LAS PEQUEÑAS CENIZAS

En la habitación burguesa de cortinas marrones, con armario alto de caoba, flacas y pálidas a causa de muchas vigilias, con sus vestidos nuevos de luto ya, la madre y la tía, con el puño en la mejilla y el codo en la repisa de la chimenea no apagada, a pesar de la primavera, a causa de la enferma, y el joven padre, de espaldas a la puerta, la cabeza como precipitada, con ojos donde la desesperación se confundía con la cólera, observaban en el silencio y a la hora que daba un reloj de péndulo, a la pequeña agonizante respirar apenas, – ni tenía fuerzas tal vez para el estertor, – en su estrecha cama de cobre cerca de la que estaba sentada una religiosa, anciana de piel arrugada y amarillenta al fondo de la toca, desgranando su rosario.
Era una chiquilla de seis años que iba a morir. A los tres años todavía no sabía hablar, no había sabido antes porque era enfermiza, de lento crecimiento; pronto no hablaría más porque estaría muerta; y hay palabras que jamás sabría. El médico había dicho que se había acabado, que no había esperanzas, pero que sufriría poco para apagarse; su pobre y corta vida, discurriendo entre la enfermedad, no había tenido suficiente poder para los asaltos dolorosos contra la muerte. Y era cierto, no sufría en su pequeña cama de cobre, con los ojos fijos en los dibujos del empapelado de la pared. Si no hubiese sido por la molestia de una respiración insuficiente, se habría encontrado completamente bien, y, como se le había dicho que no se moviese, con el brazo inmóvil a lo largo del cuerpo, sobre la manta, tenía la satisfacción de ser prudente. A decir verdad – porque había oído unas palabras entre susurros – sabía que iba a morir, pero no sabía lo que significaba estar muerta. Recordaba que una mañana habían retirado de la jaula al gorrión, con las plumas erizadas y las patas estiradas, y se le había dicho que el pájaro estaba muerto, pero ella no comprendió porque eso le impedía cantar. Luego, se había hablado del abuelo, en provincias, difunto a los ochenta años. Luego, ya mayor, con las manos en los barrotes de la ventana había visto pasar cortejos fúnebres con muchas flores sobre coches negros y era bonito, tantas flores; y la idea de la muerte se abrió como un ramo en su pequeña alma. Lo único que la inquietaba era que cuando se ha acabado de vivir se nos entierra. Ella sabía eso, estaba segura, se nos entierra, se nos mete en la tierra que es negra, que no es limpia, sobre la que llueve y que está húmeda con bichos. Jamás había visto enterrar a nadie, pero se acordaba de esto: una vez, sobre la carretera, ante la propiedad que ellos tenían en Villeneuve-Saint-Georges, ella había tenido que saltar, con la mano en la manga de su padre, por encima de unas profundas rodadas que habían dejado las ruedas de las carretas en la tierra empapada; y, con la punta de su botín, saltando, había hecho desprender el borde de una de las rodadas, y su padre le dijo: «¡Presta atención, torpe! Había una mimosa en el lodo, y la has enterrado.» Entonces, ser enterrado, era eso, era tener sobre uno algo pesado y sucio, que os impide ver y escuchar, que os envuelve y os aplasta. Ese era lo único que le producía miedo de la muerte. ¡Pero se acordaba que se le habían prometido Ángeles! ¿Cómo serían? ¿Serían niñitas, o pequeños muchachos? ¿El Paraíso era un jardín como el parque Monceau? ¿Se jugaba allí al volante? ¿Se saltaba a la cuerda? ¿Se podían comprar barquillos con los centavos que la criada estaba autorizada a dar? ¿Es que se podía pasear entre los arriates con su gran muñeca en los brazos, y mecerla, con un aire de pequeña mamá, como ha sido mecida ella misma cuando era muy pequeña? Pensó en su muñeca. Adoraba su muñeca porque era tan bonita, tan bien vestida, más bella que las demás muñecas. Era su hermanita, era su pequeña sosias. Cuando se encontraba bien, jugaba toda la jornada con ella, le echaba sonrisitas que la hacían su favorita con sus finos labios pintados. Ya hacía mucho tiempo, mucho que no le dejaban ya su muñeca. Le habían quitado la bonita personita de seda y de cabellos en bucle, para que no se agravase su fiebre acunándola, acariciándola, sonriéndole. Pero los ángeles se la devolverían cuando ella estuviese muerta en el parque Monceau del Paraíso.
Sin embargo la religiosa se había levantado.
–Creo – dijo – que la Señorita va a morir.
La tía rompió a llorar en el ángulo de la chimenea; el padre y la madre se arrojaron hacia el pequeño lecho de cobre.
Pero la monja dijo:
–Más vale que se vayan. Yo los llamaré cuando sea el momento.
–De acuerdo, vamos, dijo el padre a su mujer y a su hermana.
Añadió con el cuello hinchado:
–Quisiéramos algo. Nuestra pobre pequeña tiene una muñeca a la que quiere mucho; se la hemos quitado y guardado en ese armario que está allí para que no se fatigase jugando con ella; pues bien, cuando sea el fin, devuélvasela…. póngasela a su lado, en la cama, y, a continuación, para que ella se divierta (sollozaba), se la enterrará con ella.
La religiosa, tras una duda, respondió:
–Cómo usted quiera, señor.
La niña moribunda miraba la pared, viendo allí no sé qué. La religiosa dijo:
–Sí, como usted quiera. Pero déjenme a solas con ella… Realmente es lo mejor. Ella los oiría llorar. Yo la meceré con mis oraciones. Nosotras somos las mamás de la Muerte.
Ellos salieron, tambaleándose. La vieja religiosa se había vuelto a sentar, con los ojos cerrados y con su rosario desgranándose entre sus dedos.
Daría la impresión de que la pequeña no escuchaba; pero ella había escuchado. ¿Entonces, era eso lo que querían hacer? ¿Se metería con ella en la tierra a la muñeca que estaba en el armario? ¿Por qué? puesto que la muñeca no estaba enferma, no iba a morir. No era justo lo que pretendían hacer. A una pequeña niña que muere se la mete en un agujero, puesto que es la costumbre; pero una muñeca, con todos sus perifollos vivos, ¿por qué enterrarla? La pequeña agonizante tenía, en las dulces angustias del tránsito, pánico por su muñeca enterrada, enterrada viva. Que la enterrasen a ella, muerta, era sencillo. Pero no había razones para meter a la muñeca en la sucia tierra, para que fuese envuelta, rota, aplastada, como la mimosa en la rodada.
Entre dos jadeos, la niña, con la cabeza girada, tal vez por última vez, miró a la religiosa con los ojos cerrados que dormía o fingía dormir. Con una fuerza imprevista se levantó, apartó las mantas, caminó con los brazos adelantados en el aire hacia el armario de caoba, enfundada en su largo camisón blanco, con sus frágiles pies descalzos. Y, abriendo el batiente con dos manos que apenas tenían fuerzas, tomó en el armario la muñeca, se volvió a medias hacia la religiosa que parecía dormir, luego arrojó al brasero de la chimenea la pequeña figurita de encajes y de seda que tenía un sombrero rosa con el azul de dos miosotas. La llama alimentada envolvió el juguete, provocando un estallido de alegría, de vida, de cenizas. Hecho esto, la niña volvió a la pequeña cama de cobre y se tumbó con los brazos a lo largo del cuerpo como se le había recomendado, y murió dulcemente.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes