EL NOMBRE PERDIDO Y ENCONTRADO DE NUEVO

I

¡Cecilia! – gritó él.
Ella se giró, volviéndose rosa de placer; y aunque fuese en pleno día y en plena calle, a dos pasos de su propia casa, aunque pudo ser vista por su portero, por uno de sus sirvientes, incluso por su marido regresando más pronto que de costumbre, no dudó en poner sus dos manos, habiéndose quitado sus guantes con presteza, en las queridas manos tendidas hacia ella. Entonces se propagó, tanto en él como en ella, una deliciosa sacudida. A causa de esta unión de sus dedos húmedos por una repentina languidez, se podía intuir en el intercambio de sus miradas, en su actitud casi desfalleciente, el abandono y la delicia de antiguos abrazos; él tenía la impresión que se tocaban todo el cuerpo en ese roce de tan poca piel. En realidad tal era la alegría de haberse encontrado de nuevo, tras una separación demasiada larga, que apenas pudieron reprimir saltarse al cuello, allí, delante de todo el mundo. Antaño, durante medio año ¡se habían amado tanto! Había ocurrido a orillas del Marne, en una cabaña de madera y de ladrillos rosas, en un himeneo sonriente y encantador, como dos pájaros bajo una rama. Muchos mediodías los habían visto dormirse en brazos uno del otro, adorablemente lasos en la misma hamaca, y, porque tenían la costumbre de no cerrar la ventana durante las noches calurosas, experimentaban el transporte de mirar durante mucho tiempo el fulgor de las amorosas estrellas, boca con boca y sin vestidos ya caídos; la luna les proporcionaba unas camisas de luz. A fin de entregarse plenamente a él, Cecilia, que ese tiempo, no pasaba por una persona absolutamente irreprochable, había renunciado a otros coqueteos más atrayentes, habiendo huido de París; campesina en zuecos de niña, con la falda un poco levantada y ceñida entre las dos rodillas, le divertía regar los dragones y los jacintos del parterre; daba de comer a las gallinas en el patio y a los pichones del palomar, con un aire atareado de granjera muy competente; no comprendía que alguien se pudiese interesar por las frivolidades de la ciudad; los teatros, las modas, los bailes, las cenas, ¡qué aburrido! nada valía más que ser amada en la soledad y sencillez de los campos; su único placer era ser feliz. Luego, porque todo se acaba, se habían separado un día, en una disputa a principios de otoño; París los había recuperado en el tumulto donde uno se exilia; pero la dulzura de los recuerdos había sobrevivido a su bello amor; a menudo sus corazones estaban acosados por exquisitas reminiscencias, como si un nido vacío tuviese espectros de canciones; y, ahora, después de cuatro años, su ternura volvía a renacer tan ardientemente como difícilmente se les hubiese podido persuadir de que había muerto. Cecilia no pensaba siquiera que estaba casada desde hacía dos años con el más bonachón y confiado de los hombres, confiado hasta el punto de haberla esposado tras un largo y respetuoso noviazgo sin alarmarse jamás de las amistades demasiado alegres que había visto merodear alrededor de ella. No, ella no pensaba que tenía obligaciones que cumplir, deberes de mujer seria, de burguesa honrada, que lleva una existencia regular permaneciendo en su domicilio, que se ocupa de su hogar, bostezando de vez en cuando por la noche, cerca del fuego, bordando bajo la tulipa de la lámpara. ¡No se preocupaba de su marido, del mismo modo que si hubiese estado viuda desde hacía dos o tres meses! y, cuando el amante de los viejos tiempos le dijo en voz baja:
–¡Oh! Cecilia, os amo, quiero volver a veros. Vivo en la calle de Aumale, 21. ¿Vendréis, verdad?
–Sí, sí,– respondió ella – completamente transportada por el amor resucitado. No dejaré de ir tan pronto pueda. Os escribiré esta misma noche. Os adoro. ¡Hasta pronto!
Luego, bajando su velo sobre el rubor de sus mejillas y la ternura de sus ojos, se alejó muy aprisa, dejándolo extasiado con ese consentimiento tan rápido.

II

¡Por supuesto que iría a su casa! lo más pronto posible, desde mañana mismo. Precisamente mañana, su marido debía estar ausente la mayor parte del día. Qué bellas horas tendría, – horas semejantes a las de antaño, – ¡junto a aquél que tanto amaba! Qué dulce sería verlo arrodillado ante ella, oírle hablar con esa voz tan tierna que hace que el corazón se derrita. Ella recordaba mil detalles de sus goces pasados; él tenía una manera, que sólo a él pertenecía, de extender su mano bajo la estrechez de las mangas, de desabrochar, con aire de pensar en otra cosa, los primeros botones de la blusa; y, cuando, antes de besarla, él acariciaba los pequeños pelillos de la nuca con un soplido, ¡ah! ¡era para volverse loca! En cuanto a arrepentirse de verse entregada tan rápidamente al amor renaciente, no dedicó ni un solo minuto a tal idea. Lo único de lo que se arrepentía, era de no haber fijado el día y la hora de la cita. ¿Para que le había prometido escribirle? ¿No habría podido hablarle? Al menos escribiría sin ninguna demora. Apenas entró en su casa, arrojó su sombrero y su abrigo sobre un mueble, se sentó ante el buró del zaguán, tomó una pluma y garabateó algunas líneas donde confesaba todo su cariño y todo su deseo. «Sí, sí, hasta mañana, amor mío.» A continuación deslizó el papel en el sobre y comenzó a escribir la dirección: «Señor...» Se interrumpió, permaneció inmóvil. Repetía en voz baja: «Señor... señor...» Pero allí se quedaba. ¡Ah! Dios mío, era algo inconcebible, ¡había olvidado el nombre!

III

No había mucho que decir: lo había olvidado, olvidado, ¡completamente! ¿Podía alguien imaginarse algo tan extraordinario? ¡No sabía como se llamaba al que tantas veces había nombrado en incomparables embriagadoras situaciones! Se acordaba de todo, a excepción de aquellas sílabas que sin embargo le habían sido tan dulces de pronunciar. Buscaba en su mente, evocaba con toda minuciosidad las delicias del pasado, esperaba que alguna hiciese surgir, de repente, merced a la analogía de otro recuerdo, ese nombre. Esfuerzos vanos, vanas esperanzas. Lo que resultaba un poco menos extraño en tan absurdo desfallecimiento de memoria, era que Cecilia, antaño, había mostrado alguna misericordia a un gran número de jóvenes hombres; y difícilmente se podría encontrar a una persona capaz de recitar, sin ninguna omisión, toda la lista. Fue sin embargo con eso, a falta de otra cosa, como se dedicó a la búsqueda; enumeraba, – solamente el nombre de pila, lo demás vendría por añadidura, – los diversos amantes que no habían tenido que lamentarse de sus crueldades; de ese modo, tal vez consiguiese, entre la multitud... Comenzó. Veamos, ¿Evaristo? no, no, Evaristo había sido en provincias en la época de los primeros amores. ¿Gaspar? no. Gaspar era moreno, con barba, mientras que... ¡ay! ¡había estado a punto de encontrar el nombre! ¡seguramente lo tenía en la punta de la lengua! Nada más. Estaba rabiosa. Pero no se desanimó. ¿Feliciano? ¿Gontran? ¿Federico? ¿Horacio? ¿Arnaldo? ¿Máximo? ¿Rolando? ¿Estéfano? ¿Lambert? ¿Emmanuel? Lamentablemente acudían a su memoria todos los nombres salvo el de aquél que le había sido más querido que los demás. Daba patadas, se mordía las uñas; en otros momentos llevaba las manos a las sienes, se golpeaba la cabeza con sus pequeños puños cerrados. ¡Y esa aventura estaba siendo tan desastrosa que Cecilia no podría escribir a su bien amado! Sabía la dirección sin duda, pero la dirección no bastaba. «Señor... calle de Aumale, 21»; señas demasiado incompletas. En cuanto al recurso de dirigirse al domicilio indicado, de interrogar al portero, de conocer los nombres de todos los inquilinos, era algo tan radical que no se decidiría a ello nunca. Así, por grande que fuese su buena voluntad, no volvería a ver al adorado de antaño, ¡más adorado ahora! ¡No encontraría los queridos goces perdidos! Qué cosa abominable, se vería obligada a ser virtuosa. Cecilia se sentía tan disgustada que por poco se hubiese golpeado; y hemos de reconocer que hay pocas situaciones tan perfectamente desoladoras como aquella en la que se debatía la olvidadiza Cecilia.

IV

Pero nunca se debe desesperar por nada; El azar es clemente con las personas enamoradas.
Como Cecilia, en su cólera de gata, estaba a punto de arañarse el cuello y las mejillas –¡ah! ¡qué lástima hubiese sido! – su marido entró, estando próxima la hora de la cena. Todo apunta que esa irrupción no calmó la irritación de la joven esposa; la vista del apacible esposo, – ¡al que no engañaría nunca! – la exasperó más allá de todo límite; e incluso la invadió la idea de inmediato puesto que ella estaba de un humor de arañar a alguien...
Pero él, habiéndose sentado, dijo con un tono tranquilo, sin motivo aparente, por hablar de algo:
–A propósito, ¿sabes con quien me acabo de encontrar, hace un rato, subiendo por la calle?
–No – dijo ella.
– Al Señor René Lorderin. ¿Lo recuerdas? No ha cambiado nada. Lo he reconocido enseguida.
¡Cecilia le saltó al cuello antes de que hubiese acabado! ¡Ah! ¡el hombre digno! ¡Ah! ¡el excelente marido! Y lo acarició con tanta ternura, completamente aturdida por esta tan extraña buena suerte, que al día siguiente apenas pudo encontrar mejores besos para aquél que ella había amado tanto, a orillas del Marne, en la cabaña de madera y ladrillos rosas.

Publicado en Gil Blas el 31 de julio de 1885
Traducción de José M. Ramos
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