LA OSCURIDAD VENCIDA

I

Todo el mundo sabía que había un tesoro oculto en aquella sala, la única cuyas paredes todavía permanecían en pie y cuyo techo aún no se había desmoronado entre las ruinas del antiguo castillo; un tesoro inestimable de perlas y piedras preciosas bajo una losa o detrás de alguna columna. Aquél que lo poseyera no solamente sería más rico que los emperadores y los reyes sino que también poseería todos los goces y todas las glorias, pues cada una de las piedras preciosas y de las perlas era un talismán de un irresistible poder. ¡Podéis entonces imaginar que no faltaban personas dedicadas a su búsqueda! Los habitantes de la ciudad vecina y los de la campiña de los alrededores ya no se ocupaban de sus asuntos ni sus trabajos, olvidando abrir las tiendas o dejando los campos en barbecho; su único objetivo era descubrir el escondite en la antigua sala; y de todas las regiones de la tierra, llegaban a las ruinas del castillo, unos a pie, otros en carroza o en monturas engalanadas de oro, mendigos y ricos, villanos y nobles, pobres y princesas, guiados todos por la esperanza de un incomparable hallazgo.
Sin embargo nadie conseguía llevar a buen término su empresa. ¡Cómo! ¿acaso la sala estaba cerrada con una puerta tan bien cerrada o tan sólida que no se podía abrir ni derribar? en absoluto; la entrada era amplia como el vestíbulo de un palacio. ¿En el umbral se encontraban tarascas o dragones que vomitaban humo y llamas? de ningún modo; no había ser ni objeto que amenazase a los visitantes; entraba el que quería. Lo que impedía meter la mano en el tesoro era que la sala, en todo momento y a todas horas, estaba sumida en una oscuridad tan negra y densa que los más perfectos ojos del mundo no podían ver ni gota. Nada podría dar una idea de la oscuridad que allí reinaba; las más compactas tinieblas comparadas con aquella hubiesen parecido transparencias de aurora. El sol podía intentar arrojar sus más luminosos rayos que ni una claridad se insinuaba en el misterioso interior por amplia que fuese la entrada, defendida, podía pensarse, por alguna puerta de diamante negro, intangible, invisible, pero resistente al día. Entre los que se habían atrevido a tientas en la sombra, algunos contaban que habían creído tener sobre sus pupilas unas cortinas de asfalto y pez; pero muchos no habían regresado, tal vez muertos de hambre antes de haber encontrado la salida. ¿Cómo se podría descubrir un tesoro oculto en semejante oscuridad? No hay que decir que se habían utilizado todos los medios imaginables para iluminar la sala; las gentes de la ciudad traían antorchas, lámparas, los campesinos haces de paja o trigo bien secos, rápidamente encendidos, los leñadores ramas encendidas de pinos resinosos; vanas tentativas: desde el momento en que se aproximaban a la abertura, todas las llamas se apagaban como si una tempestad las soplase, pese a que ningún viento salía de la sala. Lo intentaron lanzando bombas, obuses y otros ingenios explosivos; ¡explotaban con un ruido formidable pero sin un solo resplandor! Emperadores y príncipes, ávidos de poseer las riquezas y los talismanes ocultos en las sombras, mandaron llamar a los sabios y les dijeron: «Una parte del tesoro os será entregada si conseguís hacer el día en esta sala»; los sabios se devanaron los sesos, inventando aceites, combinando gases que se hubiesen quemado en el fondo del mar; recuperaron el secreto del fuego griego; construyeron una máquina con un largo tubo atravesada de mil lentillas que hacía converger sobre un solo punto toda la luz del furioso mediodía. Todo eso no produjo ningún efecto; nada era capaz de iluminar, aunque fuese con una mínima luz, esas invencibles tinieblas.

II

En aquellos tiempos, había dos adolescentes pobres, él tenía dieciséis años, ella quince, vestidos con harapos, medio desnudos, hermosos, que iban por los caminos mendigando cuando alguien se acercaba o recogiendo flores cuando no pasaba nadie; y eran más felices encontrando una gavanza incluso marchita que recibiendo un centavo. Podríais preguntar a todas las golondrinas que anidan bajo el alero de los tejados, dónde se hallaba la casa de esos niños, que ellas no podrían habéroslo dicho, al no haberlos visto nunca entrar ni salir mientras ellas piaban con la cabeza fuera del nido; los desarropados no tenían domicilio ni familia; sin embargo, las golondrinas se acordaban muy bien de haberlos rozado con las alas, por la mañana, al mediodía o a la tarde, en las praderas, a orillas de los arroyos, en el verde lindero del bosque o por todas partes donde hay brotes de oro que brillan, libélulas que se estremecen, currucas que gorjean. Y los vagabundos se regocijaban de serlo. Les gustaba errar por las soledades soleadas y floridas; cuanto más solos estaban, mas unidos se sentían. No se preocupaban por nada, excepto encontrar en un pueblo o en otro, un poco de pan que iban a comer lejos del camino, al fondo de alguna espesura, mordiendo ambos del mismo mendrugo, hasta el punto de que sus dientes se encontraban; toda comida que tiene un beso por postre es exquisita. Si no tenían con que comprar pan, se conformaban con las moras del sendero, o los frutos silvestres que disputaban a los gorriones. En cuanto a dormir bajo un techo, no experimentaban ningún deseo de ello; ¿qué choza, que palacio hubiese valido las cúpulas de follaje en las que las estrellas ponen sus clavos de oro? Y no se lamentaban demasiado de vestir harapos, porque, gracias a los agujeros de sus prendas, no tenían necesidad de desnudarse para que sus pieles estuviesen en contacto. Es cierto que no siempre es primavera o verano, que hay días sombríos en otoño y glaciales noches en invierno; diciembre sobre todo se muestra cruel; la nieve es un manto bajo el cual se enferma. Luego está el hambre que se experimenta, pues no hay moreras ni frutos en los arbustos; es lamentable dormirse en ayunas sobre la tierra endurecida, bajo las ramas sin hojas. Pero, ¡bah! ¿es que acaso sufren los que aman y son amados? Yo os pregunto: ¿es posible tener un poco de frío cuando todas las llamas se encuentran en el corazón, y es de lamentar no tener nada a lo que hincarle el diente cuando bajo los labios se encuentra una boca adorada?
Ahora bien, en una ocasión en la que subían una ladera en una cálida tarde, él adivinó que una gran tormenta iba a estallar; y se produjo, entre rayos y truenos, un chaparrón torrencial. No cabía pensar en abrigarse bajo un árbol; la lluvia pronto atravesaría las hojas. Iban a resolver empaparse, – lo habrían hecho para luego sacudir sus harapos, como un pájaro sus plumas, – cuando se percataron, allí, muy cerca de ellos, de la presencia de una amplia abertura entre unos paños de muro derrumbados y piedras amontonadas. ¡Entraron en la sala donde reinaba la eterna sombra! Al principio se quedaron un poco sorprendidos por esa oscuridad a su alrededor, – pues, al estar aislados del mundo desconocían la historia del tesoro oculto en las tinieblas, más atentos a los gorjeos de los pinzones que a las palabras de los transeúntes, – pero no tenían miedo, ya que caminaban tomados de la mano. Se sentaron sobre las losas, muy cerca el uno del otro. Se abrazaron, tan tiernos y felices. «¡Te amo!», dijo ella. «¡Te amo!», dijo él. Y entonces, al haber proferido estas palabras – ¡la Frase sagrada hecha del día y cielo, la divina Frase! – ¡toda la inmensa sala se vio repentinamente iluminada como una llanura de arena dorada bajo el gran sol de julio!

III

A sus gritos de asombro acudieron hombres y mujeres en gran número, pues siempre merodeaban personas cerca de allí con la esperanza de una oportunidad que les condujese al tesoro. Podéis adivinar el tumulto que se produjo entre esa tupida multitud cuando vio, en un agujero de la muralla, brillar, deslumbrar y centellear gloriosos montones de pedrerías y perlas. Con los ojos desorbitados, los dientes chirriantes, empujándose, atropellándose, todos se precipitaron. Se encontraban tantas riquezas y talismanes en la pared que hubo para todo el mundo; muchos habitantes de ese país se volvieron más ricos que los emperadores y más poderosos que magos. Solamente, los pequeños pobres, que, diciendo «¡Te amo!», habían dispersado a las invencibles tinieblas, no pensaron en pedir una parte del tesoro; tenían otro, más dulce, que les bastaba. La tormenta había pasado, retomaron su camino a través del campo. Un hombre pasó; ellos le pidieron un centavo. «No,» dijo el hombre. No se quejaron. Sonreían. Se divertían viendo, a lo largo del bosque húmedo y bajo el sol que había vuelto a despuntar, las gotitas de lluvia que parecían piedras preciosas cayendo de las hojas y perlas vibrando en la punta de las briznas de la hierba.

Traducción de José M. Ramos
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