LOS PELIGROS DE LA CARIDAD

Lo que tiene sobre todo de terrible el niño-demonio Amor, es que, para hacer caer a las jóvenes mujeres en sus trampas, no hace uso únicamente de las debilidades que ellas puedan tener, sino también de las virtudes que tienen. Por ejemplo, no les sirve de nada ser decentes o fieles, puesto que, de esos mismos méritos, él sabe extraer ocasiones de pecado, donde deterioran la fidelidad y la decencia; se parece a un ladrón mágico que no vería en una puerta cerrada con doble giro de llave más que la posibilidad de pasar por el agujero de la cerradura. Es tan cierto que muchas mujeres bonitas, – de aquellas que no son bonitas ¿para qué inquietarse?– renuncian deliberadamente a sus virtudes naturales, que no sabrían retrasar por un instante más la inevitable derrota y no tendrían otro efecto que añadir la humillación de un vano preparativo de defensa. En cuanto a aquellas de mis lectoras que todavía dudasen – ¡felicito efusivamente a sus maridos y a sus amantes! – de la habilidad del demonio Amor ha obtener del bien el mal, les contaré una historia completamente destinada a convencerlas; me fue contada en un salón muy decorado, en cuyo techo había pinturas de pastoras y ninfas, por una risueña abuela, delicada y menuda, con arrugas rejuvenecidas por el maquillaje, los bucles blancos, tal vez de polvos, que se acordaba confusamente de haber estado antaño en una isla, bajo los vuelos tórtolas y entre los laureles rosas, una dulce abuela charlatana, feliz de contar leyendas de amor a las muchachitas y a los jóvenes muchachos de Cítara; de modo que confundía fácilmente los países como las épocas, no sabía si hablaba el griego de Ionis, o el francés de París, hacía la señal de la cruz cuando estaba de humor devoto, en el nombre de Cipris, de Eros y de la Colomba; y, si ponía la nariz en una de las ventanas de su castillo, llegaba a tomar por un Fauno apasionado de una Dríada al leñador de brazos desnudos que besaba a una granjera en el soleado lindero del bosque.

I

Había una vez una guardiana de corderos que era la más hermosa pastora que uno pueda imaginarse. La abuela, los días de griego, no dejaba de llamarla Naïs; añadía que la historia hacía ocurrido junto a un bosque sagrado, a orillas del Céfise; pero tengo buenas razones para creer que la protagonista del cuento se llamaba Michelette, y apacentaba su rebaño en los prados donde pacían las ovejas de la señora Deshoulières. Michelette, pues, era la más encantadora criatura del mundo; quién la hubiese comparado, por el frescor, a una rosa, y por la gracia ligera de sus andares, a una saltarina cordera, habría probado que tenía buen juicio. Y ella añadía a su belleza la bondad; su corazón era tan dulce que su rostros era encantador. Se conmovía hasta que fluían sus lágrimas nada más que viendo pasar, bajo sus pesadas gavillas, a los ancianos que regresaban del bosque; «¿Quiere usted, mi bravo hombre, que le lleve la mitad de su leña?» La hucha donde ella metía el dinero de sus ganancias, la rompía enseguida para dar limosnas a los pobres de la aldea. También era piadosa con los animales, dando a las aves las tres cuartas partes de su pan, dejando beber a su perro toda la leche de su escudilla; una vez, estuvo triste hasta la noche, – ella que cantaba a lo largo de todo el día.– y, como las gentes se mostrasen sorprendidas, «Es, dijo, que pisé una cochinilla esta mañana atravesando el sendero.» Pero si tenía el corazón tierno hacia los miserables, sin embargo era muy cruel con los enamorados. Aunque tenía ya dieciséis años, jamás concedía una cita bajo los olmos, cerca del lavadero, ni en los trigales, ni en los viñedos; a quién le pidiese un beso respondía con una risa burlona; incluso había rechazado las ternuras de un joven pastor de bueyes que era el muchacho más guapo de la región. Lo que sobre todo la alejaba del amor, era el haber escuchado decir que los esposo, los amantes también, tienen por costumbre retirar sus vestidos para poder besarse con más comodidad. ¡Desnudarse! Ella no podía soportar esa idea. No es que tuviera gran pena, ni que hubiese perdido gran tiempo en quitar sus prendas: un par de zuecos, una falda de algodón y una camisa de tela gruesa era toda su vestimenta. Pero no concebía, tan imbuida estaba de inocente pudor, que se pudiese decidir a descubrir su piel tan blanca y tan suave como la tenía; mostrársela a un hombre le parecía algo terrible, más criminal que todos los crímenes, ¡imposible!; y, una mañana cuando pensaba en esas cosas, hizo el solemne juramento de no quitarse nunca las telas donde se ocultaba su bonito pequeño cuerpo, excepto para meterse en la cama, muy rápido, sin luz. ¡Pero este juramento tuvo por eco una carcajada en las ramas! El que reía de ese modo era el niño-demonio Amor. Él decidió ladinamente que la pequeña pastora no tardaría mucho en faltar a su juramento; y van ustedes a ver como logró sus fines. Se preguntarán ustedes, cómo pudo seducir a Michelette, que tenía tantas virtudes. Pues bien, se sirvió de una de ellas precisamente para triunfar sobre las demás.

II

Como ella pasaba por una callejuela florida, bajo un claro sol que doraba las hojas verdes, vio unos pobres pajarillos, – ocho o diez, tal vez más, – que se arrastraban torpemente con sus alas sin plumas, casi desnudos, entre los guijarros y las zarzas, y que piaban hasta partir el alma. Sin dudar habían caído de sus nidos bajo un golpe de viento. Michelette, buena como era, se sintió muy conmovida. Cogió uno a uno los pajarillos, los besó, los calentó con su aliento, creyó que se encontrarían bien en sus dos manos juntas. Pero ellos continuaban piando, abriendo sus grandes pequeños picos amarillos. Sin duda, añoraban el florido matorral donde habían salido del huevo y la sombra de las hojas sobre el aleteo de sus alerones. Entonces la pastora buscó los nidos vacíos, de rama en rama, aquí y allá, por todas partes. No los encontró; el viento los había arrastrado o bien algún niño desconsiderado los había tomado por juego. ¿Qué hacer? Había allí musgo e hilos de la Virgen, atravesando el sendero; pero ella no sabía construir nidos, al no ser ni pardillo ni curruca; y las pequeñas avecillas no dejaban de quejarse. ¡Tuvo una idea! Dejando un instante los pájaros en la hierba, retiró sus zuecos, ambos, – eran tan pequeños que no bastó uno solo, – los llenó de hojas lisas, y metió en ellos a los pobres pequeñines sin plumas, cinco en este, cuatro en aquél; y los zuecos colocados sobre dos ramas vecinas fueron dos nidos donde los pajarillos ya no se lamentaban, pareciendo estar muy cómodos, mientras que las madres recién llegadas volaban encima de ellos con trinos de alegría. Michelette se fue contenta, aunque un poco apenada sin embargo por sus pies descalzos que miraba a través de la hierba con el ojo medio cerrado de las violetas.

III

Siguiendo su camino, atravesó un claro, donde quedó muy sorprendida al ver sentada al pie de un árbol a una anciana que no conocía. Con aspecto de ser una pobre leñadora, o alguna mendiga. Y esta mujer parecía tan vieja, con sus cortos mechones grises, con sus ojos apagados y su barbilla caída, que debía ser al menos centenaria. Por momentos se estremecía de pies a cabeza y decía: «¡Ah! ¡Dios mío! ¡ah! ¡Dios mío!» Michelette se acercó. «¿Que os pasa, señora? ¿Se encuentra enferma? – Tengo frío, respondió la anciana en un castañeo de dientes.– ¿Frío con este hermoso sol?– Tengo frío porque tengo fiebre. He caminado tanto desde ayer que la fatiga me ha destrozado. El viento, que a ti te parece tibio, me hiela a través de mis harapos, y creo que voy a morir en este bosque. –Venga conmigo, pobre mujer, yo haré un buen fuego de sarmientos en mi chimenea y usted se calentará en mi cama. – No te pido tanto. Debo continuar mi ruta. Dame solamente tu falda de algodón, para que yo esté bien cubierta en camino.» La pequeña pastora no lo dudó ni un instante. Desató su falda y se la regaló a la pobre, y ésta, habiéndose levantado, se fue, no estremeciéndose más bajo la gruesa tela con la que ella se había hecho un abrigo. Michelette estaba muy feliz de haber complacido a la anciana, pero tenía una gran vergüenza porque estaba en camisa.

IV

Se ocultó en lo más profundo del bosque. Permanecería allí hasta la noche; no regresaría al pueblo hasta la hora en la que no pasa nadie por los caminos oscuros. Pero ¡cómo temblaba esperando! Si alguien llegase, se moriría de espanto: y pensaba en acurrucarse en el tronco hueco de algún castaño, cuando oyó un lamento agudo y dulce, como de un niño que se muere. Guiándose por el ruido, dio algunos pasos, aparto las zarzas y encontró un pobre cervatillo tendido con la boca abierta, los ojos vagos, donde brillaba una lágrima y que sangraba por tres heridas. ¡Oh! ¡Qué triste era ver algo tan bonito e inocente de ese modo! El primer pensamiento que tuvo fue el de llevárselo; lo cuidaría y lo curaría. Pero, por ligero que fuese, ella intentó levantarlo en vano ya que era demasiado pesado. ¡Si tan solo pudiese cortar la hemorragia de las heridas! Llena de piedad, lo intentó con musgos, con hojas; pero el flujo rojo rechazando los obstáculos discurría abundantemente. Por fin ella quitó su camisa, la desgarró e hizo unas vendas con las que cerró y cubrió las tres llagas escarlatas. Y desde luego había algún sortilegio en toda esta aventura, pues el cervatillo, de repente curado, se levantó con un bonito brinco y desapareció a través de las zarzas. ¡Sin embargo Michelette estaba desnuda! ¡en pleno día! Emitió un grito de pavor y se puso a llorar con tanta o más razón ya que la cabeza del joven pastor de bueyes, que era el más apuesto muchacho de la región, asomaba de pronto del interior de una mata de espinos, mientras la risa del niño-demonio Amor triunfaba en las ramas.

Traducción de José M. Ramos
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