LA VIDA AMOROSA

EL PECADO REPRODUCIDO

La bonita novicia está muy preocupada a causa de un pecado que ha cometido. Por la noche no duerme, por el día no ríe, de tal modo la turba el arrepentimiento; está distraída en los oficios, piensa tristemente durante las lecciones, olvida comer en el refectorio; se la encuentra en los senderos del jardín, caminando a pasitos cortos, con los brazos colgando, la cabeza baja, emitiendo grandes suspiros. Taciturna, lenta, – ella siempre tan grácil y viva, – parece una golondrina herida en su hábito negro y blanco, que se arrastrara, no pudiendo ya volar; sus labios son como una eglantina que se marchita; sus ojos son dos malvas veladas por un rocío de lágrimas. En fin, se dice que no encontrará la paz y el buen humor hasta haber sido absuelta de la terrible falta; y, al salir de la clase del mediodía, teniendo todavía colgada la pequeña bolsa de colegiala, donde se balancean la pizarra y el lápiz, se dirige a la capilla para ser escuchada en confesión por el joven sacerdote que es el director espiritual del convento.
–Yo os escucho, hija mía.
Él no tiene aspecto temible. Sus manos regordetas, muy blancas, hacen el gesto de una cálida bendición; una luz tierna emana de entre las pestañas bajo los párpados devotamente bajados; y, muy rosa, un poco inflado, bajo unos cabellos en bucles, es como un querubín que se hubiese puesto una sotana.
Está sentado; anima a la penitente con voz afectuosa cuya suavidad es la de una caricia.
–¡Que desgracia! padre, pienso que soy una muy culpable, y mi pecado debe ser un pecado mortal.
–La clemencia del Señor, hija mía, es infinita.
–¿Puede ella absolverme?
Y, tras haber recitado el “Yo pecador”, la novicia comienza la confesión de su falta en estos términos:
–Ocurrió la semana pasada. Yo había ido a pasar el día a la casa de campo de mi tío, el oficial del rey. Paseaba sola por el jardín, mirando las flores, escuchando a los pájaros. Hacía un sol tan ardiente que sentía calor por todas partes, sobre la piel, bajo el sayal, unos calores que me envolvían, como si tuviese una camisa de fuego. No pensaba en nada malo, – en realidad no pensaba en nada – pero estaba emocionada, inquieta como al borde de un peligro; y, después de un instante, ya no podía dejar de mirar a dos pajarillos que se perseguían revoloteando sobre la arena del sendero. De pronto me detuve. Ante mí, un joven muchacho, con la cabeza en la sombra, estaba acostado en la hierba bajo un manzano en flor. Reconocí al hijo de mi tío el oficial del rey, un colegial que tiene dieciséis años. Él no me había visto venir y dormía. Era guapo como una niña, con su rostro muy pálido; su boca medio abierta era como una rosa que le hubiese caído sobre la cara. Me acerqué, siempre mirándolo, y me incliné un poco, juzgando que sería más dulce mirarlo de más cerca…
¡Pero no pudo continuar! Unos sollozos le obturaban la garganta, tal era la vergüenza de lo que tenía que confesar. Trató de reponerse, de tomar valor. Sus esfuerzos fueron vanos. Por fin se giró y lloró unas lágrimas cálidas con la cabeza entre las manos.
–Sin embargo, – dijo el joven sacerdote, – yo no podré juzgar una falta que no me es conocida, ni conceder la absolución de un pecado que ignoro.

***

Por fortuna, él conocía un medio de saber las cosas sin alarmar la timidez de su penitente.
–¿No tenéis con qué escribir en esa bolsa que pende de vuestro cuello?
–Sí – dijo ella – una pizarra y un lápiz.
–¡Perfecto! Si no os atrevéis a hablar, imagino que sí os atreveréis a trazar vuestro pensamiento. Escribid pues, mientras yo me vuelvo para que no experimentéis malestar.
Ella consintió de inmediato esta solución, extrajo el lápiz, extrajo la pizarra, e, inclinada hacia su rodilla, se puso a escribir su confesión, no sin verter muchas lágrimas. Cuando acabó, tendió la pizarra al joven confesor, con mano temblorosa, ocultando la frente detrás de su manga.
Pero el sacerdote no pudo leer las palabras que ella había trazado; las lágrimas de la novicia habían emborronado toda la confesión sobre la pizarra.
–¿Cómo haré – dijo él – para saber si vuestro crimen es tan grande como decís, y si el cielo debe ser o no compasivo?

***

A estas palabras, ella se volvió muy pálida, espantándole la idea de no ser absuelta, y lloró todavía más.
De modo que él sintió auténtica pena por ella.
–No desesperéis, hija mía. No está perdida toda esperanza, y Dios me inspira aún con una ingeniosa idea. Lo que no podéis ni hacerme escuchar ni hacerme leer, podríais tal vez mostrármelo en acción. Recordad, reflexionad. ¿Vuestro pecado es de aquellos que es posible expresar mediante gestos?
–¡Por desgracia, sí! – dijo ella.
–Entonces todo va bien. Yo me tumbaré sobre este banco, como estaba acostado el hijo del oficial del rey, fingiré dormir, puesto que él dormía, y, a fin de que vuestra falta me sea revelada en todo su detalle, haréis conmigo como habéis hecho con él.
–¡No me atreveré nunca!
–Esta vez, hija mía, ¡os ordeno que os atreváis! Además, no experimentaréis ninguna vergüenza, puesto que no abriré los ojos.
Ella dudó un instante, pero, bajo una mirada severa del joven sacerdote, curvó la frente, se resignó, consintió. En cuanto al resto, ¡no hay mucho que decir!
Él, acostado sobre el banco y con la cabeza apoyada a la pared, los ojos cerrados, preguntó:
–¿Era así como se encontraba el hijo del oficial del rey?
–Sí, completamente – dijo ella.
–Confesad pues, hija mía.
Entonces ella se aproximó, estremeciéndose, miró, se inclinó un poco, miró una vez más, pensó que la boca del joven sacerdote parecía también una rosa que hubiese caído allí, y rozó esa boca con un beso rápido, que huyó.
–¿Y después? – preguntó el confesor.
–Pero eso fue todo, padre, ¡os juro que eso fue todo! Después yo me eché a correr, espantada, a través del jardín. ¿Acaso mi crimen es abominable y estoy condenada?
–Eso depende, – respondió el director espiritual, habiendo reflexionado. – El pecado que habéis cometido se llama Besar. Pero hay besos de distinto tipo. Unos son muy culpables, otros son inocentes.
–¡Oh! me dais esperanza. Tal vez el mío no sea de los culpables, padre.
–Eso es lo que no sabría decidir con certeza. He sido sorprendido. No he tenido tiempo de estudiar suficientemente la cuestión. En interés de la verdad y de vuestra salvación es bueno que se repita la experiencia.
–Como gustéis – dijo ella.
Por segunda vez, ella se inclinó hacia el joven sacerdote con los ojos cerrados, que fingió dormir; y, con los labios, tocó los suyos.
–Es verosímil, – dijo él tras un silencio, – que el beso no haya sido absolutamente criminal, pero, por otra parte, sería imprudente afirmar que ha sido de una entera inocencia. El caso sigue siendo dudoso.
–¿Creéis que debo, una vez más?...
–Sí, así lo creo.
–Entonces cerrad los ojos, padre.
–Tened cuidado, para iluminar con claridad mi conciencia, debéis apoyar vuestra boca en la mía durante más tiempo, mucho más tiempo.
–De buen grado – dijo ella.
Ella se inclinó, apoyó su boca, la apoyó con una lenta y larga dulzura; tanto que finalmente, la campana de la capilla sonó llamando a las monjas a vísperas.
–Id, hija mía, estáis absuelta – dijo gravemente el joven sacerdote. Estoy completamente convencido. Vuestra falta fue de las veniales; os impongo por única penitencia santificar con un poco de agua bendita vuestros inocentes labios.
–¡Oh! ¡qué alegría! – dijo ella haciendo palmas.
–Id, os digo! Y si alguna vez caéis en algún pecado más grave, sea con el hijo del oficial del rey, sea con otra persona, no dejéis de venir a confesaros conmigo, por tímida que seáis! Yo siempre estaré dispuesto a escucharos del mismo modo.

Publicado en Gil Blas, el 5 de febrero de 1884
Traducción de José M. Ramos González
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