EL PEOR SUPLICIO

I

Una vez llegó al infierno un alma tan espantosamente criminal – era, imagináis bien, el alma de un hombre – que el rey Satanás se encontró en un muy grande compromiso, al no saber que suplicio nuevo inventaría para castigarla. Pues usar en este caso calderas de plomo fundido, horquillas incandescentes, suelo de caldeo calentado al rojo vivo, lechos de agujas, cubas llenas de víboras, u otros medios de tortura, comúnmente empleadas para vulgares sacrílegos o simples parricidas, no era el caso. ¿Qué extrañas faltas hacia cometido en la tierra el hombre portador de esa alma? ¿Había sido uno de esos reyes feroces a quién no agrada, en la victoria, más que el olor de los campos ensangrentados? ¿un traidor que no duda en entregar el honor de su padre y la vida de su más querido amigo, y los entrega en efecto, si se les pone precio?, ¿un seductor de vírgenes al que el recuerdo de sus besos no es dulce como si se mezclase en él el recuerdo de sus lágrimas?. ¿En circunstancias particularmente terribles, había mentido, robado, engañado, asesinado? ¿o bien – crimen atroz más abominable todavía – vivió mucho tiempo sin amar los versos ni la música, sin sentir placer ante el perfume de las rosas? La historia no es precisa en este sentido; hay que resignarse a admitir, sin otra explicación, que era criminal más allá de lo que uno pueda imaginarse. Y Satanás, a causa de ello, se encontraba, como ya he dicho, en un gran apuro. Precisamente tenía buenas razones para creer que el buen Dios, desde hacía tiempo, le consideraba un negligente, un tibio; incluso algunos serafines, encargados de la inspección de los suplicios infernales, habían insinuado en sus informes – él no lo ignoraba – que el ejecutor de las justicias celestiales debería ser un ángel de una austeridad probada, y no un demonio, siempre sospecho de indulgencias en el castigo de los pecados que él mismo sugiere; un cómplice no puede ser más que un verdugo demasiado misericordioso. Era pues urgente que el Diablo demostrase en esta ocasión el celo más irreprochable y diese un ejemplo terrible. Sí, ¿pero cómo? Se devanaba los sesos y no encontraba ningún suplicio realmente excesivo, y bizarro, no pasado de moda y curioso, – divertido en una palabra – tal como debería ser para volver a conquistar la confianza del Señor. A fin de incentivar su imaginación, se dedicó a releer el poema de Dante Alighieri y el de Alexandre Soumet. ¡Bueno! ¿qué era todo eso? Esos compositores de versos no entendían nada. Estar encadenado en el hielo, llevar encima láminas de plomo, nadar en un lago de sangre, estar encerrado bajo la corteza de un árbol, subir de escalón en escalón toda la escala de sus crímenes, ver, siendo madre, a su recién nacido, envejecido, ajado, arrugado, convertirse en centenario permaneciendo siendo pequeño, –¡las torturas ñoñas! ¿Por qué no extender a los condenados y condenadas sobre sedosas telas, sembradas de rosas, entre dos esclavos de rodillas agitando unos abanicos perfumados, u ofreciendo, en unas copas de cristal, pastelillos de cidros y confituras de perlas?

II

Como el rey Satanás se lamentaba con gritos y rechinar de dientes al no poder inventar algún tormento realmente extraordinario:
–¡Señor! – gimió una voz.
Subía de una cuba en llamas. Era la voz de un poeta recién llegado al sombrío imperio, y que expiaba en un incómodo calor su fervor en demasía a cantar el oro vivo de los cabellos y la nieve de los senos donde florecía una rosa.
–¿Quién me habla? –preguntó el Diablo.
–Alguien que os mitigará la aflicción si os dignáis a concederme en mis sufrimientos un instante de reposo.
–¿Nada más que un instante? De acuerdo. Me parece bien.
El poeta, fuera de la cuba, se estiró deliciosamente en el frescor del aire, y, radiante, tras un poema de Henri Heine, se apresuró a recitar un soneto de Ronsard.
–Vamos, habla – exclamó Satanás.
–Se trata de lo siguiente. En una ciudad llamada París…
–La conozco – dijo el Diablo.
–Bajo los laureles rosas, casi no floridos todavía, en un balcón, una joven rubia de ojos azules, borda o tiene en la mano, soñando, un libro que no lee. Id hacia ella, señor, y os revelará el más espantoso de los suplicios.
Como el instante había transcurrido, el poeta fue de repente introducido en la cuba; pero, durante un tiempo bastante largo, no sintió la molestia de las llamas porque pensaba, extasiado de ritmos, en los poemas que había recitado.

III

Pero el Diablo no quedó demasiado satisfecho con el consejo que había recibido. Creer que un habitante de la tierra tendría más ingenio, creando tormentos, que él, ¡príncipe del eterno averno! Sin embargo como no tenía alternativa y nadie sabría que intentaría esa aventura, se decidió a partir para la tierra. Con sus negras alas abiertas, atravesó los tenebrosos espacios, llaneó en el azul soleado, se orientó muy rápido, giró hacia París no tardando en descubrir el balcón donde la joven estaba sentada con un libro sobre las rodillas, entre los laureles rosas. Entonces fue presa de una gran cólera, y se prometió hacer añadir algunos millares de gavillas bajo la cuba del poeta! Pues éste, evidentemente, se había burlado de él. El Diablo no tenía más que ver, incluso de lejos, a la niña soñadora entre las ramas para estar seguro de que ningún pensamiento malévolo podía poseerla; y, cuando la observó más de cerca, estuvo más persuadido todavía. Bajo unos cabellos de oro ligero, tan pálidos, que temblaban como un nimbo vaporizado, ella tenía una dulzura infinita en sus ojos más límpidos que unos lagos vírgenes; no se podía explicar la nieve de su frente, incomparablemente blanca, más que mediante el candor de su sueño, que afloraba; y sobre su boca, no cerrada del todo, – pues esa señorita era una joven muchacha – en la gracilidad de sus brazos, de sus manos menudas, de su busto que apenas confesaba su adolescencia, en todo su aspecto de colegiala que nada turbó aún, había esa ingenuidad encantadora que se asombra de todo, que ni siquiera sabe que existe el mal, y lloraba cálidas lágrimas por una cochinilla aplastada, por descuido, en la arena del jardín. Satanás, que reconocía las inocencias por haber espabilado más de una, reconocía que no había encontrado ninguna semejante a ésta; ni siquiera le acudió a la mente la idea de tentarla, enternecido, aunque poco predispuesto a semejantes emociones, por tanta pureza y dulzura; y, tan descontento como estuvo por tan inútil viaje, prorrumpió en una carcajada pensando que había venido a pedir una tortura a esa niña, a ese ángel.
Sin embargo, por si acaso, confesó el motivo de su visita, excusándose por otra parte, pues es muy educado – con mucho respeto y humildad.
Ella abrió sus grandes ojos ingenuos.
–¿Qué? ¿un suplicio más espantoso que todos los suplicios del infierno?
–¡Precisamente! ¡Oh, olvidad mi locura!
–¡Eh! pero yo creo – dijo ella en su sonrisa de jovencita, – que vos podrías llevarlo a cabo.
–¿Eh? – exclamó el Diablo –¿Conocéis un tormento?...
–Dios mío, sí.
–¿Espantoso?
–Por lo menos lo considero así.
–¿Y sin fin?
–Con seguridad. A cauda del recuerdo.
El Diablo la miraba, estúpido por la sorpresa.
–Este es – dijo ella siguiendo con sus ojos una mariposa blanca que volaba al sol por encima de los arbustos. – Vos traeréis a aquél que queráis castigar. Aquí, a este balcón, cerca de estos laureles rosas. Yo le mostraré el brocado que estoy acabando y el libro de cuentos de hadas que leo. No le miraré, no le sonreiré, y cuando tenga ganas de mis labios…
–Cuando tenga ganas…
–Sí. Cuando tenga ganas…
–¿Entonces?
–Yo se los negaré, – dijo ella con una voz tal dulce que todas las flores del balcón se abrieron de gusto.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes