LOS PÁJAROS FALSOS

Un viajero pasó por esa región; aunque había visto muchos bosques quemados por los rayos, muchos ríos secos por soles furiosos e innumerables ruinas y ciudades de vivos convertidas en necrópolis (pues los tristes espectáculos son frecuentes por los caminos) se sintió invadido de una melancolía que hasta entonces no conocía, de tanta desolación y horror que se mostraba ante sus ojos. Lo que se le aparecía eran los restos de palacios rosas, fragmentos de altares dispersando sus jades, sus oros y también el alabastro de sus divinas estatuas; árboles derribados sin hojas, antaño robles o rosales, amontonándose en los senderos sin sombra, jardines sin hierba; y se estremeció viendo entre los desastres esparcidos unos esqueletos desnudos, aquí y allá, que se retorcían, inmóviles en poses de espantosa agonía. «¡Por desgracia, dijo el viajero, la cólera de los dioses es terrible! pero ¿quién sabrá nunca, dado que estos muertos lo están desde hace tanto tiempo, por qué crimen los ha castigado la justicia celestial?» Y lloraba a causa de antiguas lágrimas.
Una voz cercana a él le dijo:
–¡Del único superviviente de una raza inmemorial, justamente castigada, sabrás la verdad, viajero! ¡Los habitantes de este país merecieron el dolor y la muerte debido a su amor por los Pájaros Falsos!
El viajero se volvió; el ser que había hablado parecía más viejo que los más viejos humanos, y la miseria de su rostro revelaba el hábito de una irremediable desesperación. Sus harapos apenas ocultaban la repelente delgadez de su cuerpo; pero – ¡singular espectáculo!– esos harapos eran pedazos de piel de armiño, de terciopelo púrpura, de suntuosos brocados. Se despertaba en él la idea de un mendigo que hubiese sido un rey. Una diadema descolorida, donde se apagaban de vejez los rubíes y las perlas, rodeaba sus cabellos blancos que parecían llegar a tocar sus pies adornados con anillos y completamente rasgados por las zarzas.

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El anciano continuó:
– Un pueblo feliz entre todos los pueblos era el que vivía en los tiempos de mi alegre adolescencia en este país hoy tan melancólico, tan alegre y floreciente antaño. En ningún lugar de la tierra los jóvenes eran más orgullosos ni las mujeres más bellas; y, cuando estaban cansados de orar en los magníficos templos o de reunirse en los palacios de mármol rosa, tenían para distraerse en sus paseos bosques de laureles rosas, valles siempre verdes y senderos de acacias floridas. Pero sobre todo les encantaban los pájaros que, por las órdenes de dioses muy buenos, revoloteaban sobre toda la comarca con trinos y batir de alas más dulces para los corazones que las más deliciosas músicas. Nada más oír, nada más ver a esos pájaros, se conocía el infinito de las puras embriagueces, de todas las delicias sin hastío; pues – palomas, currucas, ruiseñores, águilas – se denominaban inocencias, risas, amores, glorias; y, en cuanto a mí, yo era el más afortunado de los vivos porque a cambio de un ruiseñor-amor que le había dado a una joven fresca como las flores nuevas, me había entregado una paloma-inocencia. ¿Pero cuando los hombres fueron lo bastante prudentes para contentarse, sin lasitud ni deseos perversos, con los bienes que les dioses les otorgan? Los habitantes del país feliz no tardaron en desdeñar a los adorables pájaros que cantaban y volaban en el luminoso aire; dijeron que esas voces siempre eran las mismas, que sus plumajes siempre eran del mismo color; hubiesen querido oír y ver algo nuevo; y además se sentían un poco humillados en su orgullo por deber sus goces no a sí mismos, sino a las misericordiosas divinidades. Tuvieron la idea de que se podrían crear pájaros que, aún pareciéndose un poco a las alas antes tan queridas, serían más bellos que ellas, y mas agradablemente sonoros. Ahora bien, yo era famoso en aquel tiempo entre los orfebres más hábiles de la comarca; se me confío la temible tarea, y por desgracia me volqué en ella. Fabricaba palomas que eran inocencias, currucas que eran risas, ruiseñores que eran amores, águilas que eran glorias; pero estaban hechas de fina tela de seda teñida con mil matices, de ligeros metales y con todas las pedrerías; y sus voces eran producidas por el misterio de un mecanismo ingeniosamente combinado. No se podrían expresar los goces de todo el pueblo cuando los Pájaros Falsos palpitaron y gorjearon al sol. La opinión general fue que jamás se había visto ni oído nada semejante. Los más sensatos se prendaron de esas alas mentirosas, de esas voces mentirosas; y se burlaron de los dioses, menos hábiles que yo, quiénes para crear pájaros tenían necesidad de plumas verdaderas y de un poco del alma universal. Incluso yo mismo estaba tan orgulloso de mis obras que no vacilé en dar uno de los nuevos ruiseñores-amor a aquella que yo creía amar, a cambio de una paloma-inocencia, que no había nacido en un nido del bosque. Y pasaron muchos años. Y todos se proclamaban felices y triunfantes; Y en todo el país había cantos festivos durante todo el día y la noche, y rumores de besos. Tanto fue así que finalmente una tristeza, peor que los más amargos dolores, invadió los corazones, los espíritus, apagó las llamas de los ojos y los labios. Los hombres y las mujeres en vano fingían amar, cantar, reír; sentían que la melancolía de la mentira había entrado en ellos; y, a pesar de las negativas de su orgullo, detestaban a los pájaros falsos hechos de sedas y pedrerías, que no trinaban más que por el mecanismo de un ingenioso misterio. ¡Entonces destrozaron esos juguetes! y se lanzaron hacia los bosques de laureles rosas, hacia los valles verdes, hacia los senderos de acacias floridas esperando a las palomas, las currucas, los ruiseñores y las águilas de antaño. Pero, por el equitativo deseo de los dioses, todos los pájaros auténticos habían huido, y los culpables habitantes del país, tan felices antaño, comprendieron que no volverían a ver jamás las frescas alas sinceras, que no oirían jamás las más bellas canciones francas de las inocencias, de las risas, de los amors y de las glorias.

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El anciano añadió:
–Y han muerto a causa del sombrío aburrimiento; los palacios y los templos se han desmoronado, los árboles han llorado sus hojas muertas sobre estos desesperados difuntos. Yo solo he sobrevivido, siendo le más culpable de todos puesto que yo fabricaba los pájaros-mentirosos. ¡Cuántos días, cuántos meses, cuántos años han pasado sobre mi frente en el aire silencioso y sin vuelos! he aquí que atravesando el camino yo marcho con mis cabellos blancos. ¿Es que la cólera de los dioses no se apaciguará nunca? ¡No me permitirán morir! ¡Oh, qué me dejen morir! no me quejaré en los rojos infiernos donde me esperan los suplicios, si, antes de cerrar mis mortales ojos, me ha sido concedido escuchar, una sola vez, ¡oh, nada más que una vez y menos que un instante, el trino de un petirrojo sobre el espino de un seto!

Publicado en Gil Blas 10 enero 1886
Traducción de José M. Ramos
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