LA OSCURIDAD VENCIDA I Todo el mundo
sabía que había un tesoro oculto en aquella sala, la única cuyas paredes todavía
permanecían en pie y cuyo techo aún no se había desmoronado entre las ruinas del
antiguo castillo; un tesoro inestimable de perlas y piedras preciosas bajo una
losa o detrás de alguna columna. Aquél que lo poseyera no solamente sería más
rico que los emperadores y los reyes sino que también poseería todos los goces y
todas las glorias, pues cada una de las piedras preciosas y de las perlas era un
talismán de un irresistible poder. ¡Podéis entonces imaginar que no faltaban
personas dedicadas a su búsqueda! Los habitantes de la ciudad vecina y los de la
campiña de los alrededores ya no se ocupaban de sus asuntos ni sus trabajos,
olvidando abrir las tiendas o dejando los campos en barbecho; su único objetivo
era descubrir el escondite en la antigua sala; y de todas las regiones de la
tierra, llegaban a las ruinas del castillo, unos a pie, otros en carroza o en
monturas engalanadas de oro, mendigos y ricos, villanos y nobles, pobres y
princesas, guiados todos por la esperanza de un incomparable hallazgo. II En aquellos
tiempos, había dos adolescentes pobres, él tenía dieciséis años, ella quince,
vestidos con harapos, medio desnudos, hermosos, que iban por los caminos
mendigando cuando alguien se acercaba o recogiendo flores cuando no pasaba
nadie; y eran más felices encontrando una gavanza incluso marchita que
recibiendo un centavo. Podríais preguntar a todas las golondrinas que anidan
bajo el alero de los tejados, dónde se hallaba la casa de esos niños, que ellas
no podrían habéroslo dicho, al no haberlos visto nunca entrar ni salir mientras
ellas piaban con la cabeza fuera del nido; los desarropados no tenían domicilio
ni familia; sin embargo, las golondrinas se acordaban muy bien de haberlos
rozado con las alas, por la mañana, al mediodía o a la tarde, en las praderas, a
orillas de los arroyos, en el verde lindero del bosque o por todas partes donde
hay brotes de oro que brillan, libélulas que se estremecen, currucas que
gorjean. Y los vagabundos se regocijaban de serlo. Les gustaba errar por las
soledades soleadas y floridas; cuanto más solos estaban, mas unidos se sentían.
No se preocupaban por nada, excepto encontrar en un pueblo o en otro, un poco de
pan que iban a comer lejos del camino, al fondo de alguna espesura, mordiendo
ambos del mismo mendrugo, hasta el punto de que sus dientes se encontraban; toda
comida que tiene un beso por postre es exquisita. Si no tenían con que comprar
pan, se conformaban con las moras del sendero, o los frutos silvestres que
disputaban a los gorriones. En cuanto a dormir bajo un techo, no experimentaban
ningún deseo de ello; ¿qué choza, que palacio hubiese valido las cúpulas de
follaje en las que las estrellas ponen sus clavos de oro? Y no se lamentaban
demasiado de vestir harapos, porque, gracias a los agujeros de sus prendas, no
tenían necesidad de desnudarse para que sus pieles estuviesen en contacto. Es
cierto que no siempre es primavera o verano, que hay días sombríos en otoño y
glaciales noches en invierno; diciembre sobre todo se muestra cruel; la nieve es
un manto bajo el cual se enferma. Luego está el hambre que se experimenta, pues
no hay moreras ni frutos en los arbustos; es lamentable dormirse en ayunas sobre
la tierra endurecida, bajo las ramas sin hojas. Pero, ¡bah! ¿es que acaso sufren
los que aman y son amados? Yo os pregunto: ¿es posible tener un poco de frío
cuando todas las llamas se encuentran en el corazón, y es de lamentar no tener
nada a lo que hincarle el diente cuando bajo los labios se encuentra una boca
adorada? III A sus gritos de asombro acudieron hombres y mujeres en gran número, pues siempre merodeaban personas cerca de allí con la esperanza de una oportunidad que les condujese al tesoro. Podéis adivinar el tumulto que se produjo entre esa tupida multitud cuando vio, en un agujero de la muralla, brillar, deslumbrar y centellear gloriosos montones de pedrerías y perlas. Con los ojos desorbitados, los dientes chirriantes, empujándose, atropellándose, todos se precipitaron. Se encontraban tantas riquezas y talismanes en la pared que hubo para todo el mundo; muchos habitantes de ese país se volvieron más ricos que los emperadores y más poderosos que magos. Solamente, los pequeños pobres, que, diciendo «¡Te amo!», habían dispersado a las invencibles tinieblas, no pensaron en pedir una parte del tesoro; tenían otro, más dulce, que les bastaba. La tormenta había pasado, retomaron su camino a través del campo. Un hombre pasó; ellos le pidieron un centavo. «No,» dijo el hombre. No se quejaron. Sonreían. Se divertían viendo, a lo largo del bosque húmedo y bajo el sol que había vuelto a despuntar, las gotitas de lluvia que parecían piedras preciosas cayendo de las hojas y perlas vibrando en la punta de las briznas de la hierba. Traducción de
José M. Ramos |