EL PARAÍSO RECHAZADO
I
Un día soñando, se me apareció una forma; como se parecía a
una joven mujer vestida para un baile, – imitando sus alas las muselinas
desplegadas – pude percatarme enseguida que se trataba de un ángel.
–Hermoso ángel, – dije – ¿a qué debo la alegría de vuestra visita a tal hora
nocturna en esta habitación, donde todavía permanecen los perfumes de cabelleras
enamoradas, cerca de esta cama, donde no recuerdo haber hecho nada que me haya
podido valer el favor de los Espíritus celestiales?, pues generalmente pasan por
ser un poco mojigatos.¿No oléis aquí una turbadora fragancia de pecado, con la
que se pueden ofender vuestras narices acostumbradas al incienso de los
incensarios agitados, en el inmaterial éter, por las manos de once mil vírgenes?
Por Dios, no os acerquéis a mi mesa donde podrías ver tal vez el retrato de
alguna hermosa mucha vestida solamente con el recuerdo de un vestido y la
añoranza de una camisa; en cuanto a lo que mi biblioteca se refiere, cuidaos
mucho de elegir un libro, ya que no encontraríais allí más que amargos y
sombríos poemas, que yo leo sonriendo, y más que cuentos locos que suelo leer
con melancolía.
El ángel replicó:
–Ahórrate los consejos. Cuando mis semejantes o yo entramos en los domicilios de
las personas, sabemos lo que tenemos que hacer. Y no tengas temor en saber que
virtud merece mi visita. Todopoderosos como somos, nos permitimos frecuentemente
el capricho de favorecer a aquellos que parecen los menos dignos de nuestra
misericordia; y la omnipotencia también lleva consigo algo de fantasía.
Di por bueno lo dicho, y no dije ni una palabra, no sintiéndome con fuerzas para
discutir con una aparición que se parecía tanto a una jovencita.
–He venido, – dijo el ángel, – para preguntarse si te gustaría ir al paraíso sin
pasar por las vanas formalidades de la muerte y los funerales.
Como podéis pensar, semejante proposición me resultó agradable a más no poder;
siempre había tenido el ferviente deseo de contemplar los esplendores augustos
del cielo. «¡Partamos enseguida!» – exclamé yo. Apenas acabada esa frase, una
nube rosa, en forma de globo, descendió en mi habitación por el techo
entreabierto; la cestilla, bastante amplia para que dos personas cupiesen,
estaba hecha de trenzados de rayos de sol. Cuando el ángel y yo estuvimos
sentados, éste dijo a unos invisibles servidores: «¡Soltad todo el lastre!»; ¡y
ascendimos velozmente en la soledad azul y sombría de la noche!
II
Mientras los domicilios de los hombres iban desapareciendo en
una tenebrosa lejanía e incluso las montañas se convertían en confuso fondos, yo
pregunté:
–Bello ángel, ¿el Paraíso es tan magnífico como lo imaginan mis sueños? Háblame,
¡oh mi divino guía!, cuéntame las maravillas que se prometen a mi mirada, los
goces que serán ofrecidos a mi alma.
El ángel se dignó a responderme:
–No hay palabras en el lenguaje humano (al menos que puedes comprender, tan
imbuido como estás todavía de humanidad) que pueda expresar el perpetuo prodigio
de la estancia en el Paraíso. Aún cuando consiguieras imaginarte el milagro de
un jardín donde el suelo tuviese el color y la transparencia del sol de verano,
dónde todas las flores fuesen vírgenes más ingenuas que las flores de lis, donde
él aire estuviese hecho de perlas vaporizadas, tu quimera estaría tan alejada de
la exquisita realidad ¡como una negra medianoche de invierno difiere de una
mañana de abril! Y lo que resulta aún más imposible hacerte presentir, es el
goce infinito, eterno, inmutable, con el que te verás envuelto y penetrado desde
el mismo instante en el que hayas franqueado el augusto umbral, desde que seas
una de las puras llamas del inextinguible incendio.
Todo ese discurso redoblaba mi impaciencia. «¡Apresurémonos! ¡apresurémonos!» –
dije yo. Pero me di cuenta que el globo, – ya habíamos sobrepasado las primeras
estrellas, – ya no subía, y se encontraba inmóvil en la inmensidad.
–¡Oh! ¿Qué sucede? – pregunté.
–Lo que ocurre – dijo el ángel – es que eres demasiado pesado.
Como no había tenido tiempo de vestirme para es viaje a través de los cielos, no
tuve más remedio que arrojar mis ropas por encima del borde de la cesta.
–Por otra parte, – continuó el ángel que brillaba en mi pensamiento – eso no
sirve de nada. El peso que interrumpe nuestra ascensión no es de índole
material. Si quieres subir es conveniente que te desprendas de tus ambiciones,
de los sueños de gloria y opulencia, que te atraen hacia el mundo inferior.
Desde luego, me costó mucho acceder al consejo de mi guía. ¿Qué poeta no
contiene en sus quimeras los capitolios llenos de aclamaciones, las muchedumbres
rendidas por el ritmo pomposo de los versos, y, en los palacios de oro y piedras
preciosas, los coros de jóvenes poetisas que cantan alabanzas al triunfal
rapsoda? Pero el deseo del Paraíso predominaba en mí sobre los demás anhelos.
Con resolución, lancé en la oscuridad, hacia la tierra despreciada, mis
orgullos, mis esperanzas de renombre y de riquezas; y el globo hecho de una nube
roda, apenas desprendido de esos vanos lastres, reanudó su ascenso,
furiosamente, más allá de todas las estrellas.
III
Aunque todavía estuviésemos muy lejos del sublime destino,
una suave y blanca luz me bañaba, me enervaba. Salimos de las tinieblas
terrestres para entrar en el comienzo del verdadero cielo. En una claridad que
parecía hecha de plata líquida, grandes ráfagas pasaban silenciosamente, y el
viento de esas alas me daban en la frente y en los cabellos unas caricias
exquisitas; el aire que respiraba fluía en mi boca, en mis pulmones, en mi
corazón como un tibio arroyo de encantamiento. ¡Oh!¡ ¿qué embriaguez me
invadiría pronto, en el mismo Paraíso, puesto que su proximidad, sin embargo tan
lejana, me colmaba ya de tales delicias?
Pero percibí, lleno de inquietud, que el globo dejaba de subir.
–Ya veo lo que ocurre, – dijo el ángel – todavía eras demasiado pesado.
–¿Acaso no he repudiado las ambiciones, los sueños de gloria y de opulencia?
–Sí, pero en el fondo de tu alma tienes los recuerdos de los amores humanos; no
has olvidado las risas, los besos de las bellas pecadoras; esos son los tiernos
anhelos que te atraen hacia el mundo inferior.
¡Cómo! ¿a vosotros también, reminiscencias de los sutiles flirteos y los lentos
abrazos, a vosotros también, recuerdos olorosos de los corsés abiertos y los
cabellos sueltos, a vosotros también, susurrantes ecos de los cuchicheos de
alcoba en las lánguidas medianoches, debo perderos? Pues bien, para hacerme
digno del Paraíso, consentí en ese cruel sacrificio; arrojé, a través de los
fulgores, hacia las oscuridades inferiores, la memoria de vuestras
complacencias, labios rosas, pechos pálidos, lisas caderas de tibio satén; y el
globo volvió a ascender como en un transporte de alegría, en la luz cada vez más
resplandeciente.
IV
¡Oh, espectáculo! Vi, vi por fin las puertas de diamante del
incomparable lugar. Allí estaba el Paraíso, encima de mí, tan cercano; en mis
ojos humanos tenía todo el celeste deslumbramiento. ¿Quién se atrevería a
intentar decir de ese fulgor que era más terrible que un inmenso estallido y más
dulce que una eclosión de rosa blanca? Y, más allá de las puertas abiertas,
contemplaba, bajo unos racimos de nieve diáfana donde florecían unas estrellas,
el paso misterioso, por parejas, de los bellos ángeles y de las ángeles más
bellas. Oh, éxtasis de los seráficos himeneos, perpetuo beso de los labios
siempre puros, yo también os conoceré. ¡Iba a entrar en el augusto umbral del
eterno goce!
Pero de repente, me percaté de que el globo, tan cerca del umbral divino, ya no
ascendía. Fui presa de una amarga desesperación.
– ¿Acaso no he arrojado todo como un lastre, por encima del borde de la cesta?
Nada, nada me queda ya de las ambiciosas vanidades y las culpables lujurias.
–Todavía eres demasiado pesado, – dijo el ángel, – pues te queda…
–¿Lo qué? – pregunté, inquieto.
–Te queda en el fondo de tu corazón, allá abajo, muy profundamente, donde no te
acosarán las ambiciones ni las concupiscencias, el recuerdo de una pequeña niña,
no bella, apenas bonita, que desvió su boca de la tuya en el sendero de un
bosque de álamos, una noche cuando tenías dieciséis años. Vamos, arroja este
pensamiento como lo demás. ¡Fíjate como brilla el Paraíso!
Pero yo dije: «¡No!»
Entonces, a un gesto enfurruñado del ángel, caí en el abismo a través de las
luces y las sombras, hacia el mundo inferior, y caí sobre la tierra negra y
dura, muy lejos de los esplendores paradisíacos; espantado, roto, tal vez
moribundo, – pero feliz de haber conservado el recuero de la pálido muchachita,
tan pequeña, tan frágil, que rechazó mis labios una noche cuando yo tenía
dieciséis años, en el sendero de un bosque de álamos, donde no acabó de
eclosionar del todo la gavanza de mis primeros amores.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |