EL PARAÍSO DE LA PRINCESA

I

Entre la languidez de la tarde de Nápoles, los perfumes de las mimosas, anémonas coronarias o heliantemas, esparcidos por la atmósfera, y las oscilantes brisas de los abanicos que agitaban lentamente la pereza de las jóvenes tumbadas en balancines de mimbre y, aquí y allá, en la mejilla, en la frente, en el nacimiento de un seno, en el codo de un brazo desnudo, dorados por los rayos del sol a través de los cristales del invernadero, la princesa de Poléastro se despertó de su relajada pose cuando fue a hablar, a propósito del último sermón intimo de un Monseñor muy de moda, de las penas o de las alegrías que nos esperan en la otra vida, y, una ensoñación luminosa entre sus pestañas medico cerradas, con voz tierna y olorosa como un suspiro de rosa, dijo:
–¡Oh!, ¡cuando entre en el Paraíso no me llevaré una gran sorpresa, pues creo haberlo visto ya!
Añadió, tras un silencio en el que sin duda estaba recordando:
–Sí, yo era muy pequeña.
De ordinario, las menores palabras de la princesa Poléastro son ávidamente recogidas por la corte constituida por las más nobles damas y los más altivos caballeros de la aristocracia napolitana, con los que se mezclan los extranjeros que recomienda la ilustración de su raza o el renombre de sus talentos. Ciertamente reina sin ser cuestionada; no solamente por el glorioso blasón, por la fortuna incalculable y por la todopoderosa influencia del príncipe general, su marido, cinco años embajador en Viena y cuatro veces ministro de la guerra, sino por su incomparable belleza, hecha a la vez de imperial brillo y de simpatía ingenua, realzada en la admiración universal por una virtud perfecta, una devoción sin hipocresía, un candor sin afectación, sobre los que jamás han podido hincar el diente la más infames de las calumnias. En vano los maliciosos recuerdan los oscuros orígenes de esa deslumbrante gloria mundana. Con veinte años apenas, el príncipe de Polèastro que viajaba por Francia, no en vagón, sino en silla de postas, como los grandes señores de antes, vio, acostada sobre un montón de gravas (no lejos de París), a una chiquilla que dormía. Era pálida, flacucha, con los pies sin zapatos, con la falda hecha harapos. Sola. La despertó, la interrogó. Como no tenía más que cinco o seis años, sabía pocas palabras y no pudo decir ni de donde venía ni quién la había abandonado allí. El príncipe se apiadó de ella, la hizo subir a la silla y la llevó consigo a Italia; la ingresó en un convento donde fue instruida, y donde creciendo, se volvió tan sabia, piadosa y tan bella, con una permanente simpatía y unas ingenuidades infantiles, que el príncipe de Poléastro, habiéndola ido a ver después de diez o doce años de olvido, la consideró educada al punto que, joven aún, decidió esposarla. La esposó en efecto. ¡La chiquilla recogida sobre un camino de las afueras parisinas se convirtió en la más grande dama de las Dos Sicilias! Pero para desengaño de las malas lenguas, ese extraño pasado, del que ella además no evitaba ocultar, aportaba, al contrario, un toque novelesco a su triunfal presente: y todos eran unánimes en proclamar que la princesa de Polèastro era sobre la tierra, quiero decir en los salones, una irreprochable esposa, soberbia por la belleza, el rango y exquisita por la inocencia; una reina que sería una santa, esperando ser un ángel en el cielo.
De modo que las palabras que había susurrado entre dos oscilaciones de abanico produjeron la más intensa expectación. Un poeta francés, incluso parisino, que se encontraba allí por casualidad, – casi un intruso entre tantos nobles visitantes, – se asombró, más que ningún otro, de haberlas escuchado. ¡Cómo! ¿la princesa de niña había visto el Paraíso? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Qué paraíso? Sillas inclinadas, columpios inmóviles; se acercaban de todas partes hacia ella, con cara de interrogar, en el invernadero dorado por el sol, donde se vaporizaban en la atmósfera los perfumes de las mimosas, de las anémonas caronarias y las heliantemas.

II

Así pues, condescendiente a esas curiosidades pronto aceptadas:
–¿Queréis que me explique?– dijo – De acuerdo. ¡Pero os advierto que no os voy a contar una aventura! Tengo el recuerdo vago y delicioso de cosas sin acontecimientos; y eso es todo. Es como si en mí, un espejo conservase un reflejo. Y si estáis pensando «ella ha soñado» sin duda tendréis razón. Sin embargo me parece que un sueño no me habría dejado una impresión tan profunda, tan perdurable entre las realidades de la vida.
Continúo, en el gran y expectante silencio:
–Ocurrió hace mucho tiempo, mucho antes de que el príncipe (ya sabéis esa historia) me encontrase dormida sobre un montón de piedras de una carretera francesa. ¿Qué era yo antes de aquel momento? ¿una mísera muchachita nacida de unos padres pobres, y abandonada allí como Pulgarcito y sus hermanos en el bosque? ¿Una hija de padres nobles que una necesidad fatal obligaba al abandono? No lo sé. Ningún hecho preciso disipa el brumoso recuerdo de mis primeros años. Pero conservo vagas reminiscencias de esa época…
Cuando miro detrás de mí, lejos, lejos, me parece ver mucha oscuridad, y también, por instantes, mucha claridad, con seres desconocidos que pasan, más sombríos en esa oscuridad, y, más claros en esa claridad. Pero es muy difícil acordarse de cosas tan confusas, tan inmateriales por así decirlo, sin que la experiencia de los hechos de la vida no añadan a ello, mediante el razonamiento y la comparación, realidades y precisiones que en su momento no tuvieron. Necesito, no sin gran esfuerzo, desprenderme de lo que me he convertido poco a poco, para poder atisbar a ciegas lo que yo era antaño, antaño… para recordar solamente lo que apenas recuerdo. Y lo he conseguido vagamente. Creo que he vivido, recién nacida, en la estrechez, en las sombras, en lo oscuro: y , en torno a mí recogimiento, con temblores cuyos estremecimientos, cuando sueño, recorren todavía mis miembros, una forma, que se parece a la de una mujer, gesticula, emite gritos, ríe, llora. Me besa , me amenaza, se va, me deja, regresa, no sola. Una apariencia de hombre se presenta, se me traslada, se me acuesta, ya no veo nada más.
Sin duda duermo. Me despierto siempre en la oscuridad. Pero ignoro donde estoy. Y durante mucho tiempo, mucho tiempo, es así. Yo en un rincón, oyendo pasos a mi alrededor. Luego nada, nada, nada, salvo sombras, sin pensamientos, sin vida. En fin, –¿Cuándo? ¿dónde? Imposible encontrar el lugar ni la hora, – paso entre multitudes, en un día gris, mi mano tomada por la mano de alguien muy grande que me guía y tira de mi. Heme aquí, – tras un empujón– en un lugar donde no hay luz. ¡Ah! Sí, ¡un recuerdo preciso! Oigo una voz, no cruel ( ¿acaso sé si esa voz no era la de mi madre?) decirme, empujándome aún: «¡Quédate, quédate ahí!» Me quedo sin comprender donde me ha dejado. La noche está mi alrededor con gestos y palabras de personas que merodean. Veinte cosas, – sin que sepa cuales – me rodean, me rozan, me presionan; yo soy pequeña en un rincón. Miro, escucho, no entiendo. Veo enrojecer unas formas que brillan. La primera vez que entré en la cocina del convento, los brillos de los cobres colgados de sus ganchos en la pared, me recordaron esas formas rojas. Y permanezco allí mucho tiempo, no sé dónde. Pero no siempre. Se me conduce allí, luego vienen a buscarme para llevarme a otro lado, a un lugar que reconozco, que me resulta completamente familiar. Y sin embargo todo eso me parece producirse al mismo tiempo. Sin duda es la fragilidad de mi memoria de niña que eclipsa todas mis reminiscencias en una única confusión. Es probable que viviese en una casa donde de vez en cuando, tal vez el domingo, mi madre me llevase a otra casa. Pero tengo la sensación de que siempre estaba en una y en otra. Luego, bruscamente, en medio de tanta oscuridad, emerge una luz, ¡una gloria un triunfo! Y, un día, vi el Paraíso.
Ese día me evadí del rincón donde me encontraba, – tengo la impresión de que en ese rincón tenía miedo, ¡ya lo creo que tenía miedo! – me evadí lentamente, suavemente, sin hacer ruido, sin ningún ruido, – ¡estoy segura de que no hacía ruido! – subí, subí, subí. En torno a mí había blancuras redondas, deslumbrantes, – he visto después, en las fiestas de los jardines, farolas que se parecían a aquellas deslumbrantes luces, – subía cada vez más, sintiendo bajo mis pies, bajo mis manos, unas mullidas superficies, – debían ser alfombras –seguí subiendo siempre, y tras una repentina abertura, tuve ante los ojos un tan magnífico espectáculo que en este mismo momento, hablándoos, mis parpados palpitan extasiados. ¡Ah! ¡El Paraíso estaba allí! Cosas rosas, cosas azules, de oro, de plata, rayos de estrellas y de soles se mezclaban bajo un guirigay de claridades furiosas como en una enorme pajarera de cristal dónde mil pájaros exóticos tuviesen alas de pedrerías en llamas. Y, a través de las brumas de las gasas lucían unas nieves lisas parecidas a aquellas de las que, escotadas en los bailes, nosotros hacemos brillar en las miradas y a los lustres. Todo ese esplendor me entraba por los ojos, me penetraba por completo, me iluminaba interiormente de la cabeza a los pies. ¡Creí que absorbía todo un cielo repleto de ángeles, bruscamente desplegado ante mí! A veces una negrura, –imitando la forma de un hombre –atravesaba esa gloria, se inclinaba hacia los brillos, los tocaba, los oscurecía. Sin duda el Diablo entraba en el Paraíso para buscar a alguna elegida indebidamente admitida en las celestiales delicias y que reivindicaba el infierno. Lo que me lleva a creer precisa esta idea es que a veces una de las blancuras de nieve o de las rosas aladas de brumas de oro, se alejaba con la forma negra. Entonces se restablecía, imperturbable, milagroso y celestialmente claro, entre murmullos que eran sin duda comienzos de divinos cánticos, la universal luz poblada de ángeles y de serafines desnudos. Luego, me sorprendían y me llevaban, se me obligaba a bajar, pero de la radiante visión he conservado un encantador recuerdo, sin igual sobre la tierra, de lo que debe parecerse al cielo.

III

Desde que se calló, se produjo un rumor de cumplidos. Con toda seguridad, la princesa de Poléastro había tenido, muy pequeña, en algún sueño, la visión de celestiales fulgores. Nada más sencillo, en suma. Dios en su gracia, puede conceder el presentimiento de casi realidad de sus fiestas, a aquellos o a aquellas que están destinadas a merecerlas. ¡Tan bella, tan piadosa, tan perfecta, era natural y legitimo que hubiese sido admitida de chiquilla a ver las luminosas dichas en la que sería admitida como un ángel!
Incluso el poeta parisino no dejo de agregar las suyas a las entusiastas felicitaciones de los demás…
Quizás aquella que el príncipe de Poléstro encontró dormida, sobre un montón de piedras, en un camino de las afueras, era la hija de alguna abyecta prostituta, que, los días de escuela cerrada, no sabiendo que hacer con su hija, la llevaba con ella a una de esas odiosas casas que se caracterizan por tener la puerta abierta y las ventanas cerradas, la dejaba en el sótano, o en algún rincón de la cocina; desde allí tal vez, la niña, atraída por los ruidos, las risas y la luz de las escaleras, se evadía hacia el salón de los espejos, donde gasas azules, doradas, argenteas, palpitan como alas sobre las lisas blancuras de mujeres desnudas como ángeles. Precisamente se acordaba de haber visto, antes, un domingo, pasando ante uno de esos abominables lugares, a una mujer, una madre sin duda, entrar allí de la mano de una chiquilla de cinco o seis años…
Pero tuve la prudencia de no perturbar, con tan impertinente hipótesis, los celestiales recuerdos de la princesa; consideraba que, bella y triunfante, virtuosa, ingenua, casi una reina, casi una santa, debía conservar la ilusión de que, cuando fuese al Paraíso, volvería allí.

Traducción de José M. Ramos
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