LA NOCHE DE
BODAS
La lívida
palidez del amanecer se filtraba entre las cortinas. Yo no dormía mirando esa
triste luz . Un timbrazo, violento, redoblado, sonó en el silencio del
apartamento, y, pocos minutos después, Sylvain Brunel empujaba la puerta de mi
habitación, seguido por mi criado que, vestido apresuradamente, sostenía la
lámpara.
–¡Tú!–exclamé.
Mi sorpresa era tanto o más natural toda vez que Sylvain Brunel se había casado,
la víspera, con una bella muchacha de la que se había mostrado apasionadamente
enamorado. ¿Qué venía a hacer en mi casa en el momento en que uno se extasía en
el delicioso triunfo de la primera noche del himeneo? Mi asombro aumentó,
adivinando una dolorosa preocupación, cuando hube reparado en el rostro herido
del visitante, con sus ojos inyectados en bilis roja y sus labios temblando como
los de un enfebrecido.
Cuando estuvimos solos me puso una mano en el hombro y habló muy aprisa,
balbuceando, con los dientes castañeando:
–¿Crees en lo imposible? ¿Crees en la prodigiosa quimera de los difuntos que
viven como nosotros, que aman, odian, sufren y lloran como nosotros? ¿En el
milagro de los muertos, – o de las muertas,– que nos acompañan en las calles,
nos toman del brazo, se sientan a nuestra mesa, se acuestan en nuestra cama? ¡Si
esas cosas no son ciertas que se me encierre porque estoy loco!
Mientras lo observaba con creciente estupor, él se había dejado caer en un
sillón, cerca de mi cama.
–Escucha – dijo bajando la voz, con la palabra más sosegada – Tú sabes cuanto
amo a Gilberte, ¡mi esposa! ¿Adivinas con que arrebatado deseo, ayer noche, yo
esperaba el momento en que estaríamos por fin solos? Ese momento tan esperado
llegó. Estaba ante la puerta de la habitación nupcial con el corazón fundido en
delicias, mi mano tocó la llave, iba a entrar... Un estremecimiento me recorrió
de la cabeza a los pies ¡con el zigzag de un relámpago de hielo sobre toda la
piel! ¿Que me ocurría? Al principio no lo comprendí. El efecto había precedido a
la causa, había tenido el síntoma del pavor antes del mismo pavor. Pero el miedo
me invadió muy rápida, clara e intensamente. Sí, tenía miedo. ¿Por qué? porque
muy a mi pesar pensaba sin razón en la Señora de Mortalès, en la pobre muerta,
tan cerca de la querida viva, en aquella que me había amado tanto, tan cerca de
la que yo amaba tanto. Fue como el rencuentro de una tumba en el umbral de un
paraíso. Con esa mirada del espíritu, que contempla las cosas pasadas, yo veía a
Laurencia, pálida e inmóvil en el gran lecho de donde no debía levantarse más,
no teniendo ya más vida que en el fondo de sus ojos donde brillaba
inextinguiblemente el amor salvaje y celoso; y la escuchaba repetirme, con la
rudeza de su acento aragonés, estas palabras que me había dicho tan a menudo
antes: «No amarás nunca a otra mujer, ¿verdad? No, nunca. Aunque viva o muera,
tú siempre me serás fiel. ¡Ah! si me engañases, Sylvère, ¡ten cuidado! Me
vengaría de la traición por medio de la traición. Resueltamente, fríamente, – si
prefirieses a otra mujer, – me entregaría a otro hombre. ¡Incluso muerta! pues
creo que me despertaría del sueño eterno para ejecutar mi venganza.» Pude
escuchar confusamente esas locas y siniestras palabras, ayer noche, con la mano
sobre la llave de la habitación nupcial, como si un espectro me hubiese hablado
al oído. Pero finalmente, con un esfuerzo de voluntad, aparté las quimeras y me
controlé, sonriendo por mi locura, empujando la puerta de las dichas. Gilberte
me esperaba, pálida y temblorosa entre los encajes del camisón, y cuando me vio,
adivinó completamente sonrojada. Yo me puse de rodillas ante ella, como un
peregrino a los pies de una María, y la adoraba, llena de gracia. Hay que decir
a aquellos que se vanaglorian de vanos goces en los amores culpables, que la
embriaguez perfecta, la suprema delicia, es contemplar el sonrojo de una virgen
pronta a consumar sus esponsales, que se asusta y que quiere. Suavemente,
lentamente, – ¡del mismo modo que se tocarían las alas de Psique!– yo la había
tomado entre mis brazos, y sobre sus labios apenas entreabiertos... ¡Cosa
extraordinaria! en nuestro beso, me pareció que otro beso había respondido,
también tierno, lejano como un eco fiel. Yo la miraba: ella sonreía, más
colorada; no había oído nada. Yo perdía el sentido, ciertamente. La abracé con
más fuerza entre las telas arrugadas; a través de los encajes sentía el
retroceso tibio y deslizante de su delicado cuerpo... ¡Dios! ¿Quién, dentro de
esta habitación, tan lejos y tan cerca al mismo tiempo, había arrugado un
camisón, como yo? La miraba más fijamente: siempre sonriente; esta vez tampoco
había oído nada; y con el vestido entreabierto dejaba ver la palidez, apenas
azulada por una vena, de su adolescente pecho. La locura de ser feliz me
transportó, redoblada por una extraña rabia, – la de tomar posesión de mi
sentido común y espíritu firme, antes estúpidas imaginaciones. Yo abrazaba,
levantaba a Gilberte, sorprendida de mi rudeza, y en la alcoba le decía
ardientes palabras, la mordía con desenfrenados besos, la envolvía de
insaciables caricias. ¡Oh! ¡Horror! ¡Horror! Te digo que esas palabras eran
pronunciadas por otra voz, allá, casi las mismas, escuchadas solamente por mí,
como otras bocas se daban esos besos, lejos de mí, próximos sin embargo, como
otro cuerpo, –¿Dónde? ¿Dónde? – era envuelto por esas caricias. ¡A nuestro
alrededor se estaba desarrollando una abominable parodia de nuestro amor! ¿Por
algún triste azar has poseído a tu amante una noche en uno de esos hoteles
próximos a las estaciones de ferrocarril donde las habitaciones contiguas, que
un delgado tabique separan de la tuya, habían albergado a otras parejas? Añade
al enojo lleno de vergüenza de una sucia proximidad, esta irresistible
convicción de que los ruidos, –¡los ruidos que me molestaban!– no procedían de
una cama demasiado poco alejada, pero de no sé qué lecho desconocido,
misterioso, espantoso, de un camastro de aquelarre, ¡dónde los condenados
fermentan la sangre y la blasfemia! Yo luchaba contra el espanto, esperando
siempre vencerlo – ahogar el horror en el amor, transformar triunfalmente el
estremecimiento del miedo por el estremecimiento del placer. ¡En vano! ¡en vano!
si reía de éxtasis tenía estertores de horror. Durante un instante incluso,
mientras esas palabras siempre repetían mis palabras, y esos besos mis besos, y
esas caricias mis caricias, durante un instante creí ver cerca de Gilbert
tumbada, tan joven y bella, tiernamente resistente, sí, cerca de ella, en una
angosta sombra, a otra mujer pálida y fría, – como lo debía estar en ese momento
Laurencia, amortajada en su tumba, – viva sin embargo, resistiendo mal, ¡cómo
Gilberte! Y cuando fue vencido el pudor de la joven recién casada, y logré
arrancar en un redoblamiento de deseo la confesión suprema del suspiro, una voz
diferente, también cariñosa, – ¿de dónde procedía? – ¡en el mismo suspiro,
murió! Entonces salté de la cama, ebrio de miedo, sudando copiosamente y tomando
mis ropas huí de allí y corrí a través de las calles hasta llegar aquí. – Estoy
loco, ¿verdad?»
Pienso que es inútil exponer los razonamientos con los que conseguí calmar la
exaltación mórbida. No lo logré sin esfuerzo. Sin embargo, tras una larga
conversación, él consintió en reconocer que había estado, sino loco, al menos
alucinado, que el recuerdo de la Sra. de Mortalès, tal vez mezclado con algún
remordimiento, había basado para dar lugar a tan singular aberración; y salió de
mi casa, un poco más tranquilo, casi relajado. Es probable que yo no hubiese
vuelto a pensar en esta aventura y que nunca la hubiese contado, sí, pasados dos
días, no hubiese leído en un periódico un terrible suceso. Un guardia del
cementerio de Père-Lachaise, – un bruto monstruoso, – había sido sorprendido,
dos noches antes, en el momento en el que violaba abominablemente una sepultura;
y esa tumba, decía el periódico, era la de una joven mujer española
recientemente fallecida, la Sra. Laurencia de Moralès. En cuanto al abyecto
miserable, fue juzgado por Sala de lo penal del Sena; pero fue absuelto, ya que
los informes médicos psiquiátricos establecieron que ese monstruo era un
demente. Lo que sobre todo contribuyó a conciliar la misericordia del jurado fue
la absurda buena fe, pero evidente, con la que él sostuvo durante el juicio que,
si había levantado la losa de mármol era porque había sido invitado un poco
antes de medianoche, cuando él hacía su ronda, sobrio, por una voz femenina, muy
dulce que lo llamaba, deslizándose entre las piedras de la tumba, a través del
verdor de los tejos.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |