LA NOCHE DE UNA FLOR
Durante la
fiesta la habían arrojado de un coche a otro; lanzada al azar, atrapada, vuelta
a lanzar; había sido como el volante de esas raquetas exquisitas que son las
manos de las parisinas; luego, habiéndola agarrado mal un espectador, cayó en el
lodo, entre la hierba pisada y húmeda; y al principio nadie se preocupó de ella;
más tarde, en plena fiesta pasada por agua, mil pies la pisotearon bajo la
languideciente alegría de los farolillos y los vidrios de color, mientras
sonaban los enormes bombos y los trombones de las barracas de feria. Era una
pequeña gavanza rosa, casi un capullo, con un largo tallo espinoso.
Como ayer noche, yo caminaba en medio de la gente agolpada, vi en la monotonía
del fango la pequeña rojez pálida de esa flor muerta; enseguida adiviné cual
había sido la suerte de la gavanza, triunfante primero, luego melancólica
durante la jornada de placer y locura: ahora estaba allí marchita como un
recuerdo, entre dos pequeños montones de barro, como entre dos hojas de un
libro, encantadora todavía, reliquia mancillada y perfumada. Pensé en recogerla
y conservarla; ¿sabía yo si no encontraría en ella el olor que me es tan querido
entre todos, el olor que he aspirado un solo minuto con mis labios fugaces en el
extremo de un pequeño dedo enguantado, en la antesala, después del té de las
cinco, mientras me ponía el abrigo? Y además, esa rosa era todo lo que quedaba
de la alegría de antes, del paseo encintado y floreciente, dónde París había
imitado la fantasía y las risas de una Cabalgata italiana. El poeta que pasa
debe recoger lo que queda de la alegría humana, esa tristeza que es como la
frontera con la felicidad; y luego hacer versos
Así pues me agaché para coger la flor. Pero una mano se había adelantado a la
mía, una pequeña mano, la de una chiquilla mal vestida, sórdida, casi andrajosa,
con aspecto de mendiga. Yo dejé hacer a ese niña no disputándole el sucio
despojo que ella cogía y que puso en su blusa, bojo el dobladillo de la tela sin
botones, muy rápida y furtivamente. ¡Pobrecilla! habituada a caminar en él, le
gustaba coger una flor en el lodo.
Pero observé al
hombre y a la mujer que estaban con la niña y los seguí entre la algarabía de
toda la gente corriendo bajo la lluvia. Estaban pobremente vestidos, él con una
chaqueta, ella con un vestido de lana sin abrigo; ella tenía en el cuello las
greñas en desorden de un moño despeinado, él tenía su sombrero redondo calado
hasta los ojos, con unos mechones de cabellos marrones cortados por un peluquero
de las afueras. Ambos mostraban en su vestimenta y en su actitud un abandono de
miseria, un arrastramiento de harapos. Era la típica desagradable pareja
parisina: el golfo y su hembra. Ella no le daba el brazo; hacían caminar delante
de ellos a la niña que había recogido la flor; y mientras caminaban iban
hablando.
¡Vaya día de perros! a causa del chaparrón siempre amenazante. Las personas
ricas no se habían apeado de sus coches, y, con los burgueses que habían venido
para ver la cabalgata, a pesar del mal tiempo, no había nada que hacer; éstos
últimos son unos desconfiados que siempre están pendientes de sus bolsillos. No,
finalmente era indignante no poder hacer negocio cuando se tienen ganas de
trabajar y cuando uno no es más manco que los colegas. Los extranjeros tienen
suerte; los ingleses sobre todo, a causa del Grand-Prix; se les considera gentes
convenientes que tienen relaciones en los caballerizas; se les hace hablar, para
tener informaciones sobre los caballos que correrán; y siempre hablan.... Pero
los franceses desconfían de si mismos; no hay medio de entablar la conversación.
Finalmente, eran las diez de la noches, habían venido a la fiesta a las dos de
la tarde, y, en todo ese tiempo ni una ganga, nada; no habrían tenido siquiera
ni para beber un vaso antes de ir a acostarse si la pequeña no hubiese recibido
algunos centavos mendigando entre los coches. ¡Si allí no había con quién
irritarse! ¿habría entonces que expatriarse para vivir? puesto que no había
medio de ejercer su oficio honestamente en su país! Y todo esto dicho entre
gruñidos, con sucios juramentos y ese acento de los antros que da a todas las
palabras la ignominia del argot.
¿Por qué seguía y por qué escuchaba a esos míseros personajes? A causa de la
chiquilla, harapienta, flaca, sucia y enclenque. Pero lo que me resultaba
exquisito es que había recogido una flor.
–¡Margarita!
–¿Mamá?– dijo la niña en un sobresalto.
La madre le propinó una bofetada.
–Otra vez, responderás más rápido. Fíjate, mira, delante de nosotros, esas
personas que se acercan. Vamos, espabílate.
La niña se aproximó a una familia burguesa que casi corría bajo la lluvia en
busca de un coche; y, tendiendo una mano, con voz falsamente llorosa, gimoteó:
–Caballeros, señoras, somos cinco hermanos en casa. Papá no tiene trabajo. Denme
algo. ¡Eso les dará buena suerte!
Le dieron una moneda de dos centavos que, una vez lejos los burgueses, ella
entregó a su madre.
–¡Idiota! – dijo ésta – hay que correr a su lado, te habrían dado más.
Le arreó otra bofetada. La pequeña comenzó a llorar. No debía tener más de siete
u ocho años. Era tan delgada bajo los farolillos, con una palidez casi de
difunto y con unas manchas sonrosadas que parecían manchas del barro. Y lloraba
con cortos sollozos. Luego paró de llorar y se puso a caminar delante de esa
odiosa pareja llevando su mano a la blusa. Se hubiese dicho que encontraba
consuelo tocando la flor que había cogido.
¿Qué es lo que podía significar para ella esa flor? Nacida en alguna casa de una
barrio vulgar, acostumbrada a una vida sin domingos, no podía tener la nostalgia
de los campos, de la vegetación, de los paseos por los bosques con las
compañeras al salir de la escuela; una gavanza para ella debía ser algo que
vender a los caballeros por las noches en el bulevar; y luego, al regresar
después de la medianoche, si no llevaba una buena colecta, le esperaría una
paliza. Durante todo el día, en la fiesta, ella había visto un intercambio
enloquecido de ramos entre los cupés y los victorias; damas bien vestidas,
deslumbrantes, felices, con el rostro iluminado de alegría, riendo y bajando la
cabeza para evitar a sus sombreros el impacto de las rosas y las peonías
voladoras; lo que esa muchacha debería experimentar por las flores, oficio para
ella y lujo para las otras, era odio. Pero no, callaba siempre y allí estaba la
gavanza bajo la tela sin botones; y, con los ojos apenas secos, tenía una
sonrisa en los labios, una sonrisa pensativa y resuelta, con aire de
premeditación feliz, como si hubiese atisbado la realización de algo muy alegre.
Yo observaba que bajo su brazo izquierdo llevaba un periódico arrugado, mal
doblado. En una ocasión le cayó y ella lo recogió muy aprisa. ¿Que iba a hacer
con él? Yo la miraba. Raquítica y triste, sin embargo no era fea. Lavada y bien
vestida esa fealdad de niña pobre se hubiese convertido en una beldad de niña
rica. Caminaba con paso decidido. Tenía en los ojos algo que se asemejaba a un
sueño.
Sin embargo el hombre y la mujer habían abandonado la fiesta. Yo continuaba
siguiéndolos. Habían ganado no sé qué avenida de las afueras y se detuvieron en
un garito cubierto por un toldo, sentándose en una mesa. Me detuve yo también y
me senté cerca de ellos. Pidieron una botella de vino. Los veía bajo la luz de
un quinqué colgado de un poste. Él lampiño, ella bigotuda, sus caras eran
repulsivas. Apoyados sobre sus codos se hablaban en voz baja, con un murmullo de
complot. A nuestro alrededor unas personas, que debían ser palafreneros o
sirvientes de jockeys, bebían formando una gran algarabía, llamaban al camarero,
discutían, se insultaban. Había en el ambiente un tufo a cuadra mezclado con el
olor de un barril vacío. Yo observaba que el golfo y su hembra miraban de vez en
cuando, haciéndose señales, a dos criados vestidos de librea que estaban jugando
a las cartas con unas monedas sobre la mesa.
¿Pero dónde estaba la niña?
Muy cerca, sentada en el suelo, entre los zapatos del gentío.
Y resultaba encantador verla.
Con el viejo periódico arrugado había hecho dos pequeñas carrozas de papel,
–carrozas o su vago parecido, – y sus manos, tanto ésta, tanto aquella, lanzaban
de un coche al otro la flor que ella había recogido entre la hierba húmeda y
pisoteada. ¡Comprendí entonces por qué había cogido tan rápidamente el
melancólico despojo! por qué lo conservaba con tanto cuidado. Allí, de cuclillas
entre las piernas de los bebedores, entre el aire cargado, con los pies y la
falda en el fango, reproducía toda la alegría y toda la gloria desbordada de la
fiesta. Recibía y lanzaba, en una sola gavanza marchita, los mil ramos de la
fresca batalla, y esa hija de carteristas, esa mendiga, esa harapienta, se
divertía y se reía, y mientras el hombre y la mujer, inclinados encima de los
vasos rojos, conspiraban algún golpe, ella tenía en los labios y en el corazón
toda la sinceridad y la alegría de las bellas mundanas intercambiando floridos
proyectiles. Pronto regresaría a algún antro apestoso, oscuro, donde se duerme
mal durante las probables peleas del padre y la madre. Pero no importa, la
pequeña miserable habría tenido durante un instante la ilusión de ser feliz como
tantas magníficas damas. Y yo pensaba que era por la piedad del destino por lo
que la gavanza rosa, casi un capullo aún, con un largo tallo espinoso, había
caído de una mano torpe, entre el lodo, en la hierba.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |