LA VIDA AMOROSA

 

EL OSO BLANCO

 

En aquellos tiempos, ¡yo era un saltimbanqui! ¿Y quién no lo es un poco? Yo lo fui sin metáfora. A decir verdad, no fue por vocación por lo que enfundé el traje amarillo de Bobèche o de Jocrisse, y tocado con el fieltro de Tabarín. Fue por el amor de los cabellos pelirrojos y las rechonchas manos, un poco rojas, de la señorita Canégonde.

Pues se llamaba Cunégonde, ¡os lo juro!

Era una domadora, viajando de feria en feria con tres lobos y un oso blanco, muy feroz. Veinticinco años, redonda y fuerte, la piel muy intensa bajo el halo del sol de mediodía, el carbón de sus ojos se encendía bajo su melena salvaje, y mostraba unos labios frescos y sangrantes, como si sus lobos la hubiesen mordido entre la nariz y el mentón. ¡Ellos se cuidaban mucho de morderla! Desde que se introducía en su jaula, bajo la tienda que vibra al viento, ante la curiosidad maravillada de los mirones, los lobos se arrastraban hacia ella, sumisos, con ternura en los ojos, radiantes, como si en su lugar hubiesen sido hombres, y, con sus largas lenguas, lamían sus botines de terciopelo rojo donde se anudaban unos cordoncillos de oro. Prudente, ella nunca se enfrentaba al oso blanco, que iba y venía sin descanso,  meciendo pesadamente la cabeza, detrás de los barrotes de la jaula contigua. Desafiar a los lobos ya era osado, y cuando ella se dirigía, con los hombros y brazos desnudos fuera de la blusa adornada de arabescos, con el rostro purpurado de triunfo, en el remolineo de las bestias que fingían cólera, fustigadas a grandes golpes de látigo, ella estaba soberbia y salvaje. Había una diosa en esa criatura. La trivialidad de su fuerza se exaltaba en su heroísmo. Una sirvienta de albergue que sería Ariadna. Un poema en una canción.

 

***

Cuando la vi por vez primera, en la fiesta de Juvisy, sentí toda la sangre de mi corazón subirme a la cabeza, y apenas esperé a que los mirones se alejasen para declararle con transporte que estaba bella y radiante, que la amaba con locura, y que iba a raptarla para ir a ocultar nuestro amor, si ella quería, en algún profundo bosque virgen, dónde ella tendría donde elegir para domar, no solamente lobos, sino leopardos atroces y panteras.

Ella se echó a reir en mis narices, con los puños sobre las caderas; luego se mostró seria de repente.

¿Por quién la tomaba? Ella era prudente. Saltimbanqui, sí, pero decente. Desde la muerte de su padre – un domador al que habían devorado sus bestias – ella se ganaba la vida mostrando al oso blanco y los tres lobos, todo lo que le quedaba de la antigua cuadra. No pedía nada a nadie. Muchos hombres habían merodeado alrededor de sus faldas: unos amaestradores de monos y perros, unos escuderos, payasos, directores de circo, – las personas más peripuestas de la banca; también unos «caballeros». Ella siempre había respondido: «¡Vete por dónde has venido!» Y pretendía continuar viviendo como había vivido, tranquilamente, sola, con sus lobos.

Dicho eso, me volvió la espalda y se echó a reír, añadiendo que lo que necesitaba no era un enamorado, sino un bufón; porque el suyo, – pobre muchacho,– estaba en el hospital con el brazo roto por un zarpazo del oso blanco.

No, no era el sueño de mi juventud ir de feria en feria, sobre las tarimas de las barracas, entre el desgarrador estertor de los trombones y los atronadores bombos. Alma mía, – ¡oh! ya me acuerdo! – perseguía más gloriosas quimeras.

–No importa – dije – ¡seré vuestro bufón!

–¿Vos?

–¡Yo!

–Tenéis que exclamar: «¡Entren señoras, entren caballeros!»

–¡Sí!

–¡Debéis bailar a la pata coja y caminar sobre las manos!

–¡Sí!

–¿Recogeréis el dinero en la puerta?

–¡Sí!

–¿Cuidaréis a las bestias?

–¡Sí!

–¿Arreglareis todas las mañanas el lecho del oso?

–¡Sí!

Ella reflexionó un instante:

–De acuerdo,– dijo– Ganaréis treinta francos al mes.

Y así fue como me vi agregado como bufón antes de serlo como enamorado.

 

***

 

¡Oh, bella estrella! He conocido los sueños y los pensamientos bajo tu calma mirada amistosa, semejante a la de una lejana novia. He bebido el agua clara del arroyo de los bosques, y tu vino tinto, ¡oh cabaret de encrucijada! He estado hambriento y he sido pobre durante muchos meses yendo de pueblo en pueblo, errante y vagabundo; el sol de julio ha hecho sudar mi frente bajo la peluca de hebras, y diciembre me ha rodeado el cuello con una bufanda de nieve.

Pero tal  abnegación nos bastó para enternecer a Cunégonde.

Fue en vano que yo me mostrase perfectamente absurdo y ridículo; que tuviese en las mejillas maquillaje hecho de ladrillo pulverizado, y, sobre la nariz, otra nariz odiosamente aumentada con verrugas sanguinolentas; que dijese retruécanos a las multitudes de aldeanos; que hinchase mi mejilla para simular una fluxión rápidamente curada por una ventosidad. En vano trataba de conquistar el favor de los tres lobos que me gruñían a las piernas, cuando mezclaba el agua de la vajilla con gruesos mendrugos de pan negro; en vano introducía la horca por los barrotes, para adecentar la paja donde dormiría el gran oso siberiano, y en vano también, me embolsaba, con una fingida satisfacción, los treinta francos de mis emolumentos! Cunégonde parecía encontrar mi conducta absolutamente natural, y no me testimoniaba ningún afecto; yo, con la palabra y la mirada, le declaraba a todas horas mi amor creciente, y mi dolor exasperado por la torturadora proximidad de una dicha jamás alcanzada: ella me miraba de frente como alguien que desafía, o se echaba a reír en mis narices, alzándose de hombros.

¿Me moriría de pena? Todo parecía que así iba a ser. Adelgazaba a pasos agigantados, – ella tenía la crueldad de decirme: «Tanto mejor, cuanto más delgado, más divertido;» – y a veces yo tenía lágrimas en los ojos mostrando a los curiosos reunidos mi risa de fantoche.

Pero Cunégonde una noche exclamó, bruscamente:

–¡Escucha!

Ella me tuteaba, ¡sin motivo serio, por desgracia!

–¡Escucha! Dices que me amas. Yo no estoy segura. Si tienes el valor de pasar toda una noche, solo, sin luz, en la jaula del oso, ¡eh! bien, ¡te prometo que al día siguiente te amaré!

 

***

¡Yo acepté! ¡Estaba en la jaula! ¡Era de noche! ¡Con el oso! Tan lejos de él como era posible, de pie contra los barrotes, y aferrándolos con las manos. Que el diablo me lleve si no creo tener tanto valor como cualquier otro. Pero un gran oso de Siberia, devorador de carne cruda, no es un vecino tranquilizador.

Acudían a mi espíritu lúgubres historias de viajeros devorados en los desiertos de hielo. Lamentaba haber leído a Julio Verne. Y yo sabía que el oso blanco de Cunégonde era particularmente feroz. ¡Ella nunca se había atrevido a entrar,– aunque era muy valiente–, en la jaula del terrible animal! Él había hecho pedazos al padre de la domadora; había roto el brazo al antiguo bufón con gesto indiferente. Un temblor hacía entrechocar mis rodillas, un sudor frio me corría a lo largo de las mejillas. Tal vez iba a sentir las enormes patas del monstruo, pesadamente, caer sobre mis hombros, y mi cuello crujiría y sangraría entre sus mandíbulas como en una espantosa prensa, ¡y yo me ahogaría, entre estertores, en el horrible apretón peludo de su abrazo!

Las cosas fueron bien al principio. Ningún incidente. El oso debía estar acostado, pues yo no escuchaba el pesado crujir que comunicaba a las planchas su eterno va y viene, y unos rugidos roncos, regulares, me permitían creer que estaba dormido. ¡Rogué al cielo que no se despertase! Le deseaba buenos pensamientos, propicios para prolongar el sueño. Que soñase con largos caminos, sobre los blancos icebergs, en los tiempos que antaño era libre; unas focas gruesas y aceitosas vienen a respirar sin desconfianza el aire helado entre los hielos flotantes, y el tenue sol de la medianoche ilumina de plata pálida la desmesurada soledad: lo deseaba ardientemente; y hubiese querido haber escuchado – para imitarlo mejor, – el tierno gruñido con el que su madre le mecía, antaño, cuando era pequeño.

Las horas pasaron. Yo me tranquilizaba poco a poco. ¡No se despertaría! Y el día iba a llegar, y el recuerdo de Cunégonde me consolaría de todas las angustias. La esperanza de la querida recompensa, como un amanecer, ponía su encanto en la prueba. ¡Cunégonde me amaría! Ella me lo había prometido. Me parecía ya que me dejaba besar sus gordezuelas manos, un poco rojas, y sus densos cabellos pelirrojos…

Pero de repente, un movimiento en la paja, allí, cerca de mí, muy cerca. ¡Un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo! El oso se había levantado, estaba seguro. Y, ahora, las planchas crujían, gemían terriblemente, ¡oh! tan terriblemente, bajo un pesado acercamiento. El no me veía, pero sabía que yo estaba allí. Sin duda, me olería. Sentí sobre mi nuca un calor ardiente como si una puerta de una estufa se hubiese abierto detrás de mi cuello. Y sentí el aliento del monstruo. ¡Misericordia! Quería gritar; el grito quedó en la garganta. ¡Ah! ¡Se acabó! ¡Estaba perdido! Sus patas, – más ligeramente de lo que había creído, – se posaron sobre mis hombros… ¡Por fin, emití un aullido de espanto!

–¡Tonto!– me dijo Cunégonde abrazándome más fuerte, he encerrado al oso con los lobos. ¡Soy yo quien está aquí!

 

***

Cuando el día atravesó la tela de la tienda, hablamos de amor en la jaula nupcial.

 

CATULLE MENDÈS.

Publicado en Gil Blas el 4 de setiembre de 1883

Traducción de José M. Ramos. Pontevedra. Octubre 2013

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