PARADÚLTERA

Hacia el final de ese almuerzo entre amigas, las invitadas, – ¡ni un solo hombre! ¿qué iba a hacer allí un hombre, por favor? – cedieron a la tan natural tentación de mostrar sus joyas, de hacer admirar su valor y ensalzar su procedencia.
– Yo – dijo Anatoline Meyer – creo que puedo enorgullecerme de este collar de perlas absolutamente perfectas, sobre el que mi madre, vendedora de cuadros, no duda, los días en los que me encuentro apurada, en prestarme veinticinco mil francos cuando los negocios van mal, veintiocho mil francos cuando van bien. Lo obtuve de un extranjero, tal vez un emperador, tal vez un mindundi, que no dijo su nombre, y se conformó, hombre de sentido común, con una sola efusión de mi agradecimiento.
Jo dijo:
– Yo tengo por toda joya esta sortija. Un solitario. No se encontraría un diamante tan milagroso entre los que se disputaron los compradores de los diamantes de la corona. Me lo regaló un príncipe de Dinamarca que, a punto de casarse, lo había comprado para realzar el ajuar de su novia, ¡hija única de un rey nórdico! Pero prefirió olvidarla acariciándome los cabellos, entre los pequeños rizos de mi nuca.
– Estáis – dijo Constance Chaput – muy lejos de pareceros a los escaparates de las joyerías, y es una pena ver cuan desprovistas estáis de esas abundancias de pedrerías que harían deslumbrar vuestros cuellos y muñecas, y que el luminoso vaivén de lo que rodease vuestro cuello, pondría de relieve el ritmo de las palpitaciones de vuestro pecho.
Mientras decía esto de pie, lucía bajo el esplendor de la lámpara una gloriosa dispersión en toda su persona,– collares, rosarios, brazaletes, pendientes, sortijas, – de brillantes, rubíes, amatistas, topacios e intensas gemas. Y explicó que, para obtenerlos, había reducido a la quiebra, además de volverlos fraudulentos y falsos, a poderosos y honorables negociantes y a hijos de familias muerta de tisis, que la justicia acabó viendo con malos ojos.
Pero Emmelina, – sin ninguna joya, con el pecho al descubierto y los brazos desnudos, nada más que carne, – explotó con una carcajada ante esas jactancias.
– ¡Qué diríais – dijo – si abriendo ante vosotras mi caja fuerte, os mostrase el innumerable tesoro de piedras preciosas que yo tengo entre obligaciones de los ferrocarriles y lotes de acciones!
Nadie se atrevió a replicar. La miraban, la envidiaban. Se sabía que, apenas bonita, – no fea sin embargo, – todavía joven, mañana vieja, Emmeline no mentía al celebrar sus riquezas mobiliarias; se sabía también que poseía casas en la ciudad y en las afueras; en una palabra, ¡era rica, completamente rica! De modo que Jo, que no tiene pelos en la lengua, dijo finalmente con los codos en la mesa:
–Puesto que se presenta la ocasión vas a decirnos el medio del que te has valido para obtener tan extraordinaria opulencia, siempre creciente, que nos sorprende y es objeto de nuestra envida. Algo que nadie ignora es que tú nunca has conquistado la ternura de un financiero realmente serio o de un rey dilapidador de su patrimonio. Sin embargo, si no tienes doce caballos en las cuadras de tu palacete y si no das de beber a tus criados vino de Capua en copas de oro macizo, es únicamente porque no eres menos avara que rica. ¿Qué has inventado para enriquecerte de ese modo? ¿Has encontrado una estrategia para hacer saltar tres veces al día la banca de Montecarlo? ¿Eres la jefa de alguna banda de bandidos que detiene los trenes en la pradera entre las Montañas Rocosas y el lago Winnipeg? Explícate de una vez por todas y que sepamos a lo que que atenerse contigo.
Emmeline, con el sonrojo de un poeta modesto sorprendido en flagrante delito de obra maestra, dijo:
–Es cierto que he inventado algo; desde luego no es con procedimientos ordinarios, donde se detiene la rutina de vuestros encantos, a lo que debo mi prosperidad verdaderamente incomparable. ¡He sido ingeniosa! Lo confieso; y voy a revelároslo...
Todas prorrumpieron al unísono:
–¡Habla! ¿Qué has imaginado?
Emmeline respondió:
–He pensado cumplir, y cumplo, en efecto, la función de paradúltera, que me produce unos beneficios considerables.

***

¡Paradúltera! Eso era muy difícil de comprender. La interrogaron con la mirada; hubo alzamientos de hombros, que querían decir: «¡No, no sé que es eso!» Tras un silencio, Emmeline reanudó su discurso:
– Vosotras sabéis perfectamente que las personas de nuestro mundo, poco inclinadas a la austeridad, no son en estos tiempos las únicas que consienten en tiernas imprudencias; sería exagerado pretender que todas las mujeres casadas, en sus aristocráticos saloncitos, son imperturbablemente fieles a sus maridos; nos vemos obligadas a reconocer que, entre tantas esposas, más de una no se conforma con sus deberes más que de un modo relativo; y, en definitiva, desde hace ocho o diez años, la adúltera ha dejado de ser extraordinariamente rara.
–¡Caramba! – dijo Constance Chaput.
–¿Y entonces? – dijo Anatoline Meyer.
Emmeline continuó:
–Entonces, aquellas a las que se llaman las mujeres de la buena sociedad no se abandonan menos que nosotras mismas a las solapadas solicitaciones del deseo. Pero lo que no constituye un peligro para nosotras, libres como somos, no lo es para ellas, a las que una ley severa oprime; y se han visto maridos descorteses, – no hablo de aquellos totalmente anticuados que hacen uso del estúpido revólver – se han visto, como digo, maridos hacerse acompañar del comisario de policía para constatar in fraganti el supremo suspiro de delicia ingenuamente emitido por sus esposas en la alcoba de los apartamentos de soltero.
–Hombres maleducados – dijo Anatoline Meyer.
–Imbéciles, – dijo Constance Chaput.
–Groseros o idiotas, no importa, – prosiguió Emmeline – ‘tales maridos existen! y yo he basado mi fortuna sobre este incuestionable hecho. ¡No es del todo cierto que haya actuado solamente guiada por el amor al dinero! He concebido, a la vez que una esperanza de hacerme rica, la generosa idea de salvaguardar de los más graves inconvenientes a las ilustres mundanas que consienten, aquí y allá, en sentimentales abandonos. ¡Paradúltera! ¿ese término indica exactamente la función que llevo a cabo? sí. No más que el pararrayos no suprime el rayo, yo no suprimo el adulterio; ¡ah! ¡lejos de mí ese pensamiento! ¡una se aburre tanto aquí abajo!, ¿y en que nos convertiríamos si no existiese la poesía, la música y los besos culpables? Pero yo evito del adulterio todo lo que podría tener de enojoso a cambio de una honesta retribución; y si ellas quieren depositar en mí su confianza, las esposas de los maridos más irascibles no tienen nada que temer de la policía judicial en las habitaciones de hoteles lejanos ni en los apartamentos de citas de las plantas bajas, donde, rápidamente apeadas de un coche, ellas entran con el velo bajado.
Tras haberlo meditado un instante, Jo dijo:
– Es verdad que tal función merecería, con todos los agradecimientos, los más serios emolumentos. Pero tú omites decirnos como lo consigues: ¿Por que ingenioso medio preservas de enojosas situaciones a las mujeres casadas en el preciso momento en el que ellas llevan el olvido de sus deberes conyugales hasta la ignorancia de en lo que se pueden convertir las batistas de su lencería dispersas por todos los rincones?
Emmeline dijo:
–Nada más sencillo. Yo las acompaño.
–No comprendo del todo – dijo Anatoline Meyer.
–Yo tampoco – dijo Constance Chaput.
Pero Jo exclamó, con los ojos brillando por el estusiasmo:
–¡Ya lo entiendo! y en efecto eres digna de las más sinceras admiraciones. Sí, sí, ya lo veo, ya lo sé. En realidad has debido emplear mucho tiempo en hacerte una clientela; pues, ante todo, era necesario publicitar tu actividad entre la mayoría de los jóvenes susceptibles de incitar a imprudencias definitivas a las mundanas que inquieten el celo conyugal. Pero, – al tener relaciones tan numerosas –por fin has conseguido ese primer resultado; y, luego, todo te marchó sobre ruedas.
–Sobre ruedas, en efecto – dijo Emmeline.
–Cuando una joven esposa se introduce furtivamente en algún picadero tú entras con ella...
–¡Eso es!
–...¡No menos oculta que ella misma!
–¡Sí!
–Apenas dentro, te desvistes en cualquier rincón de la habitación...
–¡Justamente!
– ¡Y actúas como si no estuvieses allí!
–Como si no estuviese.
–No prestas atención a las palabras de ternura, a los gestos cariñosos con los que el amante acoge y recompensa a su temeraria amiga.
–¡No presto atención!
–Y, finalmente, estás tan perfectamente ausente, que la reprensible esposa no ve ningún inconveniente en responder mediante confesiones a las peticiones arrodilladas de su vencedor, y una vez arrojados el vestido, los encajes y las batistas, se embisten aquí y allá, como palomas heridas sobre la alfombra de la habitación.
– ¡Qué bien adivinas la situación, querida Jo!– dijo Emmeline.
– Pero si alguien llama a la puerta, si una voz grita: «¡Abrid en nombre de la ley!» entonces surges tú, sales de tu escondite; mientras la enamorada se refugia y se encierra en alguna habitación contigua tú te precipitas en la cama. Y cómo, bajo tu gran bata que dejas caer, estabas naturalmente por una preocupación indicada, muy sucintamente vestida, en concordancia con la aventura prevista, el comisario de policía, – ante la puerta abierta por el amante o derribada por los brutales agentes, – admira la realidad de las faldas, de los encajes y las batistas desperdigadas por todas partes, constata que el vizconde de Argeles o el Sr. de Marciac tenía en su cama a la Señorita Emmeline, de las Novedades-Parisienes; no pregunta más y se va, no sin antes haber dirigido severos reproches al marido que tiene los ojos desorbitados por la incredulidad.

***

Todas las convidadas a ese almuerzo de amigas fueron unánimes en juzgar incomparable la invención de Emmeline y la finura de la que Jo había hecho gala adivinándolo. ¡Nada era más digno de elogios, en verdad, que el empleo de paradúltera! no solamente era lucrativo, puesto que valía a su titular las ofrendas agradecidas de los amantes fuera de peligro y de las mundanas preservadas, sino que era infinitamente útil y honorable; los más austeros moralistas no habrían podido estar más de acuerdo; y Jo exclamó: «Desde luego podemos mostrar con justo orgullo nuestras joyas tan bien adquiridas por los tiernos abandonos a los que nos inclina nuestra natural misericordia; pero Emmeline puede enorgullecerse mucho más que nosotras cuando, con su caja fuerte abierta, contempla su innumerable tesoro de piedras preciosas, guardadas entre obligaciones del ferrocarril y lotes de acciones; pues debe ese tesoro a una función que se mofa de los anticuados celos de los maridos, y, gracias al peligro desaparecido, ¡alienta las deliciosas traiciones de las esposas que todavía dudan!»

Traducción de José M. Ramos
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