EL ONDINO1
DEL TORBELLINO
A Jocelyne, la
pequeña leñadora que iba descalza, la Gran Madre le había dado un pastel,
diciéndole: «¡Harás bien en comerlo, había dicho la anciana, pues no es eterno,
¡pero procura por todos los medios no darlo ni que te lo roben!» Ese pastel
estaba hecho de una harina llamada riqueza y de una miel llamada felicidad; en
cuanto al azúcar glaseado con el que se había espolvoreado, decir que en él
estaban todas las pequeñas satisfacciones de la vida. ¡Pensad que bueno sería
dar un bocado a ese pastel! y bastaba hincarle el diente para encontrarse
vestida con un traje de oro en el que sonaban monedas de todos los países en
todos sus bolsillos,, por ser la esposa más bella del más apuesto y poderoso
príncipe de la tierra; nada más que lamiéndolo con la punta de la lengua, se
tenían caballos, coches, un castillo sobre la colina, y buenas comidas, camas
mullidas y músicos cantando para dormir o despertar, y pajes de satén y encajes
que llevaban la cola del vestido de oro.
II
Desde el
instante que tuvo el pastel, Jocelyne, de naturaleza muy golosa, así como lo
somos todos, abrió ampliamente la boca para comerlo de un solo bocado. De ese
modo tendría todos los goces al mismo tiempo. Pero no lo tragó a causa de un
agua clara que, cerca del sendero a su lado, giraba, completamente bañada por el
sol; se hubiese dicho que los rayos allí se rompían en mil migajas en un pequeño
torbellino de pedrerías.
Entonces, sin morder el pastel que tenía en la mano, dijo:
–¡Oh! bonita agua, bonita agua, ¡qué gozoso es veros girar! – dijo Jocelyne. No
era, creo yo, la más bonita agua sobre la tierra, ni que tampoco girase tan
rápido.
–¿Qué dirías tú entonces, – exclamó el Ondino (surgiendo de entre los rosales,
con su encantadora cabeza semejante a un loto rosa no eclosionado), ¿qué dirías
si vieses lo que hay debajo de mi bonita agua que gira? Ven, pequeña leñadora de
pies descalzos, déjate tomar en el luminoso vértigo y entrarás en el país de la
belleza sin par y de la infinita delicia.
– Ya tengo el pastel de la Gran Madre.– repuso Jocelyne.
– ¡No comerás allí más que los placeres terrestres! pero están todos los
encantos humanos que esperan en la misteriosa estancia que es el reflejo del
cielo.
– Tendré vestidos de oro.
– ¡Te vestirás con un traje de azul y de aurora!
– Tendré en mis bolsillos monedas de todo tipo.
–Bajo esta agua, a quien da el sol para pagar el paraíso, se encuentra una
moneda de estrellas.
–Me casaré con un príncipe muy guapo y poderoso.
– El dios de los deliciosos abismos te tomaría por esposa, y te haría sentar a
su lado, en un trono de madréporas en flor y de deslumbrantes corales.
– Tendré caballos...
– Ligeros tritones te transportarán a través de los verdes espacios.
– Coches...
– ¡Serás mecida, entre las languideces de las olas del sueño, en una concha
color de la calcedonia, del amatista y del día!
– Un castillo sobre la colina...
– ¡Qué alegría vivir en un palacio que tiene por umbral el misterio, por salas
de fiesta el ideal, y el infinito por ventana!
–Comeré buenas comidas...
– Conocerás los alimentos que cocinan los ángeles.
– Me acostaré en una cama mullida...
– ¡No hay lecho más agradable que los colchas de nudos bordadas por los
serafines!
– Tocarán música...
– ¡Oirás a los pequeños querubines (pues un poeta lo dijo) tocar el extasión!
– Y unos pajes llevarán la cola de mi traje de oro.
–¡Y astros, con sus dedos de rayos, llevarán la cola de tu falda-cometa!
III
Pero Jocelyne
no se dejó convencer por el maliciosos tentador; y, conformándose con el regalo
que le hizo la Gran Madre, iba a tomar el alimenticio y sabroso pastel, cuando
el Ondino del agua que gira, dijo:
–¡Bueno! ¡bueno! ¡haz lo que quieras!. Pero ten cuidado de no atragantarte.
– Es cierto – pensó Jocelyne – que la felicidad terrestre no es ligera.
– ¿Sabes lo que yo haría en tu lugar?
– ¿Qué harías? dime.
– Puesto que no quieres descender en el luminoso torbellino (¡por desgracia qué
equivocada estás! ¡qué gran error cometes!), al menos moja en él esa indigesta
galleta. Reblandecida la tragarás más fácilmente, y, también ella tomará en el
agua misteriosa un gusto a quimera que la hará más agradable.
– Ese es un consejo que se puede seguir – dijo Jocelyn – pues no hay ningún
peligro. Cuando se habla razonablemente me someto de buen grado a las opiniones
que se me dan. Y quiero mojar el pastel en la bonita agua que gira.
Se inclinó hacia el claro torbellino. ¡Ah! ¡qué claro y brillante! Hundió el
pastel... ¡Emitió un grito! Pues el agua, como una boca golosa, lo había
tragado.
Y Jocelyne, llorando, exclamó:
– ¡Oh! ¡qué desgracia! ¡he aquí un torbellino pérfido y un consejero traidor!
Pero el Ondino, que reía, dijo:
–¡Bueno! el daño no es mucho. El agua no es tan profunda como parece, y te
bastará hundir la mano para recuperar el pastel. ¡Inténtalo!
– Intentémoslo – dijo ella.
¡Profirió otro grito, más espantoso! El torbellino le había arrancado la mano;
su brazo era un muñón, gordo y rosa, pero un muñón.
–¡Oh! ¡qué desgraciada aventura! Y bien que me han castigado por no haber
obedecido la voluntad de la Gran Madre.
–¡Bueno! el daño no es irreversible. Hunde todo el brazo en el agua. Recuperarás
tu mano y el pastel que ésta busca. ¡Vamos! ¡inténtalo!
– Intentémoslo – dijo ella.
¡Gritó desesperadamente! El torbellino le había arrancado todo el brazo: ahora
tenía solo el hombro derecho porque ya no había brazo.
– ¡Oh, qué desgracia!, ¿cómo haré para tomar al príncipe que será mi esposo?
– Es cierto que el accidente es lamentable; pero veo el motivo. El pastel no
está hecho para la mano, ni para el brazo; está destinado para la boca. He aquí
por lo que no lo has podido recuperar. Hunde tu cabeza en el agua que gira y
recuperaras el brazo, la mano y la galleta. Vamos, pequeña leñadora, inténtalo.
– Intentémoslo – dijo.
Y esta vez no gritó. Pues apenas había hundido la frente en el torbellino de
pedrerías, fue atrapada en su interior, y el temblor de sus pies al desaparecer
apresuraba el giro del agua misteriosa.
IV
Sin embargo la
Gran Madre, vieja como Cibeles, eterna como Erda, no dejó de hacer, así como
desde el primero de los días, los pasteles que daba a las pequeñas leñadoras
descalzas, y a muchas personas más. Ella sabe que todas las Jocelynes, y las
demás personas también, verán el torbellino de pedrerías, donde se estremece un
reflejo de infinito, y que el malicioso Ondino les dará raros consejos; pero
ella prepara siempre sus terrestres pasteles de riquezas, de felicidad y de
alegría. Ese es el tren del mundo. Y nadie sabe cuales tienen razón: si los que
comen la pesada y buena galleta, tal como se les da, o aquellos que se
precipitan al agua que gira, gira, gira, al agua que tal vez sea el vértigo
hacia el cielo.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |