EL OTRO I ¿Con cuál de
los dos se casaría? Ambos jóvenes y encantadores, los dos la amaban igualmente;
y su abuela, dulce anciana a la que enternecían los enamorados y que compadecía
las penas ingenuas, le permitía elegir. Elegir, precisamente eso era lo difícil.
Gérard tenia un aspecto orgulloso y audaz, con su bigote negro rematado en dos
finas puntas, pero también había tanta dulzura ensoñadora en los ojos azules de
Georges; uno la turbaba, pero con el otro estaba arrebatada. Una mañana en la
que Gérard le había cogido la mano –¡pues era muy atrevido!– ella había sentido
toda su sangre fluir al corazón, y, perezosa, había huido; una noche que Georges
se había arrodillado ante ella, un poco lejos, con las manos juntas como para
orar, ella había conocido la delicia de una infinita misericordia, y, como una
santa invocada, se había inclinado un poco para prestarle atención. Tan inocente
como era, – tendría diecisiete años el día de Pascua – no discernía bien todo lo
que experimentaba su espíritu, y su corazón, siempre interrogado, tanto
respondía Gérard como respondía Georges. Se valió de un medio para salir de su
incertidumbre: detrás de la casa de las afueras, donde vivía con su abuela,
había en el fondo del jardín, un cardo florido que rebosaba, y sobre el cardo
venían a posarse con aleteos delicados, – no juntos, pues son dos especies
enemigas, – un gorrión y un pardillo que tenían sus nidos en el muro: si al
llegar al final del sendero, veía al gorrión picotear las flores, se casaría con
Gérard, pero se casaría con Georges si era el pardillo al que veía; cuando se
acercó de puntillas, el gorrión y el pardillo peleaban a picotazos y con las
alas entre las espinosas hojas. Ella no dejó de interrogar a las margaritas, no
preguntándoles: «¿Me ama?» sinó: «¿A quién amo yo?» Y las flores maliciosas
respondían: «apasionadamente» tanto a Gérard como a Georges. II Desde que estuvieron casados, él la llevó de viaje. Ella vio los países del sol donde los olivos están siempre verdes, como una eterna esperanza, y las rosas siempre en floración, como una eterna alegría. Él le habló de amor, ella, desfalleciente, él, triunfante, a lo largo de la mar azul que murmura y va a morir en la arena. Le mostró las bellas ciudades de mármol, y en los museos decía: «¡Esas Venus son menos hermosas que tú, y esas vírgenes menos puras que tú!» Permanecerían durante mucho tiempo en Venecia, que a ella le gustaba mucho, en recuerdo de los romances. Por la noche bajaban la cortina de las góndolas, bajo la curiosa luna, y el gondolero cantando a media voz en el silencio de los canales no oía los besos. Su casa se miraba en el agua sombría del canal; ambos, en la ventana, por la noche, miraban en el agua el reflejo tembloroso de las estrellas, y Georges decía: «¿Esos son los astros o tus ojos?» Siempre más tierno, siempre más dulce, él la mecía en la caricia de su amor. ¡Ah! el sueño no había mentido, y Georges realmente la había transportado a las celestes delicias. III Cuando regresaron, la abuela emitió un grito al verla, pues la recién casada estaba pálida como los muertos, sus labios estaban blancos y los ojos hundidos en sus orbitas con una mirada perdida que espantaba. «¿Estás enferma? ¿Sufres? ¿Qué te sucede?» Ella sufría, en efecto, de una lenta y cruel enfermedad que había apagado su juventud, como un viento soplando una llama. ¿Qué enfermedad? No se sabía. Una debilidad extraña, un irremediable mal. Y nunca se quejaba. Una boca que no quiere hablar, los brazos que cuelgan, todos el ser que se desvanece y que tiene necesidad de estar solo, con aspecto de decir: «¡Dejadme!» Loco de dolor, Georges le suplicaba que volviese en sí. Ella sonreía tristemente, haciendo señas de que no. Se volvía cada vez más débil; finalmente debió guardar cama. Casi moribunda, parecía estar dormida con los ojos abiertos, igual que los cadáveres recientes. «¡O cruel niña que nos matas, habla!, ¿qué tienes, qué desesperación te ha cogido y te posee?» Levantó lentamente sus brazos, tan pesados ya, como bajo el presentimiento de las paladas de tierra, y con la frente en las manos, sollozante, dijo con voz casi inaudible: «¡Ah! abuela, abuela, ¡era el otro a quien amaba!» Traducción de
José M. Ramos |