LAS PALABRAS PERDIDAS

I

Érase una vez que una cruel hada, bonita como las flores, mala como las serpientes que se ocultan entre las rocas, decidió vengarse de todos los habitantes de un gran país. ¿Dónde estaba ese país? ¿En la montaña o en la llanura, a orillas de un río o cerca del mar? Eso es lo que la historia no nos dice. Tal vez era fronterizo con el reino donde las costureras se mostraron tan hábiles bordando lunas y estrellas en los vestidos de las princesas. ¿Y que ofensa había padecido el hada? Eso tampoco se cuenta. Tal vez no la habían invitado al bautizo de la hija del rey. Cualquier que sea la opinión que gustéis tener sobre ese punto podéis estar seguros de que estaba colérica. Al principio se preguntó si para destruir el país, no haría bien en prender fuego a todos los palacios y casas mediante los mil geniecillos que le servían de pajes, si no debía marchitar todas las lilas y las rosas, si no era mejor convertir a todas las muchachas en feas y viejas como brujas. Hubiese podido liberar por las calles dragones arrojando llamas, ordenar al sol desviarse para no pasar por la ciudad odiada, ordenar a las tormentas tumbar los árboles y derrumbar los edificios. Sin embargo llevó a cabo un plan más abominable aún. Como un ladrón al que nada apresura, eligió en un joyero la más preciosa joya, quitando de la memoria de los hombres y mujeres estas dos divinas palabras: «¡Te amo!» y una vez cometido el daño desapareció con una sonrisilla que hubiese sido más que un sarcasmo diabólico si no hubiese salido de los labios más rosados del mundo.

II

Al principio, las mujeres y los hombres no se percataron más que a medias del daño que se les había hecho. Les parecía que les faltaba algo pero no sabían exactamente qué. Los novios que se citaban por las noches en las callejuelas de rosales y los esposos que se hablaban en voz baja en las ventanas, pensando en las delicias próximas una vez éstas cerradas y pasadas las cortinas, se interrumpían bruscamente mirándose entre beso y beso; sentían que querían decir una frase acostumbrada y no tenían incluso idea de lo que había sido esa frase; permanecían atónitos, inquietos, no se preguntaban pues no habrían sabido que pregunta hacerse, tan completo era en ellos el olvido de las preciosas palabras; pero no sufrían aún demasiado, teniendo el consuelo de tantas otras palabras murmuradas y tantas caricias. ¡Por desgracia no tardaron en ser presa de una profunda melancolía! Era en vano que se adorasen, que se dijesen las palabras más tiernas y dulces; no les bastaba proclamar que todas las delicias están esparcidas en la rosa del beso, o jurar que estaban dispuestos a morir, él por ella, ella por él, llamarse: «¡alma mía! ¡mi pasión! ¡mi sueño!» tenían la instintiva necesidad de proferir y escuchar otra frase, más exquisita que todas las demás, y, con el amargo recuerdo de los éxtasis que estaban en ella, la angustia de no pronunciarla ni escucharla jamás. Tras las tristezas surgieron las disputas. Juzgando su felicidad incompleta a causa de la confesión prohibida a partir de ahora a los más ardientes labios, la amante exigía del amante, y el amante de la amante, –sin decir lo qué, sin poderlo decir, – precisamente la única cosa que ni el uno ni el otro podían dar. Se acusaban mutuamente de frialdad o de traición, no creyendo en el cariño que no era expresado como hubiesen querido. De modo que los novios pronto dejaron de tener citas en las callejuelas de gavanzas en flor; e, incluso tras las ventanas cerradas, en las habitaciones conyugales, no se escuchaban más que frías conversaciones en los sillones que no se aproximaban. ¿Puede haber alegría donde no hay amor? Arruinado por las guerras, devastado por las pestes, el país que odiaba el hada no hubiese estado tan desolado, ni sido tan sombrío como se había convertido a causa de las dos palabras olvidadas.

III

Vivía en ese desdichado país un poeta que se lamentaba sobremanera. No era porque al tener una bella amante se desesperase por no decir ni escuchar la frase robada; amando solo los versos no tenía amante; pero le resultaba imposible terminar un poema comenzado la víspera del día en el que la malévola hada había ejecutado su venganza. ¿Y por qué? porque el poema, precisamente, debía acabarse por: «¡Te amo!» y no podía finalizar de ninguna otra manera. El poeta se golpeaba la frente, se tomaba la cabeza entre las manos, se preguntaba: «¿Me habré vuelto loco?» Sin embargo estaba seguro de haber encontrado, antes de emprender su oda, las palabras que precederían al último signo de exclamación. La prueba de que las había encontrado era que la rima, escrita ya, las esperaba, las reclamaba, no quería otras, semejante a una boca que, para proceder al beso espera una boca gemela. Y la frase indispensable, fatal, la había olvidado, ¡incluso no recordaba haberla sabido nunca! Desde luego ahí había algún misterio, y es en lo que el poeta soñaba sin tregua con una amarga melancolía –¡oh, tristeza de los poemas interrumpidos! – en el lindero de los bosques, cerca de las fuentes claras, donde las hadas tienen por costumbre de las hadas ir a bailar en corro por las noches bajo la luz de las estrellas.

IV

Ahora bien, una vez que él estaba soñando bajo las ramas, la malévola hada ladrona lo vio y lo amó. No es precisamente una hada quién se controla por todo: más rápida que una mariposa besa una rosa, ella puso sus labios en los labios de él! y el poeta, pese a estar ocupado en su oda, no dejo de encontrar exquisita esa caricia. En las profundidades de la tierra se abren grutas de diamantes azules y rosas, florecen jardines de lis luminosos como estrellas; fue allí donde, en un carro de oro tirado por topos alados que surcan el suelo volando, fueron arrastrados el poeta y el hada, y durante mucho tiempo allí se amaron, olvidados de todo lo que no eran sus besos y sus sonrisas. Si dejaban un instante de tener sus bocas unidas o de mirarse a los ojos, era para dedicarse a los más alegres divertimentos: gnomos vestidos de satén violeta, ninfas vestidas de la bruma de los lagos, formaban ante ellos bailes que seguían el ritmo de orquestas invisibles, mientras que, en unos cestas de rubís, manos voladoras que no tenían brazos, les presentaban frutos de nieve, perfumados como una rosa blanca y como un seno de virgen; o bien, para su placer, él recitaba, tañendo las cuerdas de un laúd, los más bellos versos que se puedan imaginar. Toda hada que se precie jamás había conocido goce comparable al de ser cantada por ese apuesto joven que inventaba cada día nuevas canciones, y ella se moría de cariño sintiendo, cuando él se callaba, el aliento de una boca próxima discurrir por sus cabellos. Y así transcurrieron tantos días de felicidad, días de dicha sin cesar. Sin embargo ella tenía algunas veces ensoñaciones melancólicas, con la mejillas sobre una mano y los cabellos cayéndole en cascada de oro hasta las caderas. «¡Oh, reina! ¿qué es lo que te entristece, y que puedes desear aún en medio de nuestros placeres, tú que eres todopoderosa, tú que eres tan hermosa?» Ella no respondió al principio. Pero como él insistiese: «Lamentablemente, suspiró, – uno acaba siempre sufriendo del daño que ha hecho, – lamentablemente estoy triste porque nunca me has dicho: Te amo.» Él no pronunció la frase, pero dio un grito de alegría por haber encontrado el final de su poema. El hada quiso en vano retenerlo en las grutas de diamantes azules y rosas, en los jardines de lis luminosos como estrellas: él regresó a la tierra, acabó, escribió y publicó la oda donde los hombres y las mujeres del triste país recuperaron a su vez las divinas palabras perdidas. Y si bien hubo como antaño citas en las callejuelas y tiernas conversaciones en las ventanas conyugales, es a causa de los versos por lo que los besos son dulces y los enamorados no se dicen nada que los poetas no hayan cantado.

 

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes