desgarro de un beso demasiado violento para envenenar a la joven señorita), no dejaban entrever la más mínima duda sobre la culpabilidad de Hans Schwab; condenado a pesar de sus negativas y juramentos de inocencia, fue ejecutado el 20 de septiembre de 1893 en la plaza de la Roquette.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes